miércoles, 9 de mayo de 2018

Crónicas de la feminista defectuosa: Del ser mujer y no morir en el intento en un mundo que olvida con facilidad.





Uno de mis amigos suele decir que me tomó las cosas con “excesiva intensidad”. Lo dice, mientras lloro debido a la noticia de la violación de una niña pequeña en la India, quién además fue torturada y quemada viva. Me quedo un poco desconcertada por el comentario pero sobre todo, la sensación que para él, mi preocupación por la horrible circunstancia que padeció la víctima antes de morir es excesiva o cuando menos, incomprensible.

— Era una niña de catorce años — le digo por último. Intento contener el enojo pero esas cosas jamás se me dan demasiado bien — que fue violada y quemada viva. Sólo porque era una niña, porque su agresor podía hacerlo y porque su país todavía normaliza semejantes atrocidades.

Silencio. Mi amigo suspira, como si lamentara haber provocado semejante discusión en lo que parecía ser sólo una conversación casual. En un intento de tranquilizarme, dejo la tableta a un lado, con el rostro de la niña flotando sobre la pantalla. En un acto de discreto respeto, le cubren los ojos con una cuadrícula digital, pero el resto de sus pequeñas facciones morenas son muy visibles. El cabello largo, un sari color verde que le cubre los hombros delgadisimos. Una niña de catorce años, que pudo vivir cualquier cosa, aspirar al mundo entero. Una niña que seguramente soñaba con las mismas cosas que cualquiera de su edad, que reía a carcajadas espontáneas, que se enfurruñaba con papá y mamá por sus exigencias y discusiones sin importancia. Ahora, es una víctima. Un símbolo de un tipo de violencia tan cruel y temible que me provoca un escalofrío de pura angustia.

— Pero es en la India — insiste mi amigo. Enarca la ceja, toma la taza de café en la mesa que compartimos y toma un sorbo con cuidado — ¿Que coño te importa lo que le pase a nadie en la India? Preocupate por Venezuela, que bien jodidos estamos.

Me contengo para responder la respuesta que de inmediato formulo en mi mente: el egocentrismo simple y banal con que en la actualidad, analizamos la violencia ya sea de género o de cualquier otro tipo, la mirada de temible indiferencia con que desdeñamos el horror, como si se tratara de una mera idea abstracta. Quizás lo es, me digo con el corazón latiendo tan rápido que me lleva esfuerzos respirar. Tal vez, para la mayoría de la gente la violencia son la sucesión de noticias desgarradoras que atraviesan los medios de comunicación y las redes sociales, en una interminable escenario tenebroso que muestra en eterna sucesión los peores dolores y sufrimientos de nuestra cultura. ¿Será ese el efecto de la inmediatez? me pregunto aturdida, desconsolada. ¿Será esa la noción más dura y angustiosa sobre ese cinismo contemporáneo que se construye a diario? No lo sé. Sin duda peco de ingenua al dudarlo. O incluso, sólo analizarlo desde un idealismo frágil y quebradizo.

— El machismo y la violencia están en todas partes — respondo por fin — me preocupa esta niña asesinada en la India y la que violan en Maracaibo. Me preocupa de la misma manera y por las mismas razones. ¿No se trata de eso, la globalización? ¿La aldea Global?

Mi amigo chasquea la lengua, sacude la cabeza. Nos conocemos hace más de doce años y hemos sostenido conversaciones parecidas más de una vez. Para él, todo lo relacionado con el machismo es un mal inevitable, endémico y asimilado por nuestra cultura, imposible de analizar de otro modo. En más de una ocasión me ha insistido que el feminismo es como batallar como contra un Molino monstruoso que además, se multiplica por cada piedra que cae. “Nuestro continente es machista, el mundo es machista. Educa a las mujeres para que no acepten semejante trato. Pero no podrás destruir un sistema que se sustenta de todo lo que consume y lo alimenta a diario” me dijo en una de nuestras discusiones más duras, hace un par de años.

— ¿Qué debo hacer entonces? ¿Renunciar a la esperanza?
 — Entender el mundo en que vives — me respondió. Y no lo hizo con malicia y mucho menos, con dureza. Lo hizo con una cierta resignación que dolió. Sacudí la cabeza.
 — No puedo imaginar que el mundo debe ser así — insistí. Se encogió de hombros.
 — Pero lo es.

Recuerdo esa discusión mientras intento terminar la taza de café que sostengo entre las manos. De vez en cuando, echo una mirada a la tablet y miro el rostro de la niña muerta. Enciendo la pantalla solo para eso. Una niña pequeña, una niña que murió aterrorizada, que no debió padecer semejante suplicio, que no debió…los ojos se me llenan de lágrimas otra vez.

— Te tomas todo a la tremenda — dice de nuevo mi amigo, mirándome con amabilidad — no hace falta sufrir por un mundo borroso, sin mucho sentido.

Silencio otra vez. La niña de la pantalla está sonriendo: dientes pequeños, muy blancos. La trenza gruesa sobre el hombro. Y pienso que por ella — por todas las que son como ella y han sufrido el mismo suplicio que ella — vale la pena la insistencia, la persistencia, la batalla diaria, la preocupación, la negativa a la indiferencia. Lo vale. Lo merece. Resulta inevitable.

***

Hace unos cuantos años, una amiga me contó con detalles su dolorosa ruptura con su novio por más de tres años luego que descubriera le era infiel con una mujer con la que trabajaba. Me habló sobre los días de dolor devastador, los silencios en la casa vacía y sobre todo, la sensación ambivalente y demoledora que había perdido una parte de sí misma. La escuché con toda la empatía de la que fui capaz y como toda buena amiga, me dediqué a despotricar contra el novio ausente con toda la buena fe que pude reunir. Ella me escuchó, sonrió y se secó las lágrimas.

- Espero que la mujer esa con la que me fue infiel sufra el peor castigo del infierno — me dijo. Parpadee.
- Él se lo merece mucho más.
- Él es sólo un hombre.

No supe que responder a eso. No sólo por el hecho que la frase parecía englobar un directo menosprecio al que fue su pareja por casi un lustro sino además, justificar su conducta a un nivel que me resultaba incomprensible. Carraspeé la garganta, incómoda.

- Pero él era quien tenía una relación y un compromiso emocional contigo.
- ¡Ella se le metió por los ojos! — insistió. Las mejillas se le colorearon de pura furia — Estábamos bien hasta que ella…

Se queda sin palabras, traga saliva. Como buena amiga que soy, debería darle una palmadita en la espalda y asegurarle que esa “otra mujer”, la “puta” que le “arrebató” al que consideraba el hombre de su vida, sufrirá todos los martirios del infierno. Que tendrá que soportar la verguenza y la ignominia de haber provocado la ruptura de una pareja perfecta. Pero simplemente no puedo: no encuentro el argumento, la razón, el objetivo de insistir en una idea tan engañosa como esa, de adornar la verdad con esa noción sobre la culpabilidad difusa, el estigma de la mujer caníbal capaz de destrozar cualquier relación emocional a su antojo. En lugar de eso sacudo la cabeza, le tomo de la mano y me preparo para lo que supongo, será una discusión incómoda.

- Ya había problemas antes que llegara esa mujer — comienzo — la relación no dejó de funcionar porque un tercero apareció en escena. Lo hizo porque algo ocurriría complejo entre ambos que no llegó a resolverse. Él actuó de manera cobarde, violenta y grosera hacia a ti. Es él quien es el responsable de todo lo que está ocurriendo.

Mi amiga se secó las lágrimas con el dorso de la mano y me dedicó una rara mirada de furia. Sacudió la cabeza y noté que se ponía rígida, como si cada una de mis palabras la ofendieran de una manera secreta que yo no comprendía muy bien. Tal vez era así, me dije con un sobresalto, como si cayera en cuenta por primera vez de la compleja interconexión de ideas que sostenía todo su razonamiento. No sólo se trataba de una disculpa tácita al comportamiento de su ex pareja sino una justificación — absurda e incompleta, pero justificación al fin — sobre el dolor que le había causado.

- Él me quería antes que esa mujer…
-Quien tenía una relación era él, no ella — ahora me siento una verguenza inexplicable — desde el punto que lo mires, él es quien traicionó tu confianza, te mintió y destrozó lo que había entre ambos.

Que difícil resulta poner en palabras algo tan simple cuando quien te escucha necesita la barrera de cierta ignorancia ingenua para atravesar un sufrimiento íntimo. Que complicado es el hecho de analizar con una distancia objetiva un asunto emocional con tantas implicaciones distintas. Me arrepentí de haberlo hecho, cuando mi amiga se levantó del sofá donde estaba tendida y me dedicó una larga mirada apreciativa, como si le resultara una desconocida. Quizás lo éramos, pensé de súbito. Luego de años de amistad y una larga historia en común, lo más probable es que no nos conocieramos en absoluto.

- Cuando alguien te joda como esa puta me jodió a mi, me hablarás de tus ideas feministas — me gritó y lo hizo con una sinceridad que me rompió el corazón — ¡Allí entenderás de qué hablo!

Por supuesto, no tenía cómo responder a eso sin herirla, de manera que opté esta vez por el silencio. Aún así, seguí pensando en su reacción — en el sufrimiento que parecía ocultar una callada conciencia sobre lo que podía significar lo que yo había sugerido — muchos meses después. Preguntándome con enorme preocupación el motivo por el cual la cultura en que nacimos comprende a la mujer y al hombre — y las relaciones entre ambos — de manera tan confusa. Una visión fragmentada sobre quienes somos y quienes podemos ser.

***

Es curioso como se recuerdan algunos momentos que luego comprendes fueron importantes en tu vida. En mi caso, lo hago a través de anécdotas. Por ejemplo, recuerdo con mucha claridad la primera vez que pensé sobre la manera distorsionada como la sociedad percibe a la mujer: fue durante una prosaica consulta odontológica y lo hice luego de leer un cuento muy estúpido titulado “Te perdí y te amé”. Tenía unos dieciséis años y como dije, me encontraba en el lugar más extraño que se pueda imaginar para recibir una iluminación moral. El cuento al que me refiero venía incluido en una arrugada edición de la por entonces popularisima revista “Tu” que me encontré en un polvoriento revistero y que leí por aburrimiento. Sí, yo y mi mala maña de leer todo lo que se me pasa por las manos. Pero ese es otro tema. Volviendo al del cuento, recuerdo que se trataba de un relato de una chica de mi edad que había descubierto que su amadísimo y al parecer no tan confiable novio, le había sido infiel. El pequeño drama a tres actos dejaba bien claro un par de cosas desde el principio: que nuestra sufrida protagonista era una chica “buena” que no había querido salir la noche de la “infamia”, que el chico era torpe e irresponsable…y que la otra era poco menos que una puta. Así, a las claras. Porque de hecho, durante las tres páginas del cuento — que leí en diez minutos que no recuperaré jamás y que sigo lamentando — la autora se dedicó fue a dejar bien claro que el problema no era su juventud, la estupidez del novio…sino esa pérfida chica de minifalda que había “engatusado” al pobre hombre inocente, a esa víctima de los zapatos de tacón alto y el lápiz labial. A esa chica, a la “fácil” se le acusaba de todo. La sufriente y herida novia engañada la llenó de epítetos, la acusó de ser el motivo de sus lágrimas de niña dulce y “ de su casa” y el grupo de adolescentes imaginarios del cuento, la apoyó. Un poco asombrada — e irritada — recuerdo tomé un bolígrafo y allí mismo, comencé a reescribir la historia por los bordes de las hojas, contando como la chica de la minifalda se sentía usada por el sexo de una noche, por haberse ido a la cama con un sujeto que no le dedicó ni un solo pensamiento como no fuera el de acusarla por su necedad. Imaginé a la chica, ya sin maquillaje que la hacía ver mayor, sentada en la orilla de una cama pequeña, como de niña, con los ojos enrojecidos de llorar, luego que alguien le llamaba para contarle lo que el chico que tanto le había gustado unas noches antes decía de ella. La imaginé tan claro que llené la revista de palabras y de acusaciones. Y cuando mi odontologo me atendió, estaba tan disgustada que le pedí cambiar la cita para otro día que me sintiera mejor. Caminé por la calle, ofendida, como si los personajes del cuento fueran reales y después, me pregunté porque me sentía de esa manera.

- Porque son reales — me contestó mi tía L., deslenguada y directa, cuando le conté la anécdota — eso ocurre siempre, a toda hora. Y obviamente, ese cuento pendejo es una manera de dejar bien claro los roles que una chica debe cumplir y los que debe evitar.

De nuevo, me imaginé a la chica “buena”. Y me pregunté en que consistía exactamente esa “bondad”, cuál era el sentido de ese estereotipo tan socorrido y que parece estar en todas partes. La mujer que sonríe siempre con amabilidad, la mujer que “es difícil”, la mujer “decente”. Más allá, la abnegada, la que sostiene el hogar. Y mucho más allá, la anciana venerable, la que se recuerda cómo esa identidad intachable. Me dio escalofríos imaginarme a mi misma de esa manera, preguntarme dónde encajaba yo en todo eso. Mi tia L., soltó una de sus escandalosas carcajadas.

- Mejor te acostumbras — me dijo después — porque ni tu ni yo, o cualquier mujer inteligente, calza en nada de eso. Lo femenino es poder pero para entender eso hay que ejercerlo.

Nunca olvidé la frase y ahora que escribo esto, sonrío al recordarla otra vez.

Hablar sobre la mujer no es sencillo. Podría parecerlo, en una época donde la sociedad aboga por la igualdad y las diferencias de género se acortan. Después de todo, la identidad femenina ha conseguido triunfos significativos en independencia, equidad y sobre todo, su percepción como parte de una idea cultural igualitaria. O eso podría pensarse, en un análisis superficial. Porque aunque es una visión esperanzadora — justa, en realidad — es tan irreal como cualquier otra que pueda sustentarse sobre una futura reintrepretación de roles culturales. Actualmente, la mujer continúa siendo menospreciada y sobre todo, disminuida en su identidad cultural y social en numerosos países del mundo y lo que es aún peor, forma parte de una estadística ciega, marginal que pocas veces se incluye dentro de una visión global de sociedad. Parece exagerado lo que digo ¿verdad? También me gustaría pensar que se trata de una exageración. De una mera interpretación sobre lo femenino en medio de una cultura que aspira a la igualdad. Pero no lo es, y los ejemplos sobran y lo que es peor, se multiplican, quizás consecuencia de esa necesidad cultural de mirar hacia otra parte, de analizar las ideas de una perspectiva más permisiva, en lo que a la mujer respecta.

***

Una vez leí que por mucho tiempo, el peor castigo que la sociedad Cristiana patriarcal había esgrimido contra las herederas de Eva había sido el anonimato. Encontré la frase en un interesante libro sobre la mujer y la liberación intelectual y jamás la olvidé, aunque me llevó unos buenos años comprenderla. No es fácil, aceptar que la sociedad donde vives, mira a la mujer de reojo, tiene una opinión sobre ella que parece superar y sobrepasar tu individualidad. Y tampoco es fácil notarlo, aunque los indicios parecen estar en todas partes: desde niña, te educan — te presionan — para amoldarte a un rol social tan especifico que resulta asfixiante, restrictivo. Y esa obligación del deber ser, del eres-una-mujer-y-eso-implica-un comportamiento está en todas partes. Recuerdo las ocasiones en una de mis vecinas me preguntó muy seriamente si mi madre no me reprendía por llevar el cabello suelto y sin peinar. Por entonces, tenía unos ocho o nueve años y nunca, que yo recordara, había tenido la necesidad de peinarme otra manera que no fuera con los dedos, para quitarme los mechones de cabello enredado de la cara. Por supuesto, eso a mi vecina, tan mujer tradicional — la que sea que signifique eso — eso le parecía incomprensible.

- ¿Y tu mamá no te regaña por andar asi toda desaliñada? — me preguntó. Recuerdo que su pregunta me pareció muy extraña. Mi mamá era una mujer muy pulcra y femenina pero que a la vez, no consideraba que llevar maquillaje o ir bien peinada significara otra cosa que solo eso: Una manera de apreciar su propia estética. Por supuesto, era muy pequeña para pensar en esos términos, pero si sabia algo muy concreto: A mi mamá le importaba muy poco si llevaba la camiseta dentro del pantalón, el cabello recogido con un lacito o los zapatos limpios. Mi mamá y mi abuela, podían estar muy en desacuerdo con muchas cosas, pero en lo que ambas parecían coincidir era demostrarme desde niña que la mujer lo es esencialmente por algo más tangible que la manera de vestirse o llevar el cabello.
- No, yo nunca me peino — respondí, resumiendo todos esos pensamientos de la mejor manera que supe. Mi vecina me dedicó una mirada dura.
- Eso es de niños.
- Yo soy una niña y no me peino.
- Por eso está mal.
- ¿Quién lo dice?

La anciana apretó los labios. Era una mujer muy bonita, con su cabello castaño bien teñido siempre peinado cuidadosamente, los ojos maquillados y la ropa impecable. Había algo en ella contenido, preocupado, tenso. Siempre me producía la impresión que esa nítida higiene personal tenía algo de duro, como una superficie muy pulida que cuesta esfuerzo mantener. Con ocho años, no lo pensé en términos tan complejos. Quizás ni siquiera lo razoné: solo supe que no quería ser así.

Porque a la mujer se le exige: la sociedad asume una identidad para lo que considera femenino a trozos de muchas ideas sobre lo femenino que no parecen encajar muy bien. Hablamos de todas esas variaciones de la mujer que forman parte del imaginario popular: La hija disciplinada, la mujer joven decorosa, la madre abnegada, la anciana cálida. ¿Qué ocurre con quienes no encajamos allí? ¿Qué ocurre con las que no nos miramos como parte de una idea de género sino como parte de una conciencia individual? Al rincón de los marginados, pienso con frecuencia. A esa zona de las que no entienden — ni quieren — un nombre o una imagen que completar, que insisten en mirarse más allá del rol legal, formal, cultural y social que obtuvieron por el solo hecho de nacer con un útero y una vagina. De rol biológico a la estereotipo cultural sólo hay un par de tetas, escuché decir una vez a mi tía L, y aunque en un primer momento la frase me hizo reír, con el correr de los años terminé temiendole un poco. Porque la mujer, lo que somos, lo que aspiramos a ser, rebasa la visión paternal de una cultura que nos mira a través de esa diminuta rendija, que nos define a medias y que nunca nos comprende en realidad.

***

En una ocasión una de mis profesoras de fotografía favoritas tomó una imagen que siempre me ha gustado muchísimo: es un plano amplio de un automóvil destartalado frente a una pared rota. Más allá, un grafiti declara que “Caracas no cree en Nadie”. Cuando vi la foto, pensé que la misma frase puede aplicarse a su manera de ver la vida. Con cuarenta años, madre, esposa, fotógrafa y sobre todo muy consciente de su identidad, mi profesora suele burlarse de esa visión de lo femenino. Más de una vez, le he escuchado insistir que no entiende a las mujeres, y probablemente, más que una provocación, es totalmente cierto. Porque mi profesora, con sus hombros tatuados en brillantes colores, su visión crítica del mundo y su muy asimilada idea sobre el mundo, no encaja — ni lo intenta — en el mundo femenino de nuestro país. A veces la miro, con sus bonitos anteojos de pasta, riendo y bromeando, y pienso en que ella, como mi foto favorita de las suyas, no cree en nadie. No cree en la cultura que intenta darle una identidad, ni tampoco en lo femenino que se impone. Esa mujer inexistente que la mujer real rebasa, que parece solo existir en la imaginación popular.

Pienso en esas cosas con frecuencia. Lo pienso cuando camino por la calle, mirando a las mujeres con las cuales me tropiezo. Las que caminan con los hijos llevando a sus hijos cargados, las muy hermosas, las temerosas, las tímidas, las que apenas sonríen, las que sonríen con alegría. Me pregunto que pensarán sobre si mismas, en un país que las define y las analiza como un elemento concreto en una fórmula primitiva. Pienso en eso cuando converso con mis amigas y me tachan de exagerada, de feminista, de simplemente inconforme. Pienso en eso y con mucha preocupación, cuando leo las múltiples noticias sobre abusos, violaciones, maltrato que abundan en nuestro país y que son noticia de segunda pagina, esas que casi nunca llegan a titulares, que forman parte de la crónica roja anónima de un país muy violento. Pero yo si las leo. Las leo angustiada, con una sensación de pequeño desastre. Cuando era más joven, las recortaba y las guardaba. Leía de vez en cuando esa dolorosa historia del desastre, del anonimato de la violencia contra la mujer. Era mi manera de declarar mi personal intención de no olvidar, de quizás, recordar a esas olvidadas de siempre, esos fragmentos de historia que nadie quería recordar después. Todavía lo hago de vez en cuando, aunque no con tanta frecuencia.

Quizás me rebasó la violencia de la realidad, ese lento repiqueteo de noticias que demuestran cómo a pesar de los avances y conquistas, del lento trayecto de la mujer hacia la igualdad, el temor y el miedo continúa siendo la realidad para muchas en numerosos países del mundo. Ejemplos sobran: como la “Subasta de Vírgenes en Colombia”, una práctica aberrante que parece popularizarse en las zonas más pobres del vecino país o los matrimonios infantiles, una costumbre primitiva que recientemente cobró la vida de una niña de ochos años, que falleció debido a las heridas internas que sufrió cuando el hombre con quien contrajo matrimonio — y que le cuadriplicaba la edad — consumó el matrimonio. Lo monstruoso del hecho, junto con la aparente indiferencia con que el mundo se toma la noticia no solo me asombra, sino me enfurece. ¿Qué ocurre con la percepción cultural sobre la mujer? ¿Lo que asumimos como parte de esa visión concreta sobre lo que es lo femenino?

Leo la noticia de la niña muerta en la India varias veces y una cólera ciega y dolorosa me abruma. Más tarde, la encontré en un periódico y ahora, tengo dos imágenes de la niña, recortada con cuidado. Una adolescente de huesos largos y elegantes, sonriendo junto a su padre y su madre. Porque es una de las cientos de noticias sobre hechos parecidos que encuentro y que seguramente encontraré en el futuro. Como por ejemplo, el de un asesinato de una niña de quince años obligada a contraer matrimonio con un hombre que le triplicaba la edad. El hecho ocurrió en Singapur y nadie pareció demasiado extrañado, preocupado. "No es la primera vez que ocurre" escribió alguien, con cierto cinismo. Lo que más me enfureció - me irritó, me hirió - fue los comentarios de los supuestos blogger "defensores" de la memoria de la niña muerta que se citan en el artículo, como para dejar bien claro que alguien se opone y lamenta de una niña pequeña por un abuso sexual brutal, con la complicidad por familiares y lo que es peor, la ley. Uno de ellos comentaba: "¿Nadie notó que era muy joven y que había que esperar un poco de tiempo?". A lo cual, me pregunto: ¿Nadie asume la responsabilidad de una deformación social tan grave como retrógrada que insiste que la mujer es una huérfana moral? ¿Hasta cuando la cultura de un buen número de países insiste en mirar a la mujer como una criatura sin voluntad, secundaria en la interpretación legal y sujeta a restricciones demenciales como la que ocasionó la muerte de esa niña? No es que habría tenido que esperarse un tiempo, es que una NINGUNA MUJER debe contraer matrimonio contra su voluntad por ningún motivo, no importa la razón cultural que crea pueda imponer una idea social para hacerlo justificable. Por favor, basta del maltrato de menospreciar lo femenino como un subproducto barato de la sociedad.

Arrojo el periódico al suelo. La niña de la fotografía que ilustra la noticia parece mirarme, con sus enormes ojos inocentes cubiertos por el tul de un vestido de novia que le viene enorme en talla y significado. No sé si se trata de un retrato de la niña muerta o cualquier otra padeciendo la misma situación. Y no importa quién sea. Lo que importa es que fue una víctima. Que la cultura donde está creciendo tomó decisiones por ella, destruyó cualquiera esperanza de decisión y visión del mundo propia. No dejo de preguntarme, la idea atormentandome sin pausa, ¿Cuál es la visión de la mujer actualmente? ¿Realmente hay algo que celebrar en logros y triunfos? ¿O solo se trata de una frágil necesidad de asumir que los cambios deben manifestarse y mostrarse más allá de una idea esperanzadora?

No lo sé. Y no saberlo me duele tanto como la mera incertidumbre de qué pueda ocurrir después.

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