sábado, 8 de noviembre de 2014

De temores y esperanzas, de pasos perdidos y puertas abiertas. Historias de Brujería.



La primera vez que mi abuela me mostró su caldero, me hizo reir. Era una enorme pieza de metal abollado que no guardaba ninguna semejanza con el mio, pequeño y solido o el enorme y pulido de mi abuela. Era sólo eso: una especie de cazuela de metal que parecía haber conocido mejores tiempos. Pero contuve mi decepción de la mejor manera que pude y sonreí.

- Es...bonito - comenté. Mi bisabuela me miró por encima de sus anteojos para leer.
- Es horrible y lo sabes.
- Bueno...

Sonrío. Eso me gustó. Mi bisabuela no era de las que se prodigaba demasiado con sonrisas. Era austera, un poco distante, altanera y en ocasiones un poco dura. Pero a mi me parecía una mujer intrigante, tan alta, envarada, con el cabello trenzado sobre la nuca en un elegante moño y los dedos llenos de anillos de piedras enormes de aspecto extraño. Cuarzos, amatistas, incluso un rubi. Siempre enormes y deformes. En una ocasión me había comentado que le gustaban así: demostraban el poder de la naturaleza, su rudeza y enigma. Me pregunté si conservaba ese feo caldero por las mismas razones.

- Es el primer caldero que tuve y decidí conservarlo para siempre - me explico. Le dio la vuelta con dedos aún agiles, a pesar de la artritis que le deformaba los nudillos. Hoy era un día de poco dolor, pensé mirando sus manos sarmentosas y un poco torpes - me gusta que sea contundente. Un sólo mensaje.

No entendí aquello. De hecho, pocas veces entendía las cosas que mi bisabuela me decía. Era por mucho, la mujer más misteriosa de la casa y no lo era por una decisión voluntaria o porque fingiera serlo en todo caso. Era un espíritu libre, extraño y singular. Me intrigaba esa solida firmeza suya pero también, esa sutil manera de comprender al mundo, como si a través de sus ojos nada fuera sencillo ni mucho menos, evidente. Y es que bisabuela era rebelde de corazón - así me gustaba llamarla en mi mente, aunque ella habría odiado un término tan pomposo para definirla - y sobre todo, una de esas raras personalidades que parecen siempre a punto de revelarse por completo, sin hacerlo jamás. Un secreto a medio revelar.

Había enviudado muy joven. Nunca hablaba del bisabuelo, aunque llevaba su fotografía a todas partes. Sólo una en realidad: un muchacho de sonrisa amplia y cabello engominado, encorvado para abrazarla, con un gesto afectuoso que siempre lograba conmoverme. A su lado, bisabuela era una niña fragil, una adolescente de rodillas nudosas muy parecidas a las mias, que miraba la cámara con los ojos muy abiertos y sin sonreír. Una chica rara, pensaba a veces, mirando a hurtadillas la fotografía. Una chica que había crecido para convertirse en una mujer fuerte y callada. Una chica que no imaginaba que unos años después de esa fotografía a su lado moriría casi por sorpresa. El corazón de mi abuelo había fallado en sólo una ocasión. La definitiva.

- ¿Cual mensaje?

No sé por qué pregunté aquello. Quizás porque no pude contenerme a pesar de intentarlo. Bisabuela me intimidaba un poco, muy probablemente porque a diferencia de mi abuela, tias y primas no parecía agradarle la compañía de nadie. Le gustaba sentarse a leer a solas en el pasillo, con el libro apretado entre las manos como si temiera pudiera escaparsele, sin levantar la mirada por horas. O caminaba, con su paso lento y cansado, por el jardín antipático de mi abuela hasta el anochecer. Lo cierto es que bisabuela no parecía necesitar la comprensión de nadie y mucho explicar el motivo de sus pensamientos, de esa curiosa visión del mundo suya. En una ocasión, mi prima M. me había recomendado "apartarme de su camino" sino quería saber "lo que era bueno".

- Te gritará por la menor cosa que hagas - se quejó, mientras se cepillaba con gesto indolente su melena rizada - es una vieja loca y amargada.
- No me lo parece - me escandalicé. Aunque en realidad, si me lo parecía. Aunque sólo un poco, tal vez. Y es que bisabuela parecía muy concentrada en algún lugar en su interior como para prestar atención a todo lo demás. Nunca la vi participar en alguna de nuestras conversaciones, o sentarse a la mesa en las comidas familiares, bulliciosas y caóticas. En cambio, prefería sentarse en el salón, a solas, con la única compañía de sus viejos discos de música clásica, que se empañaba en escuchar sólo vinil a pesar que el sonido comenzaba a distorsionarse. A mi todo aquello me encantaba. Quizás bisabuela sí estaba loca, pensé más de una vez, pero era un tipo de locura bonita.

- A mi no me ha gritado - le respondí muy ufana a prima. Ella me dedicó una de sus miradas zalameras.
- Tu espera. Cuando lo haga, me darás la razón - se tocó la sien con un dedo - loca, ya verás.

Me pregunté si esta sería la ocasión en que bisabuela me gritaría. Me estaba mirando con sus grandes ojos verdes brillantes, como si estuviera decidiendo que decirme. Aguanté el aliento, preparándome para la regañina que seguramente vendría a no tardar.

- ¿Cual te parece que pueda ser? - me preguntó entonces. Y lo hizo en un tono muy suave y educado. Vaya, que no me estaba gritando. Me encogí de hombros.

- No lo sé. ¿Que te gusta conservar tus viejos recuerdos tal como están? - aventuré. La bisabuela siguió mirándome. Comencé a sentirme incómoda. ¿Era por ese motivo por el cual el resto de las personas creían que estaba loca? Tenía un aspecto realmente inquietante en ese momento, sentada en su mueble favorito, con sus ropas elegantes y zapatos de tacón bajo, el bastón apoyado sobre la rodilla. La cabeza levemente ladeada. Pero sobre todo esa mirada suya tan particularmente densa, dura. Parecía estar observandome con ferocidad, aunque quizás sólo se trataba de curiosidad, una muy privada que yo no podía comprender bien.

- Es una respuesta fácil. No es la que quiero escuchar - me comentó. Suspiró - a veces me recuerdas a mi misma de niña. Era irritante y fastidiosa. Mi madre no me soportaba.

Me sobresalté. ¿Me estaba insultando? probablemente sí, me dije un poco aturdida. Pero también me gustó que nos pareciéramos en algo, incluso en ese rasgo insoportable que según decía molestaba tanto a tatarabuela, una mujer simpática y descomplicada. Me pregunté como había sido la infancia de esta mujer tan particular, tan dura e irascible. ¿Había sido una niña callada? ¿O quizás muy mandona y altanera? Podía imaginarmela, con el cabello rojizo de la juventud cayendole desordenado sobre los hombros, la mirada severa. Una bruja muy pequeña.

Porque la bisabuela amaba ser bruja. O eso era uno de los elementos más reconocibles de su personalidad. Lo repetía en voz alta, le gustaba dejarlo claro apenas podía. Una bruja de cabello entrecano, vestida con ropa elegante y siempre impecable, de ojos verdes y con una extraordinaria noción sobre sí misma. Una mujer poderosa por el mero hecho de tener esa cualidad salvaje, misteriosa que se atribuía a las brujas. Una vez, le había escuchado discutir en voz alta con uno de nuestros vecinos: "Soy la bruja que usted debería temer" le gritó. El hombre la había mirado espantado. Cuando le pregunté por qué lo había hecho, no me respondió de inmediato. Simplemente me sonrío, a su manera lenta y esporádica, como si la expresión apareciera poco a poco en su piel, avanzado con torpeza. "Porque es mi potestad recordar que no soy fácil de comprender" me había respondido por último. Pasé días enteros obsesionada con sus palabras.

- ¿Por qué dices que es una respuesta fácil? me parece bonito que conserves tus...cosas - habría querido decir recuerdos - tal como las recuerdas.

- La vida no es lo que miras, sino lo que aprendes de ella.

Ah, vaya. Eso era nuevo, me dije. Bisabuela se recostó sobre el respaldar de su sillón y jugueteó con los anillos en su dedo. El caldero relumbró a sus pies, tocado por un rayo de sol.

- El caldero simboliza poder y placer - me dijo entonces - es el vientre de la Diosa y también el conocimiento. La capacidad creativa. No todos creamos y creemos en las mismas cosas, pero en el vientre de la Diosa cabe todo. O así creían los antiguos, así lo reflexionaban al mirar esa naturaleza cruel y despota que ellos llamaban madre con enorme temor. Pero también era la Madre de los amaneceres, del olor exquisito del fuego. Muchos conceptos parecían converger en esa noción de la Madre.

- Que representa el caldero.

- Eso es muy obvio - comentó - hablo de algo más grande. El caldero es la manera inmediata de hacer una referencia mental. El vientre de la Diosa fecunda. Pero ¿que es exactamente lo que miras al verlo? ¿Una representación de algo más duro, más doloroso?

Me pregunté a que se refería. El caldero, con sus abolladuras y pequeños raspones, comenzó a parecerme levemente amenazante. Bisabuela suspiró, extendió un brazo, rozó el metal con los dedos.

- Todo conocimiento engendra dolor. Y por tanto lo creativo es un parto. No puedes dejar de recordar lo que aprendiste y el mundo cambia para siempre. Eres cada cosa pequeña o grande que experimentas. Cada parto a la razón. Hay un pequeño sufrimiento en perder la inocencia. Una herida abierta.

Dijo todo aquello en voz muy baja, como si lo dijera para si misma. La recordé, joven y seria, junto al risueño bisabuelo que había muerto muy pronto. ¿Qué se aprende sobre eso? ¿Que conocimiento te brinda el dolor? El pensamiento me hizo sentir escalofríos.

- ¿Sabes que es la piedra esencial? - preguntó entonces. Me encogí de hombros, algo había leído por allí en alguno de los Libros de las Sombras familiares.

- Representa el poder del conocimiento ¿No? - respondí. Ella ladeó la cabeza. La sonrisa medio ladeada de nuevo.

- Una vez, le pregunté a mi madre, tu tatarabuela, para qué se llamaba bruja sino hacia "cosas" - murmuró - Cosas ¿Sabes? provocar amor, producir miedo. Esas cosas fantasiosas que se piensan en la niñez. Ella me miró muy preocupada. "Eres ambiciosa" me dijo. "El conocimiento es un premio". Me pareció absurdo todo eso.


Se levantó con esfuerzo. Camino con su paso lento y desigual hacia su pequeña biblioteca. Rebuscó entre libros y gavetas. La mire paralizada de asombro, como si esa extraña conversación me abrumara, aunque en realidad me desconcertaba y mi intrigaba. Cuando regresó, traia una piedra roja  engarzada en una pequeña jaula de plata. Me la puso entre las manos. La sostuve con cuidado. Era como una pequeña lágrima carmesí.

- Me obsequió ese rubí sin tallar como simbolo que "todos somos recién nacidos más de una vez" - me dijo, sentandose de nuevo - ¿Lo imaginas? decirle eso a una niña que aspiraba aprender grandes y peligrosos conocimientos de magia. Me sentí defraudada. Un poco dolida. Frustrada.

Levanté la piedra. Me maravilló la manera como la luz la tocó, los destellos diáfanos con que me llenó los dedos. Bisabuela los miró también.

- Me llevó años entender que el conocimiento es un alumbramiento. Es un renacimiento insoportable pero necesario. Fue una lección que aprendí con dolor.

No tuve que preguntar a que se refería. El bisabuelo había muerto un año después de que ambos se convirtieran en padres. Mi abuela solia contarme que creció mirando la fotografía del difunto con cierto anhelo, con una sensación furiosa y dolorosa,  como si no pudiera entender por qué lo había perdido tan pronto. "Para algunas cosas, no hay respuestas" me había dicho en una ocasión.

- ¿Lo recuerdas aún? - pregunté sin poder contenerme. Ahora si me va a gritar, pensé. Ahora si me echará de su habitación, me cerrará en la puerta en la cara, como M. solía decir que hacia cuando enfurecía. Pero en lugar de eso, continuó sentada muy rígida, los hombros un poco inclinados. Las manos apretadas sobre el regazo.

- ¿Sabes que significa la lanza para la brujería? - dijo de pronto. Parpadeé. Caramba, eso si que no me lo esperaba, me dije desconcertada. Intenté recordar todo lo que sabía sobre el tema: La lanza era considerada un símbolo de valor, de coraje y de capacidad para enfrentar tus propios dolores. Esa necesidad de enfrentarte a ti mismo, de asumir tus propias batallas. La lanza había sido representada por brujas de todas épocas y culturas como la metáfora del espíritu de la mujer esencial. La salvaje. La hija de la Luna.

- El espíritu de la batalla ¿no? - murmuré. Bisabuela arqueó las cejas. Ah, seguramente aquella respuesta le había parecido sumamente desabrida. Apreté los labios. Pensé un poco más - el poder de rebelarte contra lo que debes ser.

No sé porque había dicho eso. En realidad me sorprendió decirlo en voz alta, aunque lo había pensado cientos de veces mientras escribía mi libro de las sombras. Había dibujado flechas y lanzas en todas las hojas, decoradas con enormes simbolos de poder. Una manera de recordarme que intentaba aprender para encontrar mi lugar en el mundo, para comprenderme a mi msima. Me gustaba esa percepción sobre el símbolo, lo que implicaba.

- Es interesante que lo mires desde esa perspectiva - comentó - me gusta sobre todo porque probablemente, la lanza también simbolice dolor para unas cuantas culturas. Así que de nuevo, todo parece coincidir: lo que te hace sabio, puede lastimarte. Y de hecho, lo que te enseña, lastima.

Ladeó la cabeza, miró hacia la ventana abierta. La luz del sol pareció acariciar sus mejillas arrugadas, sus labios apretados. Me pareció hermosa en su severidad, en su silencio meditabundo y quizás exhausto.


- El conocimiento como una herida abierta, lo que aprendes como un pequeño sufrimiento que lleva a todas partes - meditó - ¿Y la espada? ese viejo símbolo de poder. La espada afilada, furiosa, que embiste y se empuña. La Sabiduría. Asombra que todo confluya en una sola idea, que todo parezca entremezclarse de manera tan precisa.

No dije nada. Aún sostenía la piedra entre las manos, percibiendo esa extraña textura desigual. El Caldero brillo, parpadeó, como si absorbiera la luz a su alrededor, como si el sol se deslizara en pequeño reflejos sobre la superficie de metal. Y de pronto, comprendí todo. Fue tan claro. Tan evidente. Parpadeé y miré a la bisabuela boquiabierta.

- ¿El caldero te lo obsequió el bisabuelo? - pregunté. Y lamenté haberlo hecho. O quizás lamenté no haberlo planteado de otra forma, no haberle explicado lo mucho que me conmovía ese pequeño gesto suyo de poder, dulzura y compromiso, no con el recuerdo del difunto bisabuelo - aunque quizás sí - sino con lo que había aprendido de su muerte. Pero no lo hice. Sólo pregunté. La bisabuela me fulminó con la mirada.

- Lárgate.
- Quiero decir...
-¡Que salgas de aquí!

No me gritó, incluso entonces. Pero fue una orden inapelable. Dejé la piedra sobre la mesa junto al caldero y corrí afuera sin mirarla de nuevo, con el corazón latiendome muy rápido. Corrí como un vendaval por la cabeza, avergonzada, angustiada pero sobre todo conmovida por mi descubrimiento. Por la pregunta que la bisabuela no me respondió. Corri con los brazos abiertos, abrumada por el poder de ese pequeño conocimiento. Y sin duda, el dolor.

En el jardin antipático de mi abuela tenía un aspecto plácido, en ese silencio del atardecer. Me refugié en él, con las rodillas apretadas contra el pecho, escuchando el tiempo transcurrir, el viento de la montaña contando historias entre las ramas de los árboles. La ciudad, más allá, tenía un aspecto limpio, una línea pulcra contra las últimas luces del día. Pensé en los dolores y en el conocimiento. También en el sufrimiento que te brinda el poder de crear.

El olor de la albahaca. Fuerte y delicioso. Cuando levanté los ojos, distinguí el humo saliendo de la ventana de la abuela. Imaginé el caldero ardiendo bajo su mirada verde. El silencio de los recuerdos, las grietas de ese pequeño lugar en sombras de nuestra mente donde habita los días olvidados. Me la imaginé sentada a solas, las manos apretadas sobre el regazo y pensé en su fortaleza, la de los luchadores de antaño, las de quienes sueñan con sus propios paisajes para crear otros nuevos. De quienes aprenden con el sufrimiento y construyen algo más hermoso a partir de él.

La mirada de la bruja. El corazón en alto.

C'est la vie.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hermoso. Me gustaría que nos relatara más sobre la piedra esencial.

Anónimo dijo...

Si estas deacuerdo en participar escribeme a tiquiciavargas@gmail.com

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