jueves, 17 de mayo de 2018

Crónicas de la ciudadana preocupada: Un país que lleva a cuestas la cicatriz de la incertidumbre.




Hace unos días, una de mis vecinas me advirtió que la calle que cruza el edificio donde vivo e incluso, un par más allá, es terreno de los “roba comida”. Me lo dijo cuando tropezamos al salir de uno de los supermercados de la zona. Ambas llevábamos en los brazos un par de bolsas pequeñas con algunas compras casi accidentales.

— ¿Roba comida?
 — Si mija. Son un grupo de rateros que te arrancan las bolsas de los brazos. Tenga cuidado. Muchachitos muertos de hambre que no llegan ni a quince años que te pueden lanzar un plomazo para robarte.

Miró a su alrededor con expresión preocupada, como si el hipotético grupo de asaltantes estuviera a punto de materializarse por el mero hecho de mencionarlos. No supe que responder a eso. Por supuesto, vivo en Caracas: la violencia es cosa de todos los días, está en todas partes. Es muy cercana. Un hecho cotidiano con el que debes aprender a lidiar para sobrevivir en mitad de la hostilidad urbana. Sé muy bien que la comida se ha convertido en un objetivo más en medio de la debacle social que sufrimos. He leído sobre agresiones y asaltos para arrebatar bolsas de mercado, paquetes de los desaparecidos artículos de primera necesidad. Con un escalofrío de miedo, acelero el paso. Mi vecina lo hace también, mirando sobre su hombro con cierto aire furtivo.

— Uno ya no sabe a que tenerle miedo — me sigue diciendo — imagínate tu, ahora andar pendiente porque te pueden robar la comida.

Tiene razón, se trata de un pensamiento duro de asimilar. Una idea que refleja la situación crítica que atraviesa Venezuela, pero también algo más sutil y doloroso que todavía no sé como nombrar. Mientras sujeto con más fuerza las dos bolsas que llevo colgadas en los brazos, pienso jamás creí podría temer que me agredieran en plena calle sólo por haber comprado unos cuantos productos de primera necesidad. Que de pronto, la comida supone un objeto de valor tan ambiguo como valioso. En la Venezuela del socialismo del siglo XXI, de pronto comer toma otro cariz. Ya no se trata sólo del hecho del alimento como parte de una idea de prosperidad general, sino algo más extraño y crudo. La supervivencia misma. La lucha violenta por la vida, desde una idea esencial y primitiva que cuando la analizo, me angustia y me desconcierta. ¿Cuando llegamos a una situación semejante? me digo con el corazón latiendo muy rápido. ¿Cuando el paisaje Venezolano se degradó tanto como para destruir esa civilidad cotidiana que por mucho tiempo creímos normal? Me sobresalta no tener una respuesta para eso. No tener una idea clara de cuándo comenzó todo esto. Esa lenta degeneración del día a día.

Atravesamos la calle con paso rápido y un poco nervioso. Una larga fila impaciente de hombres y mujeres se extiende unos metros a la derecha, frente a una panadería con las puertas cerradas. A la izquierda bajando por la avenida, una segunda multitud silenciosa aguarda frente a un local pequeño. Un miembro de la Guardia Nacional de Uniforme y con el arma de reglamento bien visible vigila. Se pasea con paso pomposo y lento de un lado a otro, echando miradas distraídas al grupo de gente que espera. Me pregunto que pensará sobre la gente que espera, de su paciencia casi dolorosa bajo el sol. Si le preocupará esa imagen de miseria mal disimulada que refleja. Pero el militar parece ajeno a esos pensamientos o al menos, eso concluyo cuando se da la vuelta y saca un teléfono celular de uno de los bolsillos del pantalón. Le da la espalda a la multitud. Echa la cabeza hacia atrás y ríe a carcajadas.

Mi vecina continúa contándome sobre los peligros inéditos de esta Venezuela hambrienta. Ya no se trata sólo de asaltos, sino también arrebatones, asesinatos en las filas de la comida. De la violencia espontánea y desesperada entre quienes esperan. De las agresiones fortuitas, de los ataque a ciegas. Esa noción sobre el miedo y la desesperanza que parece ocupar todos los espacios de la realidad de un país roto. Todas las historias que me cuenta las he escuchado antes, pequeñas leyendas urbanas de la pobreza. Me asombra la forma como el miedo se repite, se hace un eco interminable. Como si esa fibra invisible que sostiene cierta normalidad aparente, comenzara a romperse, quebrantada por el terror cotidiano.

— Uno ya no sabe si lo peor es el hambre que tiene miedo de pasar o el terror de no saber a donde va a parar esto — me cuchichea con una rápida mirada preocupada — ¿No te asusta? ¿No te angustia pensar en eso?

Hará unas semanas, alguien que conozco me contó que luego de hacer una larga fila para comprar comida por más de seis horas, un hombre que estaba de pie unos metros por delante de donde se encontraba de pie, colapsó. Que simplemente cayó al suelo , sacudiendo brazos y piernas en una convulsión silenciosa. Cuando se apresuró a ayudarla, una mujer le recordó que si “salía de la cola, ya no volvía a entrar”. La multitud a su alrededor miró hacia otra parte entre murmullos incómodos. Nadie se movió de su lugar, en una especie de terquedad descarnada que sorprendió — y asustó — a mi amiga.

— Me puse a gritar si era posible que dejaran morir a alguien para comprar un kilo de azúcar — me cuenta — nadie respondió. Nadie me miró. Nadie me ayudó a levantar al señor y llevarlo hasta la alcabala de la Guardia Nacional. No volví a la cola después, me dio asco.

Me cuenta todo lo anterior con expresión cansada y triste. Nos encontramos en su oficina, mirando hacia la calle de aspecto tranquilo que se extiende más abajo de su ventana. Señala un pequeño local de aspecto pulcro y casi elegante en la calle más abajo. Hay un pequeño grupo de gente formada en cola frente a la puerta cerrada. Desde la distancia, hay un orden elemental y casi triste en la manera como permanecen de pie todos juntos, en una especie de resignado orden. Mi amiga se encoge de hombros.

— Son los vecinos que ves a diario. La gente que saludas cada mañana. De pronto, esa misma gente haría cualquier cosa por una bolsa de azúcar, de harina precocida, por un frasco de aceite. Hay algo que te asusta cuando lo piensas.

Recuerdo la conversación mientras atravieso con mi vecina la avenida donde he vivido la mayor parte de mi vida. Conozco de memoria cada calle, cada local, cada parte de este pequeño rescoldo de clase media de Caracas. Conozco sus sonidos, su tranquilidad anciana, su alboroto matutino, su tardes tranquilas. Pero de pronto, ese paisaje está impregnado de algo más: de una idea inquietante sobre la crisis. Una descarnada sensación de miseria aparente, que apenas se nota. En las colas interminables que se abren en todas direcciones, en las vigilancia militar y armada que te aterroriza por sus implicaciones. En esa sensación de tensión de la multitud creciente de rostros preocupados que se multiplica allí a donde mires. De pronto, me pregunto cuándo fue la última vez que vi a un grupo de deportistas correr por la calle hacia la cercana plaza, a un niño jugar en la calle. Una pareja de ancianos caminar por la esquina rodeada de flores de maleza. Y me asusta el pensamiento que a esa normalidad la sustituyó otra cosa. Un silencio tenso y doloroso, una sensación de peligro que brota de todas partes, aunque no comprendas bien su origen. ¿En que nos hemos convertido? me pregunto otra vez, con los dedos apretados contra la superficie elástica de la bolsa que sostengo. ¿Quienes somos los Venezolanos que intentamos sobrevivir a todo esto?

Una de las colas que atraviesa la calle comienza frente a las rejas cerradas de un abasto pequeño. Hay gente sentada en las aceras, en pequeñas sillas de plástico. La mayoría está de pie bajo el sol del mediodía que cae a plomo. Todos tienen la misma expresión de pura resignación y cansancio. Una especie de indolencia clara y sincera que no sé muy bien cómo definir.

— Se me olvidó como era no hacer colas para comprar algo que se necesite — me dice mi vecina en voz baja — da miedo todo lo que hemos perdido en tan poco tiempo.

Sigo sin saber que responder. Hace unos días, encontré un pequeño texto que escribí hace tres años atrás, donde me quejaba de la desaparición de los anaqueles del aceite de cocina. Lo mucho que me preocupaba el hecho que nos habíamos acostumbrado con una rara rapidez a una pequeña cuota de escasez. Con una ingenuidad que ahora me conmueve, me preguntaba en voz alta si el Venezolano estaba dispuesto a asumir una lenta degradación económica o mejor dicho, si sabía a dónde conducía una situación que parecía cada vez más compleja y dura de asumir. Me recuerdo a mi misma, paseando entre anaqueles repletos de productos, sin restricciones de compra o de adquisición y aún así, preocupada por el hecho cierto que la temprana ruptura económica que sufríamos podría conducirnos a algo más duro. A la distancia, me asombra mi inocencia, el poco conocimiento que tenía acerca de la gravísima circunstancia económica que comenzaba a anunciarse a cierta distancia.

Por supuesto, no podría haber imaginado lo que vivimos en la actualidad, me reprocho en silencio. Jamás pude asumir el costo real que podría tener para la vida del Venezolano el experimento ideológico que un gobierno con un apoyo electoral multitudinario. Esa ignorancia sencilla y desordenada sobre lo que en realidad podría significar el hecho del hambre — la real, sin disimulo — en la vida cotidiana de un país que por décadas, se creyó próspero y rico. Con esa terquedad alucinada del gentilicio, nunca pude prever el hecho de tener real miedo no sólo a la pobreza sino a algo más confuso y abrumador. Cuando miro a la gente que se forma en cola para comprar comida, me pregunto si alguien supuso este escenario duro y reconvertido en rencor silencioso en que se convertiría un proyecto de país fallido y utópico. Si incluso en las previsiones más pesimistas, alguien supuso que la pobreza sería un método de control. Que el hambre sería el único hilo conductor en una sociedad polarizada y convertida en torpes contrincantes ideológicos.

Hará unas dos semanas, leí un artículo que cuenta la historia de una profesora universitaria de cincuenta años que hablaba sobre el hambre en el país. El hambre que padece y forma parte de su vida. La forma lenta y desigual como tuvo que afrontar el hecho que a pesar de su trabajo, distinguida carrera, los merecidos años de descanso que trajo consigo la jubilación, el hambre es parte de su vida. Los días en cola para intentar — y no siempre lograr — comprar lo necesario. Los hábitos cotidianos perdidos y destrozados por la crisis. La dolorosa sensación de desarraigo que trae consigo la pobreza inevitable, la lenta caída en un humillante ciclo de desgaste personal y emocional. El texto fue escrito por uno de sus hijos, que mira con horror el dolor de su madre, ese caos mínimo que debe afrontar. Ese miedo que todos compartimos sobre lo que sucederá después, lo que habrá más allá de este trayecto apresurado hacia ninguna parte.

El texto me hizo llorar. Me recordó con mucha nitidez la sensación que tengo cada mañana cuando despierto, preocupada por lo que comeré o cómo podré comprar lo que necesito. El nerviosismo de recordarme debo encontrar la manera cómo sobrevivir a una situación que te aplasta enorme e invisible. A esta nueva conciencia de lo que una pobreza absurda que resulta en ocasiones imposible de definir y comprender. La sensación que me provoca la alienación a ciegas a la que te empuja la escasez. El todos los días aderezado por la incertidumbre. El pensamiento pertinaz sobre qué pasará cuando el dinero no sea suficiente. El simple acto de comer convertido en un método de control, en una herramienta de presión del poder. En una línea para mantenerte bien sujeto. Un rehén de tu propia circunstancia.

Una anciana con una bolsa de plástico repleta de bolsas de arroz me pasa por el lado. La abraza contra el pecho, mira a su alrededor con desconfianza, la misma preocupación que todos compartimos. Hay algo frágil y furtivo en la forma como camina, en las manos sarmentosas que sujetan los paquetes con fuerza. Y pienso que esa desesperación muda nos acompaña a todas partes, desborda a esta Venezuela cada vez más cerca de la crisis definitiva, de un tipo de debacle que ninguna conjetura aún puede describir. Siento que el miedo me sube por la garganta, se me transforma en algo mucho más amargo y duro. ¿Qué pasará en adelante? ¿Qué ocurrirá dentro de unos meses?

Me despido de mi vecina y continuo el trayecto hacia el edificio donde vivo. En cada local comercial con que me tropiezo, hay una pequeña multitud que espera. La misma mirada huidiza y cansada. La misma noción de peligro y amenaza que nadie puede definir con claridad. El miedo, me repito. El miedo que sofoca con lentitud. Que cierra espacios, que te deja desvalido y tan cansado como para no saber cómo enfrentarlo. Este horror sin nombre de perder algo tan sencillo como una idea concreta sobre el futuro.

De pronto, un grupo de muchachos me adelanta a la carrera. Todos son muy jóvenes. El mayor tendrá unos pocos dieciseis y el menor, quizás no llega a la década. Llevan uniforme escolar, otros camisetas limpias, un pantalón corto que muestra las piernas flacas y llenas de raspones. Corren juntos, con los brazos levantados sobre la cabeza y por un momento, me recorre un sobresalto de terror. Los “roba comida” pienso en un impulso ciego y casi rídiculo. Pero el grupo no dedica ni una mirada. Todos corren calle arriba y cuando escucho el sonido bronco del motor de un vehículo pesado de tenerse, sé hacia dónde se dirigen. Me quedo de pie en mitad de la calle, con un vértigo de repulsión de y lástima. Jamás he sentido nada semejante.

El camión de la basura aparece por la esquina con una lentitud monstruosa. El grupo de muchachos levanta los brazos, le hace señas al conductor. El vehículo se detiene, tambaleándose sobre la acera. Un hombre de uniforme naranja se baja desde la cabina del conductor y grita algo al coro de rostros jóvenes que le miran desde la calle. Todos responden a gritos, sacudiendo las manos, señalando el camión sin disimular su intención. La caja trasera del vehículo se sacude, comienza a moverse. Se abre y una vaharada repugnante llena la calle. Pero los muchachos se acercan con un único gesto, se abalanzan sobre las bolsas de plástico negro que cuelgan de la placa más larga del mecanismo.

Los ojos se me llenan de lágrimas cuando uno de los muchachos mayores desgarra el plástico con dedos ágiles. Esto está ocurriendo, me digo mientras lo veo husmear en su interior, meter la mano con un gesto rápido y confiado que no logro comprender. El resto del grupo le mira ansioso, el hombre de uniforme observa todo colgado desde el vehículo. Esto es real, me digo con una inocencia rudimentaria que me hace sentir miserable. El muchacho sacude la bolsa, forcejea con el agujero en el plástico y por último, levanta la mano para mostrar una caja de cartón manchada de grasa y rota. La reconozco de inmediato: son de las que se usan en las Panaderías para la repostería. El muchacho la abre con un gesto rápido. Mira a su interior con ojos codiciosos y entonces se lleva un trozo de cartón a la boca. Lo lame con un gesto goloso y triunfal. Esto es real, me digo con el corazón latiendo tan rápido que me lleva esfuerzos respirar. Esto está ocurriendo de verdad.

Varios transeúntes se detienen a mirar también. En silencio, en una tensión perceptible y angustiosa. Todos miramos a los muchachos que continúan hurgando en la basura, sin notar que estamos allí, masticando con un deleite impúdico la comida de aspecto blando y pasado, las frutas abiertas por una madurez putrefacta, los restos de pan de aspecto repugnante. Son muchachos venezolanos, me digo con un desconsuelo devastador que me parece mínimo y poco importante en la magnitud de la tragedia que está ocurriendo unos metros por delante. Del dolor de la mera idea que Venezuela es esto, que el país del cual depende mi futuro se cae a pedazos en este sufrimiento cotidiano, en la violencia de la pobreza y la miseria como único legado. Siento un terror insoportable, una sensación de horror y de piedad que me deja sin respiración, que me recuerda que el país en el que nací ya no es el mío, que se transformó en otra cosa. Que se convirtió en algo tan borroso como imposible de definir.

No recuerdo cuando me di media vuelta para regresar a casa o cuando llegué por fin a esa falsa seguridad de mi pequeño mundo. Estoy llorando y me siento hipócrita y blanda por hacerlo. Por sentir este miedo, por esta sensación de horrorizada conciencia del país que no reconozco, que es parte de mi historia pero a la vez, resulta irreconocible, peligroso. Un reflejo de mis peores temores y dolores. Lloro de pura impotencia, de frustración. Y de nuevo miedo. Miedo porque no sé que esperar sobre un país que se desploma a pedazos. Miedo por el pensamiento por esta derrota dolorosa que supone un futuro incierto.

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