miércoles, 23 de abril de 2014

Una colección de historias tristes: De lo que se recuerda y se hereda en medio de la tempestad histórica.






Uno de los mejores amigos de mi abuelo materno era cubano. No recuerdo cuando le conocí, a la manera como no se recuerdan las pequeñas escenas indispensables de la infancia: porque Romulo siempre parecía estar allí. Ayudando a mi abuelo a limpiar el motor de su viejo Ford Fairlane, tomando café en la cocina de mi abuela mientras todos reían por algún chiste suyo, sonriendo con cierta. Y es que si tuviera que recordar ahora mismo, un rasgo de Romulo, será justamente su tristeza, una muy profunda y muy sentida, que nunca comprendí muy bien. En una ocasión me atreví a preguntarle por qué siempre sonreía su boca y no sus ojos y me dedicó uno de sus suspiros con olor a tabaco, esos silencios suyos que parecían contener el mundo.

- Porque extraño mi casa, mi niña - me explicó. Era muy pequeña aún para comprender el sentido de su frase, el paisaje árido que dibujaba. Después me quedé escuchándole hablar de La Habana,  su ciudad natal. Me contó olor de los arrecifes donde jugaba de niño, y también de ese azul limpio y extraordinario de una imagen idílica. Todo me pareció tan hermoso, que emocionada le pregunté con toda la inocencia de mis siete años que hacia en esta Caracas tan tristona y señorial, con su montaña monumental y tan lejos de esa dulzura alborozada con que me describía a su país. Se encogió de hombros, como un niño muy grande con el rostro lleno de arrugas.

- La política, hija - respondió entonces - algunas cosas son más grandes que la vida.

Por supuesto, no comprendí su frase en ese momento. Ni lo haría hasta mucho después, cuando la vieja Habana que Romulo me describía tomó forma y color en lo que leía sobre ella, en lo que parecía ser su identidad más inmediata. Recuerdo el sobresalto que me causó a los catorce leer sobre la Revolución Cubana, ese gran sismo político que convirtió a la Isla de Cuba en el epicentro de una visión política que desconcertaba y seducía por partes iguales al continente. No me atreví a preguntarle a Romulo sobre Fidel Castro, el Che Guevara y otros tantos personajes que parecían describir una realidad que yo no entendía muy bien, pero que mostraba un tipo de visión del mundo completamente distinta a la que vivía en Venezuela. Pero si se lo pregunté a mi abuelo, que me escucho entre preocupado y un poco inquieto.

- Lo que ocurre en Cuba se llamó Revolución - me explicó - y fue un proceso político que cambió a La Isla de como había sido en algo más.
- ¿Revolución de qué?
- Política. Fidel Castro dirigió un ejercito de hombres que derrocaron el poder y que según era su intención daría poder al pueblo - me respondió. Le noté abrumado, un poco confuso - pero eso en realidad no ocurrió. O si, pero no a la manera que se esperaba. El poder confunde a la gente, la hace tomar decisiones que nadie entiende y por último, olvidar las promesas que hizo. En Cuba se olvidaron todas.

Pensé en lo que Romulo me había contado: en La Cuba de su niñez, en la añoranza por una vida melancólica y casi olvidada que recordaba con esfuerzo. Lo que había leído y ahora las palabras de mi abuelo, me hablaban de una transformación violenta, desde los cimientos, de lo que había sido la vida en la isla. Pero yo aún no comprendía lo suficiente lo que había ocurrido en Cuba, el proceso histórico que la había transformado en la supuesta cuna de una revolución social latinoamericana. Con todo, tal vez se trataba que me era muy joven para comprender sus alcances, el peso y el símbolo de Cuba dentro del mapa político del continente. Para mi, Cuba era la mirada triste de Romulo, la Habana desdibujada que recordaba y que no podría recuperar jamás.

Crecí aprendiendo de aquí y de allá sobre el socialismo y el comunismo. Un conocimiento vago y general, más académico que cualquier otra cosa, que no terminaba de brindar sentido a lo que sabia sobre Cuba, a las historias de Romulo, a esas otras que contaban las páginas de los libros. Había una diferencia sustancial entre la Cuba castrista, ese temor punzante del comunismo acérrimo y la tiranía, y esa otra visión que de vez en cuando escuchaba: La cuna del pensamiento político independiente en Latinoamerica. En mi casa, se hablaba poco de política. El tema no parecía ser del agrado de nadie. Mi madre insistía en que Cuba era un "ejemplo oprobioso" del poder para destrucción de la identidad de un país, mientras mis abuelos, insistían en que en algún momento, el verdadero sentido de la Revolución se había desvirtuado, convertido en otra cosa. Dos posiciones irreconciliables que nunca me dijeron gran cosa, que no lograron aclarar mis dudas, las frecuentes preguntas. ¿Que era la Revolución que provocaba visiones tan dispares y contradictorias? ¿Cual era el verdadero papel histórico de Fidel Castro? ¿Que simbolizaba Cuba en medio del debate político Internacional?  Me continuaba obsesionando esa visión doble de un país, la interpretación durísima de una realidad política desconocida. ¿Quién era Cuba en realidad? ¿El Paraíso idílico y perdido de un anciano o esa otra, la rebelde, la cruel, la sangrienta? No encontré nunca un punto en que ambas visiones pudieran unirse, formar parte de una idea completa.

El día en que murió Romulo, muy poca gente fue a su velorio. Solo mis abuelos y unos pocos amigos desdibujados que salieron y entraron de la escena con timidez. Me recuerdo sentada en una silla, mirando su ataúd humilde y pensando con enorme tristeza, que finalmente no regreso a su isla querida. Tal vez porque ya no existía, pensé con un sobresalto. Alguien me puso entre las manos una fotografía suya: Un hombre joven sonriendo desde un hermoso malecón. Romulo atrapado en el tiempo, más allá de toda tristeza y consuelo. La Habana perdida, la que ya no existía. Recordé las fotografías de Fidel Castro que había visto en los libros, su rostro arrogante de líder mesiánico. Y me desconcertó de nuevo la sensación de comprender dos mitades de la historia, incompleta, sin sentido. Sin verdadera resolución entre sí.

En la Universidad, una buena cantidad de estudiantes idolatraban a Fidel Castro y a la Revolución Cubana. Supongo que resulta inevitable, en medio de ese ambiente contracultura y contestatario que toda juventud enarbola como bandera. Me sorprendió que en los terrenos del campus, las discusiones eran mucho más abiertas y francas que en cualquier libro, que todos los tímidos artículos y pequeñas reseñas que había consultado sobre la realidad en Cuba. Había una necesidad insistente de comprender el proceso político de la Isla pero también sus implicaciones reales sobre la política del continente, de su contribución a la historia. De pronto, se hizo mucho más sencillo entender la idea de Cuba como símbolo social. La visión de esa replantear lo esencial de la visión política, el intento fallido de reconstruir los conceptos de poder establecido y algo mucho más esencial quizás: la ideología como sostén de todo planteamiento social. Aún faltaban algunos años años para que Hugo Chavez Frías llegara a la escena política del país y la discusión sobre socialismo y justicia social tenía un sesgo casi inocente, un debate argumental basado simplemente en la noción de Venezuela como proclive al cambio, una mirada nueva a las relaciones de poder.

- Fidel Castro, además de un líder, es una especie instrumento político entre dos formas de asumir la política y el mundo como estructura de jerarquías - le comenté una vez a un compañero de clase, fiel defensor de la Revolución Cubana. Me miró entre ofendido y desconcertado.
- Es un reformador. Se atrevió a detener la intervención extranjera en su país, creó un nuevo sistema de asimilación ideológica funcional.

Recordé a Romulo, exiliado, solitario. Su velorio solitario. La fotografía del malecón triste y perdido para siempre. No todo era tan sencillo.

- La política no solo es lo que nutre y sostiene las relaciones de poder geopoliticas entre poderosos - insistí - Cuba no es solamente un Centro de poder político y de discusión ideológica. Es un Gobierno, uno de corte totalitario.
- No es tan sencillo.
- ¿Por qué no?
- Toda revolución se asimila a golpes de reestructuración y esfuerzo social - me respondió - lo que ocurre en Cuba es una reconstrucción de lo que fue, de lo que Bastidas dejó como instrumento social: una seudo democracia tambaleante, injusta y represora. La Revolución Cubana entregó al poder al pueblo...
- ¿Y los exiliados? ¿Los que lo perdieron todo? - le pregunté. Se revolvió incómodo en el pupitre.
- Si debias algo a la justicia, tendrías que huir, desde luego - especuló - pero la Revolución...

Pensé en lo inocente que eramos, en esa discusión sencilla, entre estudiantes, un debate sin verdadera profundidad sobre lo que realmente ocurría más allá de la teoria y de la apariencia en la Cuba Comunista. Yo seguía recordando a Romulo, solitario y cansado, recordando sin descanso un país que ya no existía. ¿Y como era Cuba ahora? El símbolo de un sistema de Gobierno que insistía en mostrar la bandera social como reivindicación pero cuyo acento parecía estar en otro estrato, en otra visión de las cosas. Una y otra vez, leí las crónicas de la época, las luchas sangrientas, los fusilamientos. La destrucción del pasado en beneficio de un presente tambaleante. El Che Guevara en las camisas de toda esa juventud que insistía en la necesidad de una transformación social. Cuando miraba la imagen, no podía dejar de pensar en los fusilados bajo sus ordenes, en su necesidad de imponer su criterio político a la fuerza. Su durísimo discurso en la ONU, insistiendo en la forma y la necesidad de crear un mundo nuevo sobre las cenizas del antiguo. ¿Quién es Cuba? ¿Cual es la promesa bajo su planteamiento radical?

Descubrí a Reinaldo Arenas y a Lezama por casualidad. Y fueron ambos escritores los que me contaron sobre la Cuba del pueblo, la de los paisajes arrasados, la ciudad agónica. Fue a través de Arenas que comprendí el verdadero alcance de la destrucción moral de un país donde la política lo era todo, incluso lo que naturalmente la contradecía. La política de odio, la tropicalización de la ideologia que insiste en la vulgarización de la conciencia colectiva. Una forma de comprender a Cuba, ya no a través  de sus símbolos, de la recurrente visión inaudita de sus luchas populares que solo permitieron al poder auto preservarse. Porque Cuba era algo más que la diatriba política en el libro de texto, porque la Cuba real, desborda la idea social y de exigencia cultural que desmonta toda percepción elemental sobre ella. Cuba son los campos de azucar abandonados, el temor en cada esquina, el malecón vacío. El dolor de una ciudad rota.

Nunca me agradó Hugo Chavez. No solo por su origen militar ni tampoco por el hecho que recurriera a la fuerza para intentar imponer sus ideas, que ya sería suficientemente grave. Me preocupó su simpatia por Fidel Castro, esa obsesión suya por la izquierda reaccionaria, el ideario de una revolución que aún estaba llena de grietas, quizás más que nunca antes. Lo escuché insistir en la antipolítica, en esa necesidad de brindar el poder al pueblo sin intermediarios. ¿No había sido ese el génesis de la revolución Cubana? pensé preocupada. Recuerdo que en más de una ocasión, me inquietó esa imagen de Chavez atlético, juvenil, con los brazos levantados, golpeándose los puños en señal de poder y de provocación. ¿Quienes somos más allá de nuestros simbolos? ¿A donde nos conduce esta visión confusa de nuestras aspiraciones sociales y culturales? Chavez, con su sonrisa maliciosa, con su verbo inusitado y sustancioso, parecía encarnar las viejas luchas de la Venezuela en busca de una identidad Política. Pero ¿A donde nos conducía?

La encrucijada en Venezuela resultó ser mucho más tortuosa que la Cubana, menos evidente, pero igualmente dura y sangrienta. Porque durante quince años, Venezuela ha intentado reconstruir la experiencia Cubana en medio de una situación geopolítica totalmente distinta, en una lucha de valores que carece de sentido y que parece quebrantada por su mera superficialidad. Porque mientras en Cuba Fidel Castro creó un nuevo concepto de poder, en Venezuela se reconstruyó la idea a golpes de efecto, de una visión anecdótica de una experiencia política que nunca terminó de tener verdadero sentido. Y el temor siempre está allí: de la ruptura de la visión del país, del enfrentamiento ideológico sin sentido. Un país que depende emocional y psicologicamente de una revolución a medias, trastocada por la historia reciente, aplastada por sus propios errores. Y es que la necesidad de los lideres Venezolanos de insistir en la visión Cubana, olvida la otra historia, la diminuta, la de las visiones resquebrajadas. Venezuela intenta una revolución que carece de sostén, el mismo intento de Cuba, que le llevó a no solo arrasar su identidad como nación sino a abrir una brecha dolorosa en el rostro de la historia.

Hace unas semanas, miré la fotografía de una bandera de Cuba quemándose en mitad de una manifestación callejera. Y no pensé en Fidel Castro, Monstruo histórico superviviente a su propio mito. Tampoco en el Che Guevara, irracional y carismático. Pensé en Romulo, que fumaba tabacos en la puerta de mi casa y sonreía con tristeza recordando la Cuba de su niñez. Y sentí un profundo dolor, no por la violencia del gesto, sino por el olvido a la Cuba real, a la que se esconde bajo la metáfora política. Esa coyuntura cristalina, durísima, sin sentido, que se desploma lentamente, que descubre un rostro anónimo.

Una revolución sin identidad. La caída del último muro racional.

C'est la vie.

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