jueves, 6 de abril de 2017

El dolor y la belleza de la incertidumbre: Unas cuantas reflexiones sobre el valor moral de Blade Runner.





Ursula K. LeGuin suele decir que la Ciencia Ficción es una metáfora de la imaginación humana, una frase que parece resumir esa necesidad del género por reconstruir y redimensionar la realidad. Y es que la Ciencia Ficción no sólo es una ventana abierta hacia las aspiraciones, esperanzas y temores del espíritu humano, sino también hacia esa necesidad del hombre de crear un mundo nuevo sobre el conocido, sobre el que asume verdadero. Una hazaña que convierte al género en la herramienta perfecta para enfrentar la incertidumbre del futuro, el misterio del pasado y quizás la simplicidad del presente.

Tal vez por todo lo anterior, Ridley Scott se ha convertido en un maestro del género en su vertiente cinematográfica. Ambiguo, impredecible y profundamente visceral, el director ha sabido crear un estilo único que no sólo bebe de los mejores referentes sino de esa vasta necesidad del hombre de hacerse preguntas trascendentes a las que no encuentra respuestas inmediatas. Esa visionaria curiosidad que despierta lo infinito y lo desconocido. En una ocasión, se le preguntó al director como se definía así mismo y a su arte. “Lo defino como en perpetua transformación” — respondió — “nunca termina de definirse. “El arte es como un tiburón. Tienes que seguir nadando o te comerá. Continúa yendo de un sitio para otro. La gente siempre me pregunta ¿cuál es el plan? No hay plan. Me voy a lo siguiente que me fascina.” Una búsqueda constante, en ocasiones infructuosa pero siempre visualmente impactante de una nueva propuesta, una original proyección de esa inquietante interpretación suya de la realidad.

Porque Ridley Scott es odiado y amado casi en exactas proporciones. Criticado por lo que se considera una serie de errores de planteamiento que han llenado a su carrera de altibajos, también se admira su predilección por correr riesgos, por asumir su trabajo cinematográfico no siempre bien calculado. No obstante, es esa combinación de error y desafío, de ensayo y acierto, lo que le ha permitido a Scott crear lo que quizás sea una de las obras más importantes de la Ciencia Ficción cinematográfica de todos los tiempos “Blade Runner”. Porque la película no fue, sin duda, una propuesta cuidadosamente planeada y si un desafío para un género muchas veces menospreciado y la mayoría de las veces, considerado menor dentro de la literatura y el cine.

Al principio, Scott no estaba muy interesado en filmar una película que toda probabilidad, podría terminar encasillando su trabajo en un único género, luego del resonante éxito de taquilla y de crítica de Aliens, el Octavo pasajero. No obstante, Hampton Fancher, un jovencísimo guionista que había logrado recrear el Universo de Philip K. Dick en un sólido argumento cinematográfico, parecía decidido a que Scott fuera el director de la épica de Ciencia Ficción. “Le perseguí hasta el cansancio, le insistí de todas las maneras que supe. En una ocasión me dijo que había aceptado dirigir más por aburrimiento que por interés” — cuenta Fancher, que luego se convertiría en uno de los amigos más cercanos del director. De la colaboración de ambos artistas, “Blade Runner” obtuvo su magnífica capacidad visual para sorprender y desconcertar y sobre todo, ese sabor amargo que convierte a la película en una obra intimista, aunque no lo parezca.

Porque ante todo “Blade Runner” es un alegato sobre la fragilidad de la naturaleza humana. Uno muy corrosivo, ácido y en última instancia cruel, con sus grandes preguntas filosóficas sin respuesta sobre la responsabilidad del hombre sobre lo que crea o mejor dicho, sobre lo que imagina. “Blade Runner” es profunda a su pesar, épica sin que sea su intención y en última instancia, trascendente por necesidad. Un film que supo resumir todas las visiones de la Ciencia Ficción de la época con una complejidad nueva, con una visión distópica que pareció reconstruir el género. Hasta entonces, el futuro había sido imaginado como limpio, exacto, pulcro. Así al menos fue la visión de Stanley Kubrick, que había revolucionado el género años antes con su impecable “2001: Una odisea en el espacio”. Los contrastes con Blade Runner no pueden ser más notorios: Porque mientras una parece deleitarse en la pulcritud imposible de la tecnología, la otra se asume gris y sucia, un universo notoriamente deslustrado y decadente. La frontera donde la tecnología sumió al hombre en la definitiva tristeza y quizás sustituyó la esperanza por mera satisfacción.

El responsable de la estética de “Blade Runner” es del diseñador e ilustrador Syd Mead, a quien la película le debe no sólo esa visión destartalada del futuro sino esa poderosa visión de un futuro mecanicista y brumoso. Con sus espacios abigarrados y llenos de contrastes de luz y sombra, la ciudad de Los Ángeles de 2019 parece tener una extraña capacidad para resumir los temores y pequeños dolores de las urbes modernas, llevados un paso más allá. La belleza de líneas exquisitas y definitivamente Noir, dotan a la ciudad del futuro de un atractivo a mitad de camino entre un Paraíso tecnológico y una claustrofóbica visión de la pérdida de humanidad de los espacios urbanos. Los edificios hiper futuristas se mezclan con ese paisaje humano multitudinario, casi irreal. Una imagen casi onírica del futuro distante.

La visión Futurista en Blade Runner es totalmente anacrónica y de hecho, casi atemporal: Los ventiladores de aspas programados para obedecer a una orden oral, los mismos detectives fumadores y bebedores que dieron forma al cine negro, los coches voladores, entrevistos en medio de una espesa neblina, deslizándose entre las palabras de la historia con la misma facilidad que el concepto más profundo del planteamiento. La misma personalidad del cazador de androides, tan parecido a un Chinatown sin asidero coherente. La realidad que revela cada escena, turbia, decadente, perturbado, un equilibrio precario entre lo humano y lo artificial, intenta recrear en una sola perspectiva una idea disímil y a la vez irreductible: El presente como expresión del pasado y el futuro como una mera consecuencia de ambos.

Una irrealidad que por momentos toma el sentido de una realidad reconocible: por momentos nos son inevitables las comparaciones con el tiempo que da sentido a nuestra idea del tiempo: ¿No son los mismos conflictos humanos los que atraviesan los androides, el cazador, los personajes difusos que parecen desaparecer en un telón de fondo apenas bosquejado? ¿No se repite una y otra vez, como un eco devastador, la insistencia en cuestionar la idea de nuestra existencia, de ese elemento esencial que nos da la identidad de seres humanos en medio del fragor de la tecnología y una sociedad cada vez más indiferente? Tal vez estas reflexiones parecen un poco románticas, pero las mismas preguntas se han planteado de manera casi idéntica a través de los siglos.

En el futuro de Blade Runner las encontramos también, solo que con el rostro de nuestros temores: Existen individuos que se amotinan en el trabajo, se dan a la fuga, secuestran una astronave. Sienten un ansia irrefrenable de libertad. Tienen sentimientos humanos. Como cualquier humano, ni siquiera aceptarían que son máquinas. Tienen un implante de memoria: recuerdan unos padres, amigos de la infancia, un perro. Y, aunque no se acuerden de nada, la vida les parece una cosa agradable. Conocen el dolor de tener miedo, sangran, quieren vivir, lloran porque se mueren. Son replicantes perfectos, si es que todos los humanos de Blade Runner no son humanoides que todavía no han pasado la prueba Voight-Kampff. Conocen, incluso, la crueldad humana, el instinto de venganza y de supervivencia.

El cazador, ese personaje indiferente y a la vez agobiado por su propia metáfora existencial los mira a los ojos. ¿Se sonroja? ¿Fluctúa la pupila? ¿Se dilata el iris? Los reconoce de inmediato. El prejuicio. La diferencia diametral. Los mata uno a uno, mientras una lluvia constante lleva a la ciudad a un prosaico caos. Un silencio plausible en medio de la motivación más específica.

Los únicos que lloran en Blade Runner son los replicantes. Tener sentimientos ha resultado un crimen. Es punible reaccionar humanamente, resistirse a la opresión, rebelarse contra las circunstancias, sufrir, querer vivir en paz, amar a los semejantes, sentir rencor, pero también piedad por el enemigo. Entonces, ¿de que se trata realmente Blade Runner? ¿tal vez de un inquietante planteamiento de nuestro futuro moral?
La película además, utiliza de manera muy inteligente códigos de distinta naturaleza que desconciertan y sintetizan la confusión babilónica de una ciudad del futuro donde todas las razas y todas las interpretaciones culturales parecen coincidir. Inspirada en el clásico de Fritz Lang “Metrópolis” y sin duda en los cómics de Moebius, Scott consigue crear un mundo extravagante a través de fotogramas bien medidos. Pero no se limita con mostrar, sino que además, profundiza y logra bordar una historia extraña e íntima sorprendente.

Desde el planteamiento de la existencia de los replicantes — idénticos y casi indistinguibles de los seres humanos -, la trágica estética de un mundo cada vez más cínico y el anti héroe reconvertido en símbolo — ese Roy Batty interpretado por un magnifico Rutger Hauer — hacen de Blade Runner un manifiesto brillante sobre cómo el mundo se percibe y se analiza así mismo. Porque desde la sensibilidad improbable del personaje de Hauer — más humano que los humanos, el superhombre de Nietzsche — hasta la ambigüedad de Deckard, el mundo de Blade Runner fluye hacia la disyuntiva de la identidad del hombre, del temor a lo creado, de la búsqueda de lo imposible. El reclamo de la humanidad, de lo esencial del espíritu del hombre, la identidad. Una serie de planteamientos que sobrepasan esa aparente sencillez argumental de la película y la transforman en algo más doloroso y profundo.

“Blade Runner” no deja de girar y reconstruir el mismo centro de su propuesta. El villano se convierte de pronto en una conclusión mística, en una criatura empática que es capaz de resumir la naturaleza humana en su sensibilidad. Y Deckard cambia de cazador a un simple instrumento de esa cultura que no comprende la creación más allá de lo utilitario. En medio de ese vertiginoso juego de Roles, Scott logra encontrar una fisura, una extraordinaria visión de lo bello y lo doloroso. Un discurso tan profundo que aún desconcierta. A punto de morir, temblando de dolor y frío, Batty se convierte de monstruo de Frankenstein a Adán Bíblico: “Yo… he visto cosas que vosotros no creeríais: Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán… en el tiempo… como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”La tragedia del futuro combatiendo la simple naturaleza humana o quizás algo tan simple, como esa aspiración del hombre a la Divinidad y el poder de crear.

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