jueves, 31 de agosto de 2017

La belleza de lo inaudito: buenas razones para revisar la filmografía de Terrence Malick.



Con frecuencia, el cine parece encontrarse en mitad de camino entre lo subjetivo y lo puramente figurativo, algo que el director Terrence Malick conoce muy bien: a su filmografía se le ha tachado de incomprensible, desconcertante e incluso directamente surrealista. No obstante, la visión de Malick se resiste a ser interpretada de una manera sencilla: esquivo, huidizo, con una carrera fílmica casi exigua — en cantidad de títulos, no así en profunda capacidad creativa — cada una de sus películas construye un manifiesto estético en sí misma. Un enigma por descubrirse, que no se prodiga de manera sencilla y que mucho menos, elabora ideas básicas. Porque para Malick, el cine es un misterio a punto de descubrirse, una promesa que nunca se satisface. Una visión incompleta, rota pero cuya singularidad agrega no sólo belleza sino también significado a la ausencia formal.

Los detractores de Malick suelen insistir que ese preciosismo estructural — esa minuciosa búsqueda del significado a través de los detalles, de los expresivos paisajes, de las larguísimas escenas sin resolución — son meras pretensiones de un lenguaje vacío. Incluso, se le ha acusado de aburrido, justamente por la necesidad del autor de crear tensión a través de una línea narrativa inusualmente larga. Pero Malick ignora las críticas: las asume como parte de esa enrevesada necesidad de construir una visión del cine que sea algo más que una propuesta evidente, vulgar, sin segundas interpretaciones. Y es que para Malick, el cine es no sólo un lenguaje sino también una alegoría profunda sobre lo que consideramos compresible, evidente y lo que hay más allá, lo sugerido a base de pequeñas metáforas sustanciales. Para Malick, la conciencia del espectador desaparece y de hecho, es uno de esos directores que se niegan a dar concesión alguna al espectador: le reta, le provoca, le incomoda, le hace replantearse no sólo lo que mira sino también lo que comprende. Malick, más allá de su oficio como realizador, también es un observador nato, un hombre de claras necesidades creativas que lucha por conservar intactas sus inquietudes y obsesiones. Audaz como pocos, Malick está consciente quizás que su lenguaje cinematográfico no es sólo poco comprensible, sino alejado del paladar del cine comercial y aún así insiste en su propuesta. La refina, la recrea, la reconstruye para brindar una experiencia totalmente nueva en cada propuesta cinematográfica que crea.

Quizás por todos los anteriores motivos, la obra de Malick se resiste a cualquier intento de estructura bajo una denominación única. Huraño y sobre todo, obsesionado con el límite de lo que crea y su propia individualidad, Malick parece comprenderse así mismo a través de su profunda propuesta artística, la cual se alza inaccesible a toda trivialización. Hay elementos comunes, por supuesto, que unen su obra, pero que aún así, no conectan las variadas visiones que el autor tiene sobre si mismo, el mundo y su obra. Las múltiples referencias parecen superponerse unas sobre otras, elaborar capas de interpretación que no sólo brindan una mirada prístina a sus películas, sino una grieta profunda entre el discurso que se muestra y el que parece construir a partir de lo que se insinúa. Una poderosa capacidad estética para renovar su discurso y más allá, reconstruir lo que brinda a través de su visión estética.

Malick mira el mundo desde una perspectiva peculiarisima: una personalidad tan poderosa que le hace construir una pausada visión del mundo que no siempre es bien recibida por el público y mucho menos por la crítica. Tal vez por ese motivo, la película “La Delgada línea roja” sea una de sus obras más debatidas, no sólo porque marca un nuevo ciclo en la filmografía del director (era la primera película que filmaba luego de 20 años de ausencia del mundo del cine) sino porque el director crea toda una nueva especulación visual sobre la guerra, el dolor y esa ambivalencia moral con la que parece estar obsesionado. El film — ambientado en el contexto de la batalla de Guadalcanal, durante la Segunda Guerra Mundial — no se limita a mostrar la guerra a la manera como suele hacerlo el cine, bajo los códigos comunes que intentan reflejar la violencia como una dolencia moral evidente. El director, con un pulso firme y brillante, dibuja un panorama arrasado, un discurso lento y mesurado donde el sufrimiento carece de sentido y la violencia de valor. Quizás, el Malick existencialista, profundamente cautivado por la individualidad y el temor original del ser humano hacia el caos, mira con mayor atención el absurdo que la simple necesidad del hombre por justificarse. Elabora una idea muy ambigua sobre el yo fugitivo del espíritu humano en decadencia y algo más doloroso: esa insistencia del hombre por esconder su vulnerabilidad en la violencia, en el horror y en el temor.

La película tiene un ritmo propio, extraño que el director explota hasta límites insospechados para crear un ambiente onírico y denso casi irrespirable. No obstante, la belleza de las imágenes consuela, se elevan sobre el escenario desolado para crear algo más, un planteamiento íntimo y lírico que supera la línea pura de la narración lineal. Pero Malick parece también interesado en usar esa imagen de la guerra — bordeando lo irreal, borrosa e incomprensible — para hablarnos sobre el valor, el coraje, la cobardía. Incluso la simple miseria humana. Porque para Malick la guerra no es sólo el enfrentamiento, la violencia directa cruda, es el dolor a la periferia, el sobreviviente de esa malsana necesidad de evasión, del temor y la angustia que se dibuja más allá del horror.
Los personajes se mueven en medio del panorama que Malick dibuja con dificultad, con una cierta lentitud desconcertada que parece representar esa visión del director sobre la angustia, ese pantanosa sensación de infelicidad sin resolución que define el discurso del director. Como si de una necesidad insatisfecha se tratara, Malick hace que sus personajes se enfrenten a la naturaleza como símbolo de su propia irracionalidad, como si el sufrimiento pudiera mimetizarse — transformarse — en una metáfora clara. Una y otra vez, Malick construye un mundo silencioso, alejado de cualquier significado real, como si la dureza de la mirada del hombre pudiera desdibujarse en esa aspiración originaria de bondad que la película insiste en insinuar.

Para Malick, el hombre se ignora así mismo, la identidad quebrantada y anónima en medio de agudísimo dolor existencial. Una interpretación profunda y desigual de esa soledad definitiva del espíritu humano, esa incapacidad para su circunstancia. Tal vez por ese motivo, se suele insistir que para Malick el mundo es una serie de percepciones inconexas y frágiles, que parece reflejarse en la escena más dura de “La Delgada Línea Roja” y quizás, la más elocuente de todas las visiones del director sobre la naturaleza irracional del mundo: Un grupo de soldados comandados por John C. Reilly se cruzan con un nativo sin nombre, que podría o no existir en medio de la borrosa línea entre la naturaleza y lo que hay más allá, lo que apenas se mira, desdibujado en el medio. El hombre, aparece de súbito y parece simbolizar lo incomprensible, lo dolorosamente simple del hombre: avanza, de pie, con paso rápido y roza al grupo de soldados, pero no los ve en absoluto. Absorto en sus pensamientos, ajeno por completo a la existencia del peligro que acecha, pasa de largo, continúa su recorrido. Existe por un instante para la violencia, que no asume su existencia, quizás no puede verla, en medio de ese intrincado tejido de la realidad. Malick imagina inalcanzable esa otra visión del otro — el yo visible, común, esa insistente voz en off que parece reflejar numerosas visiones de una misma historia- y la asume compleja, desconcertante. Aún así, la distancia entre ambos mundos — el que se imagina y el que existe — es mínima, al borde mismo del desastre, en la línea exacta que divide lo espiritual del horror en estado puro. El temor que nace y que por último, muere, una y otra vez. Adquiriendo nuevas lecturas, reafirmando esa imperfecta visión de Malick como una obra de arte, tal y como aseguraba Jean Cocteau del arte y el poder de evocación en estado puro.

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