martes, 22 de abril de 2014

La ciudad que se recuerda: Caracas y su rostro real.





Casi todos los días, camino por la misma calle para tomar en el mismo lugar un autobús, que me llevará a cualquier parte de la ciudad.  Es una de esas rutinas asimiladas lentamente, que incorporas a tu vida cotidiana sin prestarle excesiva atención. Me detengo en la acera, junto con el habitual grupo de transeúntes y espero, un poco abrumada por el mal olor de la calle, el corneteo incesante y ese humor árido de Caracas, tan inevitable como natural. Pero también por supuesto, hay algo más: mientras aguardo, me aprieto contra el costado el bolso. Miro a mi alrededor una y otra vez. Me alejo del hombre alto que me dedicó una mirada furtiva, de la pareja de muchachos que cuchichean entre sí. La sensación es angustiosa, pero continuó sintiendola cuando me subo al autobus. Tengo miedo, un real y genuino miedo por lo que pueda suceder (me). Y tampoco se trata de una sensación espontánea, sin sentido o mucho menos inexplicable. Viviendo en la segunda ciudad más peligrosa del mundo, la lotería de la violencia es un peligro a tener en cuenta siempre, en todo momento, en todo lugar. Una identidad del país roto a pedazos, invisible pero latente. Una herida sin cicatrizar.


Porque en Caracas, tener miedo es algo común, es algo normal. Necesario quizás. Tienes miedo del desconocido que se acerca demasiado, del que te tropieza, del que te mira de manera casual. Tienes miedo de las calles y avenidas, de lo que puede - o no - ocurrir en el transporte público. De la madrugada, de la tarde en sombras, incluso del simple hecho de encontrarte equivocado en el momento equivocado. Porque en Caracas, la seguridad personal ya no es algo de precaución, de cuidar por donde caminas, de conocer la estratificación del peligro, de reconocer el mapa del riesgo. En Caracas, todos somos victimas aunque no lo sepamos, aunque todavía no llevemos el número de la estadistica colgado invisible en algún lugar de lo cotidiano. En Caracas vivimos apresuradamente, huyendo del peligro, abrumados por la posibilidad, inquietos por la presunción de peligro que brota de todas partes.

Mi madre me escucha inquieta cuando comento sobre el tema. Durante los últimos años, hemos tenido discusiones y enfrentamientos por el miedo. Porque puede tener mil nombres la discusión y tener cien formas el argumento, pero siempre es por el miedo. El no llegues tarde, el mira por donde vas, el ten cuidado con lo que haces. Eso, a pesar que ya crucé la treintena y disfruto de cierta independencia, que en realidad procuro en la medida de lo posible, cuidarme, medir mis pasos. Pero para mamá, eso no es suficiente. Quizás nunca lo sea. Porque para ella, Caracas es una amenaza, más que una ciudad.

- No se trata de cuidarte o no, hablamos que Caracas es peligrosa por el mero hecho de ser impredecible - me dice. Me ha estado comentado sobre la más reciente anécdota de la violencia: un hombre asaltó a B., su  secretaria,  en un vagón del Metro de Caracas. La amenazó con un cuchillo, delante de un grupo de usuarios, que retrocedieron aterrorizados. Nadie intervino, ni siquiera alguien lo intentó. Solo miraron como el hombre le arrebata la cartera a B. y después la golpeaba en pleno rostro, rompiéndole la nariz y un par de dientes. Cuando bajó del Metro, el resto de los pasajeros se alejaron de ella, sin mirarla, abrumados por una especie de verguenza colectiva. Ningún medio reseña el hecho, uno más entre los cientos de anecdotas de la violencia que pululan en la ciudad. La violencia como parte del paisaje natural de la ciudad.
- Se trata de algo más - digo - se trata de la idea de Caracas como toda una mezcla de sus dolores, de sus defectos. Caracas es Caracas.
- Poesia - me reclama - Caracas nunca fue tan peligrosa ni tan cruel. Antes...
- ¿Cuanto antes?

Mamá frunce los labios. Esta conversación ya la hemos sostenido antes, tantas veces que siempre parece a misma. Mi mamá recuerda una Caracas que no existe, que no comprendo: la Caracas de las calles animadas, de la vida nocturna radiante. La Caracas desbordante de progreso, la Caracas cosmopolita, la Caracas que aspiraba algo más que su destino de simple reconstrucción Urbana. La Caracas que yo conozco es otra: una durísima, destrozada por cien formas de indolencia, resquebrajada por el peso del dolor, de la pobreza, de la indiferencia. La Caracas que cierra puertas para protegerse, la cubierta de rejas. La que es testigo de muertes y dolor. Esa Caracas, la mia, no se parece a la suya.

- Caracas es consecuencia de la historia de este país, más que ninguna otra región o lugar de Venezuela - me dice - Caracas fue primero un sueño: Guzman Blanco la soñó bonita, afracesada y falsa. Luego Perez Jimenez la convirtió en simbolo, la reconstruyó, le brindó un lugar en sus ideas de lo que debía ser el país, ordenado y bajo la bota militar. Adecos y copeyanos se la disputaron. El Chavismo la utiliza.

Todo eso es verdad, pero incluso a pesar de la profusión de simbolos, de ideas y de planteamiento, Caracas sigue sobreviviendo a todo. A pesar incluso, de esa transformación constante, de la insistencia de mirarla como parte de la historia y a la vez como metáfora de un país adolescente, muy niño. Y es que Caracas es lo que creemos de ella, lo que asumimos existe a medias, lo que vemos desde nuestra parcela de la realidad. Caracas puede ser esta ciudad rota y desordenada, el casco histórico a medio rehacer, los barrios variopintos a su alrededor. Puede ser la historia, la que se cuenta todos los días, la que se asume progresista. Pero Caracas es también, un recuerdo de lo que pudo haber sido. De lo que ya no será. Mi mamá sonríe cuando me cuenta la primera vez que visitó el teatro Teresa Carreño y se impresionó por sus dimensiones, por lo que significaba.

- Un teatro a la altura del primer mundo - me dice - eso fue lo primero que pensé cuando subí por la enorme escalera mecánica, mirandolo todo como si no pudiera creermelo. El teatro entero olía a nuevo, y era una emblema de la Venezuela Saudita. No había comparación con otra estructura en el país y lo que pensé "Y lo que nos espera".

No comento nada, pero me entristece el pensamiento. Hace unos cuantos meses, visité el Teatro Teresa Carreño y me entristeció encontrar justo lo contrario a lo que mi madre cuenta. Las paredes agrietadas. Los pisos un poco deslustrados. El Teatro lleno por los cuatro costados de un aire de decandencia lamentable. Y aún así, continúa pareciendome hermoso, desde luego. A pesar de los jardines secos, de las pequeñas señales de deterioro que nadie se ocupa de restañar y reparar. Como Caracas, con su rostro pintarrejeado para ocultar las arrugas, con la boca torcida de pura amargura. Pero es Caracas, y así la quiero.

- A Caracas se le quiere porque no queda de otra - me dice F., vendedor de frutas en la Esquina justo al frente de la Iglesia de Altagracia. Voy por allí de vez en cuando, en mi constante deambular por recuperar a Caracas, por recordar como era aunque no la haya vivido. Pero F., es un optimista: lo es incluso en estos tiempos descreídos donde no encuentra azúcar para el jugo y las naranjas son tan costosas que apenas puede comprarlas. Pero el sigue vendiendo el juego porque es "bueno para el corazón" y sus clientes de siempre se los compran. Como yo. Saboreo el sabor muy ácido de las naranjas recién exprimidas con una sensación de emoción casi infantil. Sabe a historia, a pequeños milagros en medio de esta ciudad que no cree en nadie.

- A veces le tengo más miedo de lo que la quiero - le respondo. Mi amigo sacude la cabeza, desgreñado y venerable, con sus arrugas de sol rodeando su sonrisa.

- Mija, el miedo es fácil. Sencillisimo pues: uno le tiene miedo a todo, o podría tenerselo. Pero Caracas es otra cosa, es una identidad, es un temor sí, pero también una felicidad, un pequeñas cosas. El olor de las cosas que uno vivió en ella. De cada cosa que se atesora.

Que poético, pienso terminandome de un trago el jugo con una mueca. Que exquisito momento en este, donde Caracas es casi bonita con la cúpula de la Iglesia brillando al sol y este calor beatifico del Verano eterno. Y el olor a ciudad, que es acre, duro y bonito. El olor a todas las cosas. Encaramada en el muro cercano a medio construir, conversando con F., siento que la vida transcurre muy rápido, que tiene incluso un buen sabor. Supongo que así recuerda mi madre a Caracas, a la que fue y ya se desdibuja en el horizonte de la realidad dura y violenta que soportamos en la actualidad.

Y es que para mi la ciudad es otra cosa. Es este jadeo de temor que me sale del pecho mientras camino por sus calles. El mirar sobre el hombro para saber donde está el peligro. Pero también es el Ávila, tan radiante que incluso a veces me irrita. Que gusto detenerme en cualquier parte para asombrarse por su linea verde y magestuosa, que delicia sonreír, para contemplar su verde inolvidable. Y aún así; no es suficiente. No lo es en medio de la angustia, del sonido de la refriega, del temor.

Mi editor es un hombre colosal. Es la primera palabra que se me ocurre mientras conversamos sentados en la terraza de la Escuela de fotografía donde trabajo. El Ávila otra vez, retoza tranquilo sobre los muros blancos, extraordinario y brillante. Hoy, el cielo azul Caracas lo borda, lo decora, lo pule. Tiene una abundante melena alborotada, una maravillosa barba que rebosa personalidad y una sonrisa de pillo, maliciosa y encantadora. Es la que me dedica cuando le digo que amo a Caracas, que la extraño aunque no la conocí antes que esto. Mi editor sacude la cabeza y suelta una risita.

- Eso es inocencia. Caracas no quiere a nadie, no le importa querer a nadie - dice. Suspira. Mira al Ávila a través de sus lentes oscuros - es una hembra, una mujer dura y loca. Esteril. No te da nada, te lo arrebata todo. Pero igual la amas así, a pesar de todo. La amas, la llevas a todas partes. Las sostienes, la acunas entre los brazos. Caracas es todo, y no es nada. Pero puede serlo.

Es verdad. Y aunque la poesia la describe a medias, también esa ciudad suya de contrastes es la que encuentro a diario, con la que tropiezo con más frecuencia. La Caracas que miro a través del cristal sucio de la ventana del Autobus, la que relumbra cuando cruzo la calle a la carrera, entre gritos y el tráfico ensordecedor. La silenciosa de los jardines pequeños y olvidados. La dura, de las noches aterradoras. Y también, la de la violencia. La del Este que lucha, la del Oeste que duerme plácida. ¿Quien eres? Le pregunto con frecuencia. ¿Quienes somos cuando formamos parte de su historia?

El Calvario siempre será un lugar privilegiado. Levanto la cámara instantánea con las manos temblorosas. Te quiero Caracas, necesito mirarte. Quiero contemplarte más allá del miedo. ¿Quien eres? El click sonoro me sorprende, me duele, me desconcierta. Parpadeo. Aguardo mientras la fotografía aparece lentamente en el pedazo de papel. Y de pronto, allí está Caracas, la que yo veo, más allá de la muerte y el sufrimiento, más allá del temor. Caracas, inamovible, un recuerdo. La nada que retoza, la belleza que es frágil y simple. La que existe y podría no existir.

Miro la fotografía de Caracas mientras escribo. Y también la otra imagen, la que se cuela  a través de la ventana entreabierta. La azul radiante, la maloliente, la real. La cruel. Me pregunto entonces quién eres tu, a donde vas, quien es el deseo. A quien temo y quien soy cuando te miro. Las respuestas son tantas que creo todas son valiosas: eres más allá que eso, más allá de lo que sueñas y paladeas. Te amo, te odio, te necesito, te recuerdo, eres todo lo que soy y más allá, lo que fui. Un recuerdo a trozos. Una visión de mi mundo resquebrajado y quizás borroso, pero real. Esa eres tu, pienso, acariciando con la punta de los dedos la fotografía, esa instantánea que empieza a desdibujarse.

Y quizás, no seas otra cosa que lo deseo mirar de ti, me digo. Lo que no podré recuperar jamás.

C'est la vie.

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