jueves, 27 de abril de 2017

El dolor y la belleza en la obra cinematográfica: unas cuantas reflexiones sobre ‘Apocalypse Now’ de Francis Ford Coppola.





El cine suele interpretarse como una reflexión de la realidad que intenta brindar sentido a lo quizás, no lo tiene. Una forma de reflexionar sobre el absurdo y asumir sus formas más depuradas. Es el caso de Francis Ford Coppola y su persistente necesidad de comprender y asumir lo cinematográfico desde la periferia. Quizás por eso, ha sido llamado muchas veces “el chico italiano de Hollywood”, no solo por sus raíces étnicas sino además por esa sensibilidad suya tan cercana los clásicos europeos de finales de la década de los sesenta y tan lejana a la estética dura y casi desagradable que imperó en la meca del cine durante sus primeros años como director. Y sin embargo, este autor intimista, reflexivo y sobre todo, tan bien dotado para el simbolismo visual, es una combinación de ambas corrientes, un hijo rebelde de cualquier corriente visual que le precede o desea perpetuar. Quizás se deba a que Coppola, asimiló el mundo cinematográfico a través un sensible recorrido íntimo — en más de una ocasión se ha declarado autodidacta — y creó algo mucho más personal que un ejercicio estilístico en estado puro. Desde muy joven, demostró comprender el lenguaje visual desde su capacidad para la metáfora y sobre todo, su necesidad de sostener un mensaje profundo a través de lo que cuenta. Cual sea el caso, Coppola construyó una íntima interpretación del cine por el cine, de la narración por la narración a través de lo que se asume evidente y lo que se esconde en lo sutil. Una combinación que le ha permitido no solo reformular lo obvio sino crear algo más sustancioso que un mero ejercicio visual.

Coppola comprende el cine como una expresión social y cultural. Lo hace quizás por esa convicción tan suya de asumir lo cinematográfico como instrumento de reflexión de la realidad. Como hijo de una familia de artistas inmigrantes, que le inculcaron desde la infancia no sólo el gusto por la belleza sino un cierto compromiso con la veracidad como expresión creativa, Coppola asume la dirección fílmica como una expresión de símbolos de profunda importancia. Para el director, nada es casual, mucho menos ordinario. Todos los elementos en sus películas funcionan como un cuidadoso engranaje que brinda sustento no sólo a la historia que se cuenta — imprescindible — sino algo mucho más profundo: esa visión íntima que define el modo de ver su autor. Coppola aprendió bien pronto — quizás desde esa niñez solitaria, confinado a su habitación debido a su salud frágil — que el poder de lo que se muestra reside en la capacidad que cada imagen tiene para evocar. Mucho más allá, el Coppola creador concibe lo cinematográfico como una pieza única de conceptos e ideas: una elaboración visual de una poderosa idea visual. Apasionado por la representación, por lo bello, lo doloroso, lo crudo, lo espiritual y lo humano, Coppola siempre ha intentado mostrar en el cine su opinión sobre si mismo, en una autorreferencia incansable y sistemática. Bohemio, culto y también rebelde, Coppola busca en el cine la redención última de un lenguaje visual propio.

Muy probablemente por ese motivo “Apocalypse Now” sea la obra más poderosa de Coppola: en ella convergen no solo su capacidad para crear una visión de la realidad íntima y singular, sino también algo más duro, más profundo, más elemental. Porque “Apocalypse Now” no es sólo una película: se trata de un manifiesto profundamente duro sobre la muerte, el dolor, el miedo y en última instancia, la fragilidad del hombre. Eso, a pesar de los esfuerzos de Coppola por brindar a su obra una identidad mixta, extrañamente ambigua. Por momento “Apocalypse Now” parece ser un Western, una representación fugaz y alternativa sobre la guerra, sobre la violencia y una mirada directa a la capacidad del hombre para matar. Pero también hay momento de profundo existencialismo, una lucha entre valores y temores tan filosófica como inquietante. Ambas abstracciones se funden en un paisaje de pesadilla, en una aproximación casi primitiva al fenómeno de la violencia humana, de esa capacidad del hombre para infringir dolor. Una combinación que Coppola logra sin perder el vista el objetivo de su personalísima épica: esa furiosa concepción de la guerra como una ruidosa caída a los infiernos del mundo del hombre.

Todo lo anterior, sin que Coppola olvide su mirada estilística, su pasión por la belleza: mientras la trama avanza, la música de de Carmine Coppola — padre del director y reconocido flautista — brinda a los momentos más duros una rara amargura, combinación de dulzura y fragilidad. La música parece confundirse con la atroz cacofonía de la batalla, del dolor, del miedo. Minucioso hasta la obsesión, Coppola logra que los acordes metálicos de balas, hélices de helicópteros, metralla y explosiones se confundan con la fragilidad cristalina de la flauta, en un vaivén hipnótico y por momentos insoportables. Es así como el director consigue que incluso las escenas más crudas de su película, tengan un lustre casi onírico: los amplios e interminables paisajes contemplados desde el silencio, un vuelo plácido que observa el mundo un instante antes de estallar en la locura y la destrucción. Porque la guerra está presente — nunca deja de estarlo — al borde mismo de esa otra narración sutil, la humanidad evidente en cada personaje, en todos los símbolos dolorosos, quebradizos y en ocasiones, directamente aterradores que Coppola utiliza para mostrar la guerra en toda su crudeza.

Basada en la novela de Joseph Conrad ‘El corazón en las tinieblas’ la película conserva de su gemelo en tinta, esa insinuación de la moral sobre el dolor, la pérdida de la identidad del hombre ético a medida que la crueldad se hace cada vez más descarnada. Para Coppola — como antes lo fue para Conrad — la guerra es el mal mayor, la esencia de lo primitivo, el sufrimiento más profundo de la historia del hombre. Aún así, la película no se ocupa de ofrecer un sermón ético, ni tampoco intenta enaltecer o manipular: ofrece la realidad con una crudeza casi insoportable pero sincera, una visión de la violencia tan cercana a la realidad — desnuda, trágica — que conmueve e incluso, repugna.

Se ha dicho que Coppola creó una nueva visión de la guerra y la muerte a través de “Apocalypse Now”. O mejor dicho, refundó un género basado en interpretaciones morales en ideas esenciales nunca demasiado analizadas. Pero Coppola logró además crear una visión moral de la guerra a través del metamensaje, de la elucubración simbólica, del metódico estudio del dolor y el miedo metafórico. Todo a través de imágenes devastadoras, durísimas, de historias que se entremezclan entre sí para narrar la angustia y el miedo de una manera totalmente nueva. Lo psicológico se mezcla con algo más complejo, del odio a la angustia, de lo descarnado a la búsqueda de la redención. Y al final, sólo silencio. Solo una profunda enajenación.
Los últimos minutos de la película son de un existencialismo abrumador: una reflexión sobre la fragilidad humana que pocos directores de cine han logrado llevar a cabo en las líneas mayores del llamado cine comercial. El personaje de Willard (interpretado por un jovencísimo Martin Sheen) mira el horror de la guerra, del infierno en la tierra, desde los ojos asombrados y conmovidos de un espectador. Más allá, el terror de lo que le rodea — la historia sangrienta que envuelve la suya propia — le empuja lenta pero inexorablemente hacia la barbarie. Hacia un tipo de muerte moral que simboliza la debacle del mundo que se concibe así mismo al margen de la realidad y también de lo que se concibe como moralmente aceptable. Poco a poco el personaje sucumbe a un destino inexorable — o que parece serlo — y se enfrenta a la disyuntiva del desastre, de la muerte, de la definitiva caída en el abismo. Más allá, la selva, la guerra, el horror, continúan siendo los mismos: inabarcables, sin identidad. El sufrimiento anónimo, el terror angustioso y brumoso de lo impensable: la muerte física sino la espiritual. Una mirada al horror del mundo, una visión durísima y descarnada sobre el hombre y en la periferia — siempre latente — a la violencia y al dolor. Quizás la esencia de la identidad humana y más allá, su propia perversión.

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