jueves, 24 de agosto de 2017

La transgresión como lenguaje artístico: Luis Buñuel, el hombre de todos los misterios.





Enfant Terrible, incorregible por naturaleza, provocar por necesidad y sin duda, ácrata por decisión, Luis Buñuel siempre pareció al borde de lo que el arte, por necesidad, consideraba comprensible. Por supuesto, no se trata solo de la especialísima personalidad del aragonés, sino también de esa visión desconcertante que tenía sobre la realidad, fruto y consecuencia directa de esa necesidad suya de reconstruir el discurso artístico. Ya lo dijo más de una vez: “No nos importaba si el cine era arte o no. Eso sí, nos gustaba el humor y la poesía que encontrábamos en él.” Y es que para Buñuel la expresión artistica formaba parte de algo que sobrepasaba la simple lógica, la idea más elocuente, incluso la simbología visual más profunda. Para el director y escritor, el arte era sin duda ya la mayor forma de subversión y el cine, su conclusión más directa.
Quizás por eso, a Buñuel se le reconsidera un reformador del lenguaje visual, aunque en esencia sea más un gran espontáneo de la imagen, que una observador subversivo de la realidad. Desde la desconcertante “Un perro Andaluz” hasta sus visiones más elaboradas como “Ese oscuro objeto del deseo” Buñuel creó un lenguaje cinematográfico a su medida, una revisión de la estructura visual que recreó esa extravagante opinión del director sobre el mundo y sus símbolos. Y no obstante, Buñuel jamás pareció estar satisfecho con esa recreación del yo creador, y mucho menos, con esa insistencia del cine en definirlo, en comprender esa mezcla casi caótica de construcción visual en el sentido puro y surrealismo. Rebelde y contestatario, Buñuel se enfrentó una y otra vez al dogma de la estética, para crear algo totalmente nuevo, profundamente significativo y burlón. El cine sin sentido o mejor dicho, el lenguaje cinematográfico convertido en puro egoísmo estético, en esa interconexión subjetiva entre el creador y su expresión artística.

El mejor ejemplo de esa visión del absurdo con un sentido personalísimo, es sin duda “El discreto Encanto de la Burguesía”, una elaborada y caótica visión a los lugares comunes, lo cotidiano y la reinvención del mito estético de lo absurdo. En ella, Buñuel dio una vuelta de tuerca no solo a su lenguaje visual, sino también a su propuesta del surrealismo. Ya no hablamos de una escena y un trasfondo netamente absurdo, sino algo más esencial, mucho menos evidente, pero tan o más efectivo que sus anteriores recreaciones de universos anárquicos. Con un pulso que asombra por su destreza visual y apoyado en uno de sus guionistas favoritos Jean-Claude Carrière, Buñuel decide explorar ya no el caos narrativo ni tampoco la superposición de ideas visuales que desbordan lo rutinario, sino algo más concreto: esa linea que divide lo cotidiano y lo habitual, que lo desborda y lo erosiona. Es entonces que el escenario de “El Discreto encanto de la Burguesía” comienza a tomar sentido: de las brutales visiones del tiempo irracional que Buñuel ha hecho gala en otras películas, aquí lo absurdo es mucho más sutil. Un juego de espejos donde lo cotidiano se distorsiona y se transforma en algo más, en una contradicción a esas escenas de una aparente cotidianidad que se entremezclan en un mosaico casi construido a la medida para desconcertar. Porque Buñuel ya no necesita, como en su juventud, impactar frontalmente al espectador. Ahora opta, por una interpretación sutilísima de la paradoja, de lo que sobresalta, de lo que no parece encajar en lo que se mira. La historia de fondo — desabrida e incluso lineal — se desarrolla y a su vez, otra transcurre al mismo tipo, justo bajo el límite de lo aparente. Es ese juego de realidades, perspectivas e interpretaciones el mayor acierto del director. Una reinterpretación inusual de lo que consideramos real a través de su obsesión con lo chocante y lo inquietante.
Con frecuencia se insiste que “El discreto encanto de la Burguesía” es sin duda, el film más “maduro” de un Buñuel en estado de gracia, y sin embargo, no se trata realmente de una evolución estilística ni mucho menos una reconstrucción del lenguaje visual del director. En realidad, la película es solo una nueva de afrontar las obsesiones del director, una nueva forma de ridiculizar la normalidad, en esta ocasión personificada por el refinamiento de un mundo perfectamente medido que debe enfrentarse con el absurdo. Y Buñuel lo hace usando sus habituales guiños de puro cinismo conceptual: desde su menosprecio a la burguesía, resumiendo a una colección de clichés que rayan lo caricaturesco, hasta su evidente necesidad de convertir su opinión sobre la Iglesia en un símbolo de apostasía y un claro rechazo a cualquier mito cultural.

Y a pesar de esta reinvención del estilo Buñuel, el director no olvida sus propias ideas y esa necesidad suya de convertir cada historia visual que cuenta en una nuevo análisis sobre la sociedad en que vive. De la misma manera en que lo hizo en la película “La Edad de Oro” (1930) Buñuel trasforma un escenario aparentemente caótico en una escena, un espejismo donde se entremezcla la metáfora visual y el discurso esencial que desea construir a partir de ese caos a medio sugerir. El argumento de “El Discreto encanto de la Burguesía” va más allá de las diversas situaciones que convergen en las numerosas escenas para elaborar algo más consistente, un una especie de interminable reflexión sobre la realidad, lo tópico, lo corriente, lo que nos asombra y nos confunde. Las situaciones absurdas se suceden unas a otras, pero sin embargo, no se contradicen entre sí, transcurren en una especie de orden misterioso que logra sostener el guión, a pesar de los momentos donde el caos argumental parece hacer presión sobre la simple continuidad del film. Pero Buñuel sabe lo que hace e insiste: el caos aumenta y también su insistencia en asumir lo surreal como vehículo de expresión idóneo para ese mensaje entrevisto que desea transmitir y que finalmente, parece rebasar incluso la simple intención de la película de contar una historia.

Por supuesto, al final Buñuel triunfa. El espectador abrumado por el juego de luces que supone su lenguaje visual, se cuestiona lo que ha visto, incluso lo que ha comprendido sobre el film. ¿Una sucesión de escenas que transcurren sin sentido? ¿Un elaborado mensaje sobre la moralidad frágil del mundo que creemos normal? ¿O quizás algo más enigmático que no llegamos a comprender del todo? Buñuel no responde a ninguna de esas preguntas. Es probable que tampoco fuera su intención. Pero la obra permanece en la memoria, para asumir ese desconcierto de una brillante puesta en escena y a su vez, una combinación de símbolos que trascienden incluso a su mismo creador. Un trampa exquisita y carente de sentido que el espectador no llega a comprender en realidad.

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