lunes, 28 de agosto de 2017

La frágil belleza de la inocencia: Buenas razones para leer la obra del escritor de libros infantiles Kenneth Grahame.




La literatura para niños suele ser en ocasiones menospreciada, por el hecho de considerarse un género menor dentro del mundo de la palabra. Ya sea por su público natural o incluso, por esa percepción sobre la niñez tan difusa que se tuvo — y se mantuvo — por buena parte de la historia, las novelas de consumo esencialmente juvenil fueron asumidas como marginal y en ocasiones, limitadas incluso como expresión artística. Aún así, algunos de los mejores escritores de la historia han encontrado en los libros para niños una herramienta para construir un lenguaje sensible y profundamente trascendental. Incluso, para lograr mirar el mundo de una manera por completo nueva. Una forma de soñar.

Quizás por ese motivo, Kenneth Grahame escogió la literatura para niños para mirarse así mismo. Fue un hombre trágico o al menos así suele definirsele, a la luz de las muchas y dolorosas tragedias que tuvo que enfrentar durante su vida. Huérfano de padre y madre, tuvo una infancia violenta y difícil, que le llevaron a un temprano alcoholismo. Ya adulto, se enfrentó a la elitista sociedad de la Inglaterra de su época y tuvo que renunciar a su sueño de cursar estudios Universitarios en la Universidad de Oxford, conformándose con hacerse un empleado menor de un banco. Poco después, contrajo matrimonio pero no fue una unión feliz: el único hijo de la pareja fue un niño enfermizo que atravesó la infancia entre enfermedades y numerosos problemas de salud. Finalmente se suicidaría, a los veinte años, en lo que pareció ser en colofón de una larga lista de dolores y pesares en su corta vida. Para Grahame, sin embargo, fue quizás el final de una larga historia de sufrimiento privado que nunca llegó a superar del todo.

Porque Grahame, más allá del hombre duro y obsesionado con la desgracia que sus contemporáneos describen, también era un escritor. Un hombre obsesionado con la belleza por las palabras, por su capacidad para transformar el mundo en un ideal. O eso parecen sugerir sus obras — todas para niños, todas de fantasía — que forman parte de su corta pero sustanciosa obra editorial. Grahame, el hombre transido de dolor y también, aterrorizado por las pequeñas escenas angustiosas que parecían poblar su vida, también estaba obsesionado con la belleza, con la necesidad de reivindicar la angustia y la desazón a través del arte de crear. Y lo hizo de la mejor manera que supo, pero sobre todo, enfrentándose así mismo, a esa noción sobre el padecimiento tan propia de una época desigual y dura, de grandes privaciones y diferencias sociales, de enormes abismos entre la pobreza y la riqueza. Para el escritor, crear fue una puerta abierta a la libertad, no sólo la mental, sino también la espiritual, una formad de construir un mundo a su medida.
No obstante, Grahame jamás se pensó así mismo como escritor o al menos, no de la manera tradicional. Por años, fue el secretario honorario de la Sociedad Shakesperiana, gracias a su amistad con el escritor y presidente de la institución James Furnivall. Y aunque es bastante probable que el escritor ya por entonces fuera un devoto de la palabra escrita — se le describe como un devoto lector y un asiduo a tertulias literarias de diversas índole — fue en la sociedad donde comenzó lo que podría llamarse, no sin cierta ambigüedad, su carrera como escritor. Grahame, con un infalible olfato literario y sobre todo, una innata capacidad narrativa, comenzó escribiendo artículos en St. Jame’s Gazette y más tarde en el National Observer, primero de manera anónima y finalmente, llevando su firma. Sus artículos, sorprendieron a los lectores por su elegancia y también su profundidad. Cosechó elogios y con toda seguridad, fue esta primera experiencia satisfactoria en el mundo de la escritura, lo que le llevó a comenzar su corta pero prolífica carrera como escritor por derecho propio.

Sin duda, Grahame, logró encontrar en las palabras un refugio, una forma de crear y construir planteamientos e ideas profundas, que con certeza, se convirtió en el mejor de sus refugios al dolor y a la angustia que solían atormentarle. Tal vez por ese motivo “El viento en los Sauces” sea su obra más conocida, convertida en clásico de la literatura infantil Universal y parte del gran Universo literario inglés. No sólo se trata de una obra de enorme calidad literaria sino que tal vez, la primera construida dentro del universo infantil y por tanto, fruto de ese devenir de la inocencia y la fantasía propia de la infancia. Grahame concibió la historia para su pequeño hijo Alastair, que sufría desde la niñez de múltiples quebrantos de salud y pasó la mayor parte de sus primeros años en convalecencia. Un juego de palabras entre padre e hijo, una confidencia de infinita ternura, de la cual nació quizás una de las obras más entrañables de la literatura infantil que se recuerde.

Fue Alastair desde su lecho de enfermo, el que escuchó por primera vez el cuento sobre el ratón, la jirafa — que después sería sustituida por un tejón — y un topo. Probablemente lo hizo con las sienes húmedas de fiebre, aferrándose a las palabras de su padre para escapar de la debilidad y el dolor. Una y otra vez, Grahame el padre creó para su hijo no sólo un mundo de fantasía en el cual refugiarse del miedo y la desazón, sino una historia trascendente que poco a poco tomó sustancia propia, construyó una versión de la realidad que no sólo logró captar la inocencia de esa otra visión del mundo — la delicada, la profundamente emocional — sino que permitió al Grahame escritor encontrar una forma de contar al mundo sus ideas, de asimilar sus particularidades y asumir el poder real de la palabra creativa. Para Grahame, “El Viento el Sauce” fue una forma de consuelo y no sólo por el mero hecho de procurar a su hijo un obsequio perdurable, una complicidad diáfana, la calidez de una aventura que jamás podría vivir sino también, por ser la puerta abierta hacia el consuelo del dolor adulto, la angustia existencial que le acompañaba a todas partes.
Y es que quizás, ese sea el gran triunfo de una novela pensaba desde la humildad: su capacidad para construir un reflejo del mundo del hombre con una sencillez que cautiva desde las primeras páginas. Mientras que sus predecesores apelaron a lo simbólico y quizás a lo metafórico para construir historia basadas en el mundo infantil, Grahame insiste en esa visión dulce de lo natural, como si lo humano en cada uno de los personajes, sólo fuera una manera de destacar su sutileza ideal. Con un sabio pulso narrativo, Grahame triunfó al dotar a su historia de una profundidad que no se basa en las metáforas que crea, sino en su capacidad para expresar la noción sobre la belleza desde la simplicidad.

Es por ese motivo, que “El Viento en los Sauces” conserva una inocencia perdurable, una frescura insistente que aún casi cien años después de su creación, continúa cautivando al gran público lector. Publicada por primera vez en 1908, la novela fue un éxito inmediato: aclamada por la crítica y amada por el público, se convirtió en la historia preferida de esa Inglaterra dura y hostil de los primeros años del siglo pasado. No obstante, quizás por su ternura y sencillez, la novela de Grahame se abrió camino y ocupó un lugar propio, una metáfora de esa inocencia rota, perdida a medias que el mundo adulto siempre encuentra doloroso y lamentable. Y es que quizás este hombre herido, este hombre trágico cargado de pesar y dolor, supo construir con mayor delicadeza que cualquier otro, ese delicado equilibrio entre la fantasía y el símbolo, un reflejo de la época que le tocó vivir. Un canto sentido no sólo al estilo de vida humilde y sencillo del campo Inglés sino a algo más profundo y hermoso, esa noción de la pureza intocada, de la fraternidad sutil que surge sólo del mundo infantil. De la estampa pastoral, Grahame crea algo tan espléndido como raro: una noción simple e inolvidable, del mundo de la ternura en lo más profundo del corazón del hombre.

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