martes, 22 de mayo de 2018

Crónicas de la ciudadana preocupada: La conciencia de la muerte del voto y la opción ciudadana.




Vivir en Venezuela es un negocio riesgoso, lo cual claro, es una paráfrasis a una frase común en cualquier película de baja calidad de la década de los ochenta. Pero en realidad, este país sacudido por la violencia, una crisis de proporciones colosales y un enorme desamparo es un poco como esas tramas absurdas y poco consistentes que llenaron la pantalla grande en la época dorada del cine B o al menos, esa versión de la realidad tan distorsionada como vulgar. O eso pienso en ocasiones, cuando tengo la sensación que Venezuela se tornó por completo inexplicable, dolorosa. Una especie de recuerdo borroso de un país que jamás existió.

Se trata de una pensamiento recurrente. Lo tengo, mientras camino por las calles vacías que rodean al lugar en el que vivo. En las esquinas, se acumulan montones de basura empapada por alguna lluvia de madrugada, mientras que los últimos vestigios de la pasada elección presidencial flotan en charcos de agua sucia y maloliente. Una extraña metáfora. Me detengo a mirar, el rostro regordete de Nicolás Maduro, que prometía al parecer enfrentarse a sí mismo en otro sextenio de oportunidad electoral, que ahora yace traspapelado con una fotografía del ex candidato Henri Falcón, que según leí jamás sonríe y no considera necesario esforzarse en parecer “presidenciable”. O nunca lo hizo, en estos acelerados dos meses de campaña hueca, contra el desastre. De manera que ambas imágenes flotan mezcladas entre sí en un magma pastoso, como la idea misma de lo que acaba de ocurrir. Con la abstención más alta de la historia, los centros de votación vacíos, el país convertido en un espacio blanco y notoriamente indiferente a cualquier manifestación política, la elección presidencial tiene algo de ficticio, de extravagante, de duro, de cataclísmica.

Una mujer de uniforme gris y naranja barre la avenida. Una figura solitaria que se mueve de aquí para allá en medio de la colección de negocios cerrados, de rejas oxidadas de los edificios vecinos. Un esfuerzo solitario y titánico, en medio de la gruesa capa de basura que nadie se ha ocupado en recoger por semanas. Pero ella se esfuerza, con el rostro tenso, la boca fruncida. Cuando paso junto a ella, le doy los buenos días. Pero no me responde, ni siquiera me mira. Se afana, con las manos apretadas en el mango de la escoba, por sacudir los montones de escombros y desperdicios. Me detengo de nuevo a mirarla y tengo la sensación que ella, con esa terquedad, ese silencio irascible, nos representa a todos. Representa este dolor álgido del país perdido, resquebrajado, roto, abierto en dos. Un país que perdió incluso el derecho de manifestar la opinión.

El domingo veinte de mayo fue la segunda vez en mi vida en la que no voté. Una sensación de abrumadora responsabilidad que me dejó deprimida y cansada durante buena parte del día. Durante toda mi vida, me enorgullecí de llamarme a mi misma “ciudadana”. De negarme al apelativo “pueblo”, de pertenecer a la masa anónima que va y viene según los designios del político carismático de turno. Pero el domingo, me quedé sin armas, de pie en la calle en la que crecí, aturdida por la novedad de no existir en el ámbito de mi país. Es una sensación a la que tuve que acostumbrarme: Hugo Chavez Frías me declaró enemigo de su gran proyecto personalista desde muy joven, como a otros tantos Venezolanos. Me convertí en un ciudadano de segunda categoría, de los que se insultan, se ignoran. De modo que escogí el voto como una herramienta en su contra. No importa que jamás haya votado por el candidato ganador — aunque en dos ocasiones, si por dos opciones mayoritarias — pero votar era mi forma de insistir y persistir que aún existía. Que todavía había una forma de enfrentarme a esa figura en apariencia monstruosa que aglutinó la política y la convirtió en odio. Pero el domingo, no voté. Simplemente me quedé en pie, volví a dejar de existir. La sensación me dejó agotada, afligida, agobiada.

— No hay mucho que puedas hacer — me dijo mi amigo A. cuando le hablé sobre el malestar indefinible de no existir en tu país — en todo caso ¿Qué opciones te quedas? ¿Apuntalar al gobierno? ¿Votar por otra versión del oficialismo?

A. y yo hemos discutido sobre el mismo tema por semanas. En algún punto, votar se convirtió en una forma de asumir al país como un todo. Como un proyecto que para bien o para mal podía orquestarse en una lucha desigual contra una maquinaria de poder obscena. Pero eso fue antes de casi cinco meses de protestas y 100 víctimas fatales. Antes de llorar escondida debajo de la ventana de mi estudio, mientras grupos sin rostro disparaban al lugar donde vivo. Antes de correr asfixiada por el gas pimienta dentro de mi propia casa. Eso fue antes de perder la inocencia en un país que se derrumba a pedazos, no sólo por la inabarcable crisis económica, sino por algo más básico y esencial: la pérdida del sentido de lo viable. Venezuela dejó de ser, de estar. De ser un hogar, de comprenderse como una forma de identidad y de recuerdos. Simplemente se convirtió en un fragmento de algo mucho más complicado, complejo y sin sentido. En la consecuencia de una estafa histórica desmesurada y peligrosa. Y en el medio de todo, nos encontramos los sobrevivientes. Los que intentamos avanzar contra la corriente a pesar de todo. Los que todavía luchamos por creer que hay esperanza. Pero a veces, es evidente que incluso esa idea sobre la maravillosa posibilidad de la reconstrucción, también es una trampa.

— Que no pueda ejercer el último de los derechos que tengo, es como admitir que todas las puertas en Venezuela están cerradas — respondo — que ahora no hay nada que pueda hacer sino que debo ¿qué? ¿Esperar? ¿asumir la inacción? ¿Esperar que algo que no pueda controlar logre un cambio?

Una vez leí que todos tenemos miedo a la inacción o al hecho de la pasividad, lo sepamos o no. Que cuando caemos en estados dolorosos y temibles de pura desesperación, la reacción de nuestro cuerpo es acelerar todas sus funciones, es crear una respuesta desesperada y violenta. El clásico ejemplo de la madre cuyo hijo se encuentra bajo las ruedas de un camión y logra levantar el vehículo en un impulso físico irrepetible. Lo mismo ocurre en medio de una crisis tan prolongada como la Venezolana. Hay una tendencia a la reacción desordenada, al caos, al miedo convertido en una gran lucha casi persistente por vencer el miedo. O eso creí hasta hace muy poco. La verdad, ahora estoy convencida que simplemente, perdí todo el sentido de comprender la situación que atravesamos, de unir las piezas para comprender a Venezuela como un todo significativo o mejor dicho, con algún tipo de valor.

— Le adjudicas un valor emocional al voto — dice A. con tristeza — pero en realidad se trata de una declaración de intenciones. No votar también es una opinión. También es una percepción de lo que intentas construir a partir de no ceder.

No es tan simple, me digo. La conversación anterior transcurre mientras ambos nos encontramos de pie frente a uno de los centros de votación que rodean el edificio en el que vivo. Las puertas están abiertas y un militar de Uniforme y el arma de reglamento bien visible, vigila con aire aburrido el corredor que conduce a las mesas de votación. Pero no hay un solo votante. De hecho, durante más de una hora, no he visto a nadie entrar o salir de las puertas. Los transeúntes pasan de un lado a otro, atraviesan la calle, contemplan con intención evidente el lugar en el que una mujer con un identificación visible aguarda junto a un cuaderno abierto. Como un hecho no consumado, me digo con un suspiro. Un voto que no es más que una promesa incumplida. Otra de tantas. La sensación de no existir y no ser parte de un país que parece dividido en dos mitades exactas, una de las cuales intenta aplastar a la otra.

— Tiene un valor emocional — digo entonces — lo tiene porque estoy expresando mi meditada opinión sobre lo que ocurre. Venezuela es como una relación violenta y tóxica. La represión te obliga a callar, la violencia te hace tener miedo a toda hora. De manera que el voto, en todo su simbolismo exiguo, te permite expresar una idea clara. Te permite…

Suspiro. Permitía, me corrijo. En mi caso ya no lo hace. Es la segunda vez en que no voto desde que puedo hacerlo y cada vez me siento más desconectada del mundo que me rodea, de la política corrosiva que sostiene al país. Mi amigo, que dejó de votar hace ya mucho tiempo, le sorprende mi preocupación, mi angustia existencial, la sensación de pérdida que me provoca el mínimo gesto de abstenerme de expresar mi opinión política. Así le ha llamado “mínimo”. Le miro con cierto rencor, mientras caminamos unas calles más arriba.

— No es en absoluto “mínimo”. Votar es una forma de crear ideas. De apoyar proyectos. Eso ya no existe en Venezuela.
 — No existe hace mucho tiempo, sólo que ahora lo notas.

Mi amigo es uno de mis vecinos más antiguos. Fue uno de los que también sufrió los meses de ataques y violencia durante las protestas pasadas y fue de los que lamentó, la forma como simplemente las calles se quedaron en silencio, como si una ola de apatía lo arrasara todo, dejara a los últimos sobrevivientes a la angustia y al dolor desprovistos de toda idea y de toda forma de expresión. Las calles rotas por combates domésticos, las marcas de humo en las paredes repletas de pintas y consignas. Pero la vida sigue a nuestro alrededor. La vida transcurre. La vida sigue se hizo un ritmo chato y abrumado, en medio de la escasez, los dolores. La forma de la crisis que sostiene al ciudadano y a la inversa. Una especie de ósmosis tenebrosa que cada día se hace más obvia y angustiosa.

— El voto jamás pierde valor — insisto — incluso en las dictaduras…
 — Agla, en las dictaduras del hemisferio, el poder tenía un contrincante. Grande o pequeño. Herido, perseguido, estigmatizado, clandestino. En Venezuela la oposición es el descontento y eso no es suficiente. Como ahora tampoco lo es el voto.

Nos tropezamos con otro centro de votación. También vacío. Y otro más. También vacío y las puertas entrecerradas. Un militante del chavismo lanza arengas desde un megáfono, nos dedica una mirada hostil cuando pasamos de largo. Nos llama “irresponsables”, “el voto es necesario”. La sensación es abrumadora. Una pérdida que me deja la piel espiritual escaldada y rota.

Hace mucho años, comencé a tomar apuntes sobre la Venezuela a la que sobrevivía, una especie de viaje iniciático que deambulaba entre las esperanzas y las más sinceras dudas. Una de las entradas más antiguas, insiste sobre la “rebeldía” del voto. Sobre la necesidad de luchar y batallar contra la percepción de marginación con el que el chavismo sometía a los ciudadanos. Releo mis palabras ahora y me entristece la ingenuidad de esa aspiración a formar parte de un proyecto concreto llamado país que no dejó de existir con una rapidez de pesadilla, que se convirtió en una especie de combinación entre el resentimiento aciago de una generación nacida en la desesperanza y otra, que creció bajo el auspicio de algo más doloroso, de una versión de Venezuela resquebrajada bajo el peso de una identidad vacía. De pronto, la muchacha que escribió hace casi quince años que votaría una y otra vez, porque votar era el equivalente a negarme a la indiferencia, ya ha dejado de hacerlo dos veces. Y seguramente no lo hará de nuevo hasta que….¿qué? me digo con un sobresalto. ¿Qué tendrá que ocurrir para que el voto recupere su significado? ¿Qué tendrá que pasar para que pueda sostener mi visión del mundo otra vez sobre los hombros? No lo sé. Y no solamente no lo sé, sino que de pronto, dejó de importar también.

***
Regreso sobre mis pasos. La calle sigue vacía. Un Lunes por la mañana que es tierra arrasada, que parece el escenario devastado de un conflicto que jamás sucedió. La mujer que barre sigue haciéndolo, enfurecida, terca. Sus esfuerzos son mínimos, pero comienzan ser levemente notorios. Un montón de basura aquí, otro allá. La calle rota con el concreto resquebrajado cada vez más visible. Cuando paso junto a ella, levanta la cabeza, me mira. Tiene el rostro enrojecido, los ojos brillantes. Está furiosa. ¿Me lo estoy imaginando?

Hoy estuve leyendo por horas Jakob von Gunten de Robert Walser. Creo que siempre me sentiré atraída — de una manera un tanto morbosa — por las novelas de internados, donde queda en entre dicho la educación y la creación didáctica. Supongo que es una reminiscencia de mi infancia, donde muchas veces llegué a pensar que la cultura era capaz de subsistir más allá de un ponderable valor coercitivo — no en esos términos claro, ningún niño piensa de esa manera — sino algo más cercano al desarraigo. Lo leo, pensando en la mujer que barre, en las calles vacías, en los Centros de votación arrasados. Entre todas esas cosas hay un mensaje. ¿Cual? ¿Cual es el mensaje que se construye a partir de tantas ideas distintas? Leo el libro y pienso en este no existir, la piel del ciudadano arrancada de cuajo. No existo. Sin opinión. Sin forma. Sin voz comprensible en medio del estrépito de la caos Venezuela.

Como es sabido, fue la primera novela de Walsen que alcanzó cierta notoriedad. Podríamos decir, salvando las distancias, que es el equivalente de la Obra maestra de Coetzee “Desgracia”, con sus espacios lentos y sentidos, la devenir cansado y pesimista de la trama a través de sentencias más o menos absolutas. Pero más allá de eso, también es una reflexión sobre los terrores de la pérdida de la identidad. Salvando las distancias, pienso en Venezuela, que lentamente perdió su sentido como forma de expresión social y cultural, que cayó en algo parecido a un caos inviable, roto y casi imposible de elaborar como una idea más amplia y dolorosa. El Jakob de Walsen es un personaje frio, carente de la necesaria empatía social que le haría un hombre con un esquema emocional propio. Es una historia triste, sin llegar a la mera melancolía, aunque si lo bastante personal para que por un momento, imaginemos la idea más amplia y cenital del autor con respecto a la realidad. Un territorio donde lo que se ha perdido se desploma en la ausencia de significado. ¿Eso fue lo que ocurrió en Venezuela? ¿Es resignación lo que me abruma? No lo creo. O si lo es, es una que se transforma rápidamente en otra cosa. Algo más parecido a la indiferencia, al dolor de haber perdido un país que fue hogar y proyecto. Ahora Venezuela es una idea sin sentido, sin forma. Que flota en recuerdos poco importantes. ¿Amargura? Releo mis propias palabras hace diez, doce años. Convencida de la posibilidad de un país capaz de transformarse a sí mismo. Un país que ya no existe. O que quizás sólo existió en mi imaginación.

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