sábado, 19 de abril de 2014

La bruja que contaba historias perdidas y otros relatos de corazones desconcertados.





En la oscuridad, el cielo nocturno parece interminable. Lo miro, con una sensación de infantil asombro. Como si el mero hecho de contemplar las estrellas, ese extraordinario brillo púrpura y plata, dejara de existir. Una vez leí que el Universo es el suspiro de un gigante dormido, de un sueño recordado a medias por un titan. De pie, temblando de frío, la metáfora me parece tan cierta como si fuera una certeza.

De niña, tenía el habito de tenderme en el techo de la casa de mi abuela a mirar las estrellas. Lo hacia por horas, sin otro propósito que sentir ese ligero vértigo, ese temor simple que me invadía en medio de la oscuridad y que parecía provocarme la mera visión de la cúpula celeste. No recuerdo muy bien como adquirí el habito, si me lo provocó alguna cosa o simplemente seguí ese instinto atávico del espíritu humano en busca de lo desconocido. Lo único muy claro, son esas largas horas en la oscuridad, mirando el tachonado de estrellas con los ojos muy abiertos, las manos apretadas contra la cornisa del yeso, sintiendo que el tiempo había dejado de transcurrir e incluso yo misma de existir. Había algo extraordinario en esa oscuridad que se elevaba, ondulante a mi alrededor. Un primitiva sensación de maravilla, de puro renacimiento.

Era todo un ritual. Cada noche esperaba que todos durmieran y entonces, tomaba mi manta favorita, la lámpara de lunas azules de mi mesa de noche y subía trabajosamente la pequeña terraza de mi abuela hasta tenderme en la plataforma de cemento desnuda, balanceandome con torpeza sobre las tejas que temblaban bajo mi peso. Sentía miedo - un ramalazo duro, agudo - y después alivio, cuando me sentaba sobre la sábanas extendida y me tendía de espaldas. Entonces el mundo desaparecía. La realidad se fundía en esa extraordinaria visión de la linea oblicua del horizonte, esa ligera irrealidad del mundo  que se elevaba brillante y diáfano a mi alrededor. Y era allí, en esas madrugadas calladas, en la humedad del rocío de la Caracas hija del Ávila que por primera vez pensé en mi misma como alguien más que una niña, en la mujer que me convertiría, en la anciana que sería muchos años más adelante. Contemplando las estrellas, con el corazón latiendome tan rápido que me llevaba esfuerzos respirar, por primera vez pensé en la palabra trascendencia. Eternidad.

Por supuesto, no podría decir que usé un término tan complejo para definir esa sensación de ausencia de limites, de silencio absoluto. Pero si, que la imagen del cielo interminable, las pequeñas lineas de estrellas brillantes dibujando mapas estelares misteriosas me sugieron algo más profundo sobre la realidad de lo que nunca había pensado. De pronto, me pregunté que había más allá del aire cristalino de esa oscuridad brillante. E imaginé, con esa claridad de mi imaginación salvaje, los mundos más alla, el sol resplandenciente. La maravilla de todo una nueva visión, que empeñecía el tiempo que vivía, mi fugaz visión de la vida. ¿Quién era yo, esta niña pequeña y delgaducha en aquella inmensidad? ¿Quien era yo, más allá de toda esta visión inquietante, donde lo humano parecía ser tan burdo como inncesario? de vez en cuando me encontré llorando, aterrada, ante la sensación de ser una brizna insignificante en una creación tan magna. La naturaleza en todo su portento recordandome mis limites, mis pequeña existencia. Pero otras veces, me imaginé más allá de todo, unida de alguna manera infinitesimal a esa vastedad, a las estrellas muertas que miraba y al sol radiante que me iluminaba. Y surgió la inevitable pregunta ¿Quién soy? Sin nombre, sin edad, solo viva ¿Cómo he llegado a formar partte de esta enorme visión de las cosas?

Me pregunté si alguien podría responder esas preguntas. Sabía que muchísimos sabios y grandes maestros habian pesado las mismas cosas en el pasado. Copernico, Galileo, Newton, todos miraron el cielo con temor reverencial. Se cuestionaron el misterio, se miraron así mismos como obras de ese absoluto desconocido que desborda lo que consideramos real. Pero intentaron explicarlo a través de la ciencia. Intentaron comprender el porque de ese pendular eterno de ese misterio Universal a través de números, aproximaciones y teorias. Y quizás no fue suficiente.

- No lo fue, por supuesto. Pero fue un buen comienzo - dijo mi tio L. cuando se lo pregunté. Nos encontrábamos en su pequeño cuarto de estudio, rodeado de libros y papeles. Era una habitación pequeñita, con el espacio suficiente para un escritorio destartalado y un anaquel repleto de curiosidades cientificas. Pero tenía una enorme ventana y por eso me agradaba tanto. La linea verde del Ávila se elevaba en el cristal y se confundía con el azul Caracas de una tarde radiante - la ciencia no puede explicarlo todo, pero la curiosidad te permite hacerte preguntas importas. Y el proceso de buscar respuestas, es una manera de seguir en el camino de la búsqueda, de negarte a dar todo por supuesto.

Mi tio siempre había amado las ciencias. Desde muy niño y a pesar de las creencias paganas de la familia, había resultado ser un libre pensador por naturaleza. Ahora, a principios de la veintena, era un aventajado estudiante de quimica en la Universidad Central de Venezuela. Me pregunté si por alguna alquimia misteriosa había heredado su amor a las ciencias, su inteligente visión del mundo. Quise creer que si.

- ¿Tu te haces esas mismas preguntas?

- Claro - respondió - todos los días, desde que recuerde. Soy cientifico porque tenía muchas preguntas que necesitaban respuestas e intenté respondermelas lo mejor posible.

Miré a mi alrededor. Había papeles llenos de calculos de aspecto abstruso en el suelo, formulas matemáticas escritas en marcador en la pequeña pizarra de plastico. Libros sobre aspectos de la ciencia que yo jamás había considerado. ¿Había respuestas para mis preguntas allí? ¿Alguna de esas complicadisimas formulas y sombolos podían hablarme del origen de los sueños, de esa definitiva conexión que sentía con las estrellas? Me pareció una idea asombrosa.

- ¿Encontrastre respuestas? - insistí - ¿Algo de todo esto respondió tus preguntas?
- No de todas, pero hizo que me hiciera muchas más.
- ¿Eso no es juego desesperante?

Mi tio sonrío. Me miró con ternura y ahora, a la distancia, me pregunto si le recordaba así mismo. Un niño impertinente que necesitaba entender el mundo, que había tomado un libro de ciencias para buscar en sus hojas la respuesta a lo inasible. Pero quizás no era ese el motivo de su sonrisa. Probablemente se trataba del misterio, la necesidad de comprender que nos unía. Me extendió un libro que había visto en su estanteria muchas veces y que siempre me habíoa llamado la atención: la solapa cubierta de una fotografía de las estrellas siempre me descocnertaba. Leí el nombre: "Cosmos" de Carl Sagan.

- Hojealo - me recomendó - te harás muchas muchas más preguntas.

Me gustó aquel enorme libro. Me gustó que su autor, el misterioso señor Sagan, me mostrara el Universo de una manera totalmente distinta. De pronto, las estrellas de mis noches tenían nombres, una historia que contarme, además de la que yo podía imaginarme sobre ellas. Aturdida y fascinada, miré por horas sus páginas coloridas, leí sus elocuentes explicaciones sobre esa enigma radiante del Universo, que cautivaba la imaginación de la humanidad desde su niñez. Y comprendí, que mi asombro, mi necesidad de comprender, era solo una sombra tibia de esa insistencia de la naturaleza humana, por encontrar un origen a sus temores, misterios y propios limites. Una visión esencial de si mismo tan espléndida que parecía abarcar no solo nuestra limitada naturaleza sino algo más profundo, inquieto y doloroso. El rostro de nuestra identidad más trascendental.

Pero a pesar de lo mucho que aprendí con el Señor Sagan, ocurrió exactamente como mi tio había predicho: comencé a hacerme más preguntas. ¿Había alguna lógica en ese mundo más allá del nuestro? ¿Todo se trataba de algo tan simple como una mera sucesión de accidentes? ¿Como podía explicar la sincronía a toda visión, a todo elemento que creaba el Universo? El jesuita que confesaba a las monjas bigotonas del colegio donde estudié rio en voz alta cuando me escuchó explicarle tales cosas en plena conversación de recreo.

- ¿Te preocupa quien hizo el Universo? Pues Dios - dijo. Su acento andaluz le daba un tono desenfadado incluso a sus frases más solemnes - es la respuesta obvia a toda confusión.

Sonreí y me pregunté si debía contestarle lo que pensaba. No me parecía tan sencillo asumir que la sola idea de la Divinidad creadora era la respuesta a todas nuestras preguntas. La divinidad era quizás el sentido más profundo de toda la visión, pero ¿Que había más allá? ¿Cual era el motivo de nuestra existencia? Antolin sacudió la cabeza, como si supiera en que estaba pensando.

- Querida Niña, Dios siempre parece ser la respuesta a todo lo que tememos, anhelamos e imaginamos - comentó. Me hizo una seña y caminamos juntos por el enorme jardin del colegio, rodeados de bullicio de las niñas que jugaban y reian en voz alta - Dios, como idea, lo asume todo, lo consume todo, lo crea todo. Pero los hombres inteligentes de todas las épocas y las niñitas curiosas como tu, se han hecho preguntas que desbordan la simple explicación religiosa. ¿Quienes somos? ¿A donde vamos? ¿Por qué vinimos?

- ¿Tu te has preguntado esas cosas? - pregunté asombrada. Me imaginaba a Antolin como un gran Toten de conocimiento y sabiduría. Un hombre imperturbable. Pero ahora resultaba que sí, que se entendía así mismo a través de preguntas. Como yo. Vaya que eso era curioso.

- Siempre. Desde chiquitin. Preguntaba de todo a todos. A mi madre, que era una campesina que solo le importaba el precio de café y a mi padre, que compraba butifarras para ver partidos de Futbol y mis preguntas le fastidiaban - me contestó. Ambos reímos por su descripción - pero sí, me hice muchas preguntas. Y por eso, me entregué a Dios.

- ¿Esperando que te respondiera? - pregunté muy asombrada.

- No, entenderlo a Él.

- Porque él es el Universo. O así lo veía yo.

- ¿Lograste entenderlo?

- Nadie puede entender a Dios - declaró al cabo de unos minutos. Lo hizo con una voz muy curiosa, como si se asombrara de su propia revelación - Imaginarlo, quizás. Pero entenderlo, de eso nada. La idea de la Divinidad es extraordinaria. Lo que si aprendí es que el hombre necesita entenderse como obra divina para sobrevivirse. Para no mirarse como parte de la nada absoluta.

Recordé la sensación que me invadía cuando miraba las estrellas, de espaldas sobre las tejas del techo de mi abuela. La nada absoluta, la infinita vastedad de la nada. El miedo me sacudió. La ciencia y la religión se seguían haciendo preguntas sin respuesta.

Eso me preocupó por semanas. Seguí leyendo sobre ciencia y también de religión. Las preguntas se multiplicaron, me hirieron, me asustaron, me atormentaron, me fascinaron. Había pocas respuestas, pero tal y como había dicho mi tio, continué cuestionándome a pesar del vacío. Porque de eso se trataba ¿No? Una infinita belleza sin respuesta. ¿Tenía alguna? ¿El Universo, todo lo creado tenía algún significado más allá que el que quisiera brindarle mi mente? No lo sabía. Pero seguí preguntándome del tema de manera casi obsesiva.


En su habitación de costura, mi abuela tenía una bella reproducción de una pintura DeLaroche colgada de la pared.  Era una obra muy rara: Una mujer joven flotaba muerta o quizás dormida, entre las aguas de un lago muy plácido. Más allá, se veía la figura de un hombre, que corría hacia a ella. O así me gustaba imaginarmelo, aunque nadie supiera realmente el motivo por el cual el pintor había imaginado a esa figura allí, en mitad de la noche silenciosa que veía dormir a la joven. O quizás velaba su muerte. La obra de arte siempre me había llamado la atención. Me parecía desconcertante y tan bella que me producía un tipo de sentimiento de perdida muy parecido al que me llenaba cuando miraba el cielo brillante de media noche.

- Abuela ¿Realmente crees en la Diosa? - pregunté. Mi abuela cosía lo que supuse sería uno de los raros vestidos que le gustaba usar: con botones en lugares extraños y pequeñas lineas de encaje sin ninguna utilidad. No pareció sorprenderse por mi pregunta, aunque no me respondió de inmediato: siguió cosiendo con dedos habiles unos minutos en silencio.

- Hace años creía que no - dijo por último. Su sinceridad me desconcertó - es decir, creía con toda sencillez en la fuerza de la naturaleza, en el poder de la Tierra, en la capacidad del amor para unirnos. Pero asumía se trataba de ideas humanas. Nada Divino. La Diosa las representaba todas.

- Pero no creías que existiera.

- En realidad dudaba que la entendiera. Imaginaba desde niña a una mujer espléndida y ultraterrena que había creado el Universo entero con sabiduría y amor. Esa imagen no me reconcilió con mi propia visión de adulta, no parecía responder a mis ideas sobre el mundo - me explicó - pero ahora sí creo. Y con profundidad.

- ¿Crees en que alguien nos creó y esas cosas?

- Alguien no, algo.

La palabra me sonó grosera, pero no quise interrumpirla. Mi abuela parecía muy concentrada ahora, cosiendo diminutas puntadas en la tela color marron. Noté entonces que eran pequeñas hojas de satén, que llenaban todo el cuello de un bonito vestido de verano. Me pareció algo muy hermoso. Me sorprendió la paciencia de mi abuela, su visión sobre la estética. Y de pronto, pensé en esas noches llenas de estrellas. Creación y significado. No comprendí muy bien las conexiones que hacia mi mente en ese momento, aunque ambas ideas parecian tener relación, una semejante que sin embargo, yo no podía ver.

- ¿Algo...como una criatura? - pregunté por último, inquieta. Miré de nuevo el cuadro de Delaroche. La mujer dormida - o muerta - flotaba en la oscuridad, con las muñecas atadas por un hilo dorado. ¿Qué era? ¿Oro? A las brujas las ataban en el medioevo y las arrojaban en el agua como castigo por su "desobediencia". La idea me inquietó, mirando aquella mujer plácida que flotaba a la deriva en la penumbra.

- No, algo como una energia inteligente. O algo que podriamos llamar inteligencia porque engloba todo lo que considero son muestras de inteligencia: la belleza, la fuerza, la imaginación, la ternura, el poder espiritual. Engloba también la crueldad, el dolor y la muerte. Engloba todo lo que soñamos y lo que no podemos concebir. Engloba la vida más allá de todo, y también lo que ya existió, lo que pudo existir.

- Como el Universo - dije, sin aliento. Sentí la misma emoción de mis noches plácidas bajo las estrellas. Es sensación extraordinaria, elemental de mirar el mundo más allá de mi misma, de mis limites. Siendo una niña, yo lo pensaba de esa manera, pero la idea era la misma, tan extraordinaria, tan enorme que abarcaba el todo de mis pensamientos, de lo que habitaba más allá. Sin que supiera por qué, se me llenaron los ojos de lágrimas.

- Como todo lo creado y lo que será, lo que fue. Ese orden infinitesimal de las cosas, que te une a ti y a mi, que me unirá en los años futuros con todos los que vendrán después de mi, lo que brinda sentido al palpitar de un corazón, al aleteo de una Mariposa.

- Todo es...

- Lo que imaginas. Polvo de estrellas. Como tu y yo, como cada ser humano que nació y murió. En eso creo.

Reí, fascinada. De pronto, la bruja del cuadro de Delaroche - porque eso era ¿verdad? - me pareció hermosa en su sueño lento, inacabado. Y sentí que mi mente flotaba, se hacia una con las estrellas, que se extendía más allá de todo norte. ¿Quién soy? ¿a donde voy? ¿Quien seré? El universo entero creandose así mismo en mi mente, en la visión de mi misma y lo que seré. Todo entre mis manos.

Divino.

La palabra se me escapó de los labios esa noche, mientras miraba la cúpula celeste de nuevo. Y hoy, mientras escribo esto, en la oscuridad, con una vela encendida. Y de pronto, todo tiene sentido. Todo es hermoso y misterioso, como lo describió el libro de Carl Sagan que aún conservo. Como el Cuadro de Delaroche que aún miro con frecuencia. Y somos, más allá de las preguntas y respuestas, una busqueda de significado, una necesidad de crear.

Una nueva forma de soñar.

El Universo entre los dedos. Un forma de construir una nueva realidad.

C'est la vie.

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