jueves, 20 de noviembre de 2014

Las dos caras de Eva: entre el temor y exaltación de la estética inexistente.




Fui una adolescente muy delgada, de rodillas nudosas, aspecto huesudo y sin ninguna curva apreciable. Luego, al llegar a los dieciséis, comencé a aumentar de peso aceleradamente: el ritmo de la Universidad afectó mis hábitos alimenticios y en menos de catorce meses aumenté alrededor de una docena de kilos. Una vez que me licencié, subí y bajé de peso con frecuencia: padecí de un severo trastorno alimenticio que me llevó a unos famélicos cuarenta kilos — lo cual, con mi estatura promedio de 1.63 cm me hacía ver enfermiza y exhausta — y finalmente, luego de años de terapia y de un largo proceso de reconciliarme con mi cuerpo, me estabilicé en unos discretos sesenta kilos. De vez en cuando, tengo varios kilos de más — nunca de menos — pero de alguna forma, alcancé esa cierta satisfacción de mirar mi cuerpo — y comprender mi imagen — con cierta amabilidad. Con la tranquilidad quizás, de aceptar mi imperfección como un elemento muy concreto de mi personalidad. Algo que hace diez o quince años, no creía posible. Después de todo, en nuestra cultura, el aspecto físico no se celebra desde la óptica de lo saludable sino de algo más elemental, duro y preocupante que no siempre es comprensible al primer análisis.

Tal vez debido a todo ese largo proceso físico — que me dejó una serie de secuelas emocionales y hasta espirituales que me llevó años superar — es que me preocupa especialmente toda esa noción de la mujer “perfecta” , “La saludable”, “La atlética”, “La real” que con tanta frecuencia se intenta imponer como patrón estético y cultural. Me preocupa, no sólo por el hecho que sé — digamos que por carne propia — el dolor que puede producir una crítica directa a tu cuerpo o incluso, esa mirada reprobatoria de una sociedad que asume tu aspecto físico como un paradigma muy concreto. Y es que ninguna mujer moderna ha logrado jamás evitar esa ponzoñosa mirada de la sociedad hacia su cuerpo, hacia la manera como percibe su propia visión estética e incluso, sobre incluso, como se comprende así misma. Casi cualquier mujer, podría decir que por años, ha luchado contra esa percepción pobrísima, incompleta y cruel que la señala por no encajar en un esquema específico. Y no me refiero únicamente a los patrones estéticos de una sociedad consumista que contempla el ámbito de la imagen personal como un elemento que puede definir a la mujer y al hombre, sino algo más brumoso, doloroso y duro de asumir. Esa inmediata comprensión de la belleza como un atributo necesario, esencial, que se promociona — se insiste — casi como una obligación física que se asume inevitable.

Porque para la sociedad la belleza no se trata sólo de esa visión del otro en su individualidad, sino de cuanto podemos encajar en ese estereotipo confuso y muchas veces irrealizable que se impone — o se intenta imponer — como real o evidente. La estética que lo rige todo, que lo analiza todo, no sólo desde el extremo de definir quién eres — que ya sería lo suficiente grave — sino como podemos ser comprendidos. Una especie de concepto borroso de nuestra personalidad y sobre todo, nuestra idea sobre quienes somos y quienes podemos ser. Lo bello — lo atractivo — se convierte en algo más que un atributo físico: una manera de definir nuestra identidad.

Estudié en un colegio sólo para niñas, una experiencia incómoda y un tanto claustrofóbica. Era por entonces muy delgada, pálida, con abundante cabello rizado y nada parecida al estereotipo de belleza de mi país, que suele ser una mezcla de cierta idealización física y una adulcorada feminidad. Recuerdo que me sentía constantemente inadecuada, tímida, fea. Y era una sensación muy real, tanto como para abrumarme constantemente, un agobio muy joven que me llevaba esfuerzos manejar.

— Una mujer de verdad tiene que verse siempre linda — me dijo en una ocasión una de mis compañeras de colegio. Era una niña hermosa, de largo cabello sedoso que le caiga en una melena brillante sobre los hombros, rostro sonrosado y hoyuelos en las mejillas — Ser linda es lo más chevere.

Yo no sabía que era ser linda, en realidad. ¿Se trataba de ser alta, delgada ¿o bajita y adorable? ¿Llevar el cabello suelto? ¿Una manera de hablar o caminar? No tenía idea. Las “lindas” eran sin duda un grupo extraño, ambivalente. Pero sabía que esa cualidad ambigua, era importante. Entre mis compañeras, que se esforzaban por serlo. En nuestro mundo ingenuo de pequeñas intrigas y rivalidades. También sabía que yo no lo era, y eso era doloroso. Porque ser Linda — así, en mayúsculas — te aseguraba un tipo de aceptación con la que yo soñaba, pero no tenía. Un tipo de popularidad que se relacionaba directamente con su percepción sobre mi misma.

Saber que no eres “linda” puede tener la potencia de un mazazo, no sólo en tu autoestima sino en algo más indefinido y difícil de comprender: esa opinión que tienes sobre tu cuerpo y como te ves. O mejor dicho, como te asumen quienes te rodean. Recuerdo que por horas, me miraba al espejo preguntándome que estaba mal en mí, que no encajaba o mejor dicho, de qué cualidad carecía que me hacia solamente una niña normal. Un pensamiento muy angustioso, sobre todo si vives en un país como el mio donde la belleza es una necesidad, se obliga y se asume obligatoria y sobre todo, se percibe como una cualidad necesaria para el éxito social. Más de una vez, le supliqué a mi cuerpo crecer muy rápido, mostrar sus primeras redoncedes lo más deprisa que pudiera. Imitar ese canón de belleza que no tenía. Pero no lo hizo. Con quince años cumplidos, seguí siendo muy delgada y sin formas femeninas. Rodeada de adolescentes cada vez más voluptuosas y de aspecto muy adulto, eso puede ser una pequeña tragedia.

Cuando aumenté de peso durante esos singulares primeros años Universitarios, la balanza se inclinó hacia el otro extremo. Al principio, fue una especie de florecimiento: de pronto tenía pechos, trasero, formas de mujer. Y lo disfruté: bien pronto aprendí que esa nueva visión de mi misma tenía su valor entre quienes me rodeaban. O al menos así me lo imaginé. Me sentí a gusto, querida, aceptada, o mejor dicho, yo misma me acepté y me quise, luego de años de acosarme mentalmente, insistir en que debía parecerme a la joven mujer en la que luego me convertiría. Fue una época ambigua, porque mientras celebraba mi capacidad intelectual, también me sentía extrañamente en consonancia con esa opinión física que la cultura donde nací tenía sobre mí. Con frecuencia me miré al espejo y sentí verdadero alivio por tener un escote relleno, por llevar los jeans ajustados que me había pasado muchos años deseando llevar. Una victoria banal en medio de una vision muy trivial de mi propia personalidad.

Pero eso acabó pronto. En poco tiempo, perdí de nuevo el control de mi cuerpo o así me lo pareció. Aumenté de peso muy rápido y la recién descubierta voluptuosidad se convirtió en una temible enemiga. Intenté ejercitarme, controlar mi apetito, pero esa combinación de ansiedad, naturaleza y simple descuido, eran mucho más fuertes que cualquiera de mis intentos de controlarla. De nuevo, mi cuerpo se convirtió en mi enemigo: llevaba ropa anchísima para ocultar los kilos de más, y me avergonzaba — como se suponía debía hacerlo — por las estrías, los rellenitos, la piel que sobraba de aquí y de allá. Otra vez, me enfrenté a esa penosa noción de ser inadecuada, de no pertenecer a esa pequeña idea — muy pequeña e inalcanzable, en realidad — de perfección. Por horas, lamenté no sólo mi aspecto, sino “mi descuido”, mi poca capacidad para “controlar” mi errores y mi imagen. Una sensación desosegante, que tenía mucho que ver con una combinación entre como me interpretaba — como mujer, y sobre todo, como analizaba mi propia imagen — y la forma como pensaba debía ser, esa aspiración a lo irrealizable e inalcanzable que con veinte años cumplidos, asumí era real.

Entonces, llegué a lo que suelo denominar un punto de quiebre, de no retorno. Sufrí un gravísimo trastorno alimenticio que escondí e intenté manejar por años, sin lograr ninguna de ambas cosas. Perdí casi treinta kilos de peso, gracias a dietas absurdas, al abuso del ejercicio físico, a mi obsesión por cada bocado de comida que me llevaba a la boca. Y es que la comida se transformó ya no en fuente de placer, ya no en mera satisfacción física, sino en un elemento de control. Cada trozo de comida, parecían formar parte de una intricada red de decisiones sobre mi cuerpo. En medio de una situación personal complejísima y sobre todo, cada vez más aislada, encontré que dominar mi cuerpo por medio de la violencia, de la crítica y del dolor me brindaba un nivel de control inesperado, una sensación de alivio frágil y totalmente falsa. Pero me satisfacía. De una manera extraña y ambivalente, a pesar de saber que me estaba ocasionando un daño físico inimaginable, que la constante lucha contra mi apetito era un tipo de adicción tan peligrosa como cualquier otra, sentía una extraña satisfacción al saber que de alguna forma, mi cuerpo me obedecía. O mejor dicho, sufría bajo mi voluntad. Ambas cosas se mezclaban entre sí y me producían una extraña sensación de angustia, de dolor y algo muy parecido a la amargura.

Me llevó años superar el trastorno. Y unos cuantos más, asumir completa responsabilidad sobre mi salud y mi cuerpo. Comencé a comprender que la estética — o ese canon de estética debido que por años me afligió tanto — era un tipo de idea sutil que más que definir quién podía ser — o como podía ser comprendida — era un eslabón en una larga serie de pensamientos y conceptos que debía vencer. De la misma manera como me enfrentaba al habito de control, al temor de como podía verme. O quizás debido a los mismos motivos, a las mismas ideas. Por la misma consecuencia.

Me hice muy consciente del daño que puede hacer esa cultura de lo consumible, de la estética evidente, a cualquiera que esté dispuesta a aceptarla como real e incluso, quien no. Porque esa noción de lo que nos hace parte de una idea general, de lo que nos incluye en sociedad, como parte de esa perspectiva de identidad cultural, puede ser tan nocivo como doloroso. Una idea que trasciende y se inmiscuye en lo privado, en lo intimo. Y es que ¿Quién no se ha sentido agredida (o agredido, ¿Por qué no?) con esa celebrada imagen de perfección física que la sociedad abrumada de imágenes difunde y promueve? ¿Quién no ha sufrido en menor o en mayor grado esa sensación de ser por completo inadecuado, sometido a la crítica sutil de una sociedad que juzga debido a la insistencia de un único canon de belleza? ¿Somos conscientes hasta que punto la cultura agrede y menosprecia la diferencia? Tal vez no tanto como deberíamos, quizás no con la profundidad que pudiera consolarlos de alguna manera.

A K. la conocí en un pequeño grupo de apoyo online, durante los largos meses de recuperación de mi trastorno alimenticio. Como yo, había llegado a hacerse real daño físico con su compulsión de control de su cuerpo: había sufrido un raro caso de padecimiento óseo debido a la súbita perdida de peso y cuando comenzamos a conversar, se recuperaba lentamente de un cuadro clínico severo y raro que le llevó años superar. Me contó que incluso luego de pasar casi dos meses recluida en una clínica privada, sufrir de terribles dolores diarios, seguía mirándose al espejo y sonriendo al encontrarse delgada.

“A veces creo que estoy loca. Seguramente lo estoy” — me escribió en una oportunidad — lo suficiente al menos, para continuar pensando que mi delgadez es motivo para sentirme feliz, querida y satisfecha. ¿Lo peor? que todos a mi alrededor lo piensan también: mis amigos cercanos me felicitan por lo que llaman “mi fuerza de voluntad” e incluso mi hermana celebra “lo bien que me veo” cada vez que puede. Entonces, me miro al espejo, flaca, huesuda, enfermiza y me pregunto quien tiene la razón. Si el médico que me insiste debo comer y me habla de la serie de problemas físicos que sufro, o todas esas miradas de aprobación, esa celebración a esta imagen falsa y peligrosa que muestro. Nunca sé que responder. No sé que pensar de mi misma”.

Y es que para nuestra cultura, la belleza es algo que trasciende la mera percepción para convertirse en “algo” concreto. Un idea notoria que se ensalza y se celebra en todas partes. De las enormes vallas publicitarias donde mujeres de delgadez imposible celebran un tipo de aspecto físico inalcanzable, desde la portada de revistas donde hombres de enormes músculos y mujeres extraordinariamente voluptuosas insisten en mostrar un tipo de atractivo difícil de asumir como real. Pero que aún así se acepta, se vende, se comercializa. La ropa de tallas mínimas, las modelos de aspecto adolescentes anunciando un tipo de expectativa estética muy adulta. Lo femenino y lo masculino reducido a una fórmula excesivamente simple. El menosprecio de la imagen real.

“Nunca sabes muy bien que es correcto o que no lo es, con respecto a tu cuerpo” — me comentó K. años más tarde de ese primer y angustiado correo. Se había recuperado casi por completo de sus dolencias y era una mujer saludable que luchaba por mantener el equilibrio — “Nunca sabes si los kilos de menos te ayudan a mirarte con mayor amabilidad o los de más, a entender que somos imperfectos y que está bien serlo. Nunca sé si mi cuerpo o como se ve, en todo caso, refleja cómo me siento. O como quisiera verme. La lucha por ese concepto es abrumadora, pero se lleva a diario por necesidad. O al menos, así ocurre en mi caso”.

Hace varios años, la marca de productos de cuidado “Dove” creó una campaña publicitaria para celebrar lo que llamó “la belleza real”. El éxito de la campaña fue inmediato pero sobre todo, avivó la polémica sobre una sociedad asfixiada por canon estéticos irreales y su inmediata reacción: esa búsqueda de un aspecto físico saludable, imperfecto, natural.

Dove además ha insistido en usar mujeres de aspecto normal en sus campañas mundiales, lo que ha tenido una repercusión inmediata. La campaña además, ha permitido a la empresa reflexionar sobre el poder de la imagen mediática que se comercializa sobre la mujer, lo que le ha llevado a afirmar que su intención es “redefinir las opiniones comunes de la belleza y levantar la autoestima femenina, sin importar edad o pertenencia étnica”. Gracias a los esfuerzos de Dove, se debatió sobre la imposición de la industria de la Moda y los productos de belleza de un aspecto físico famélico, durísimo y sobre todo inalcanzable. Mujeres en todas partes del mundo aplaudieron la iniciativa y se sintieron profundamemnte aliviadas de encontrar en las páginas de revistas y en las pantallas de televisión, mujeres de caderas amplias, con piel pecosa, con cicatrices, con vientres redondeados. Más aún, una nueva idea sobre la belleza comenzó a fructificar no sólo gracias a los esfuerzos de “Dove” — como marca y gigante publicitario — sino también, a esa necesidad de rebelión contra la visión de la belleza única, la manufacturada a la medida del medio, la comercial. Lentamente, otro canón de belleza pareció construirse como reacción — o quizás para enfrentarse — al de la estética contemporánea. Una idea que celebra a un tipo de mujer nueva, a la medida de la nueva visión de la libertad personal e individual femenina. Y no obstante, esta renovada percepción parece tan restrictiva y limitante como la anterior. Como si la reacción imitara tal vez de manera involuntaria esa necesidad de imponer un único criterio, una percepción exclusiva de la imagen estética.

Mi amiga J. ha sido muy delgada desde que yo recuerde. Y sin esfuerzo alguno, además. Con muchísima frecuencia suele insistir que la naturaleza la “bendijo” de manera extraña con un metabolismo que a sus treinta y tantos años, aún la hace lucir como una adolescente. No obstante, y a su manera, también se ha enfrentado a esa noción cultural sobre la belleza, sólo que su inmediata reacción. Me cuenta que en más de una ocasión, se le acusa de “anoréxica” y de obedecer “la moda de aspecto enfermizo”.

— Antes se trataba de luchar contra esa idea de la Modelo delgadísima, y lo consideré necesario, natural. Pero el nuevo enemigo es ahora la mujer que no se parece a esa idea difusa de la “mujer real” — sonríe — ¿No te parece casi contradictorio? Me llaman “flaca hambrienta” y “anoréxica” aunque jamás me he preocupado de lo que me llevo a la boca y me gusta mi cuerpo tal como está.

No es la única experiencia que parece sugerir que nuestra cultura insiste en los extremos para intentar definir como “debemos” vernos. La misma frase “mujer real” parece englobar una serie de ideas que delimitan — otra vez — la apariencia que la mujer “debe” tener según la cultura. Como me comenta J., tal pareciera que ambos extremos comparten una única idea: la de imponer una percepción de la mujer basada en una imagen poco concreta.

— ¿No soy mujer real porque soy delgada? — me dice casi con cansancio — Tengo piel imperfecta, hay partes de mi cuerpo que no gustan. Pero las acepto, las celebro. ¿Es menos importante mi opinión sobre mi cuerpo por qué soy delgada?

Me cuenta que en una ocasión, se quejó en voz alta de su aspecto físico mientras almorzaba con un grupo de amigas. De inmediato, recibió críticas sobre su “necedad” e inconformidad “con su aspecto perfecto”. Para J., la discusión que se suscitó después — y donde se insistió en que sus quejas no tenían sentido porque su aspecto físico era el deseable por una sociedad de consumo — le dejó claro que los estereotipos están lejos de acabar y que de hecho, parecen transformarse en algo más, en una visión deshumanizada y ramplona sobre el cuerpo y la imagen estética como identidad.

— De manera que si soy muy delgada no soy “real”, ni tampoco “saludable” — me comenta con desánimo. Compartimos un rápido café y en el pequeño local donde nos encontramos, todos le dedican miradas de admiración. Lleva un sencillo vestido negro, sandalias y el cabello suelto y su aspecto, aunque sobrio, parece encarnar esa visión de la mujer irreal, estilizada y delgadísima que es tan común. Cuando se lo menciono, J. sacude la cabeza, afligida — es esa noción de “soy como se supone debería ser” y luego “eres lo que la mujer la obligan a ser” lo que me hace sentir me encuentro en ninguna parte. Y es extraño, porque las opiniones que recibes sobre tu cuerpo, te importan más de lo que admites. Se llevan como cicatrices. Incluso las buenas, porque te recuerdan tus temores. Incluso las temibles, porque los hacen reales. Al final, es una especie de audiencia muda que te mira con ojo despiadado.

Por mucho tiempo me miré de esa forma. Me hice más daño que nadie. Me ataque como creo nadie lo ha hecho nunca. Lo recuerdo mientras me miro al espejo, con una sensación de extraña tranquilidad, o quizás, simple complacencia. Mi cuerpo está lejos de ser perfecto y de hecho, es quizás la suma de sus pequeños defectos y pequeñas curvas de belleza. Pero sonrío, mientras giro y me miró desde ángulos dolorosos y otros más favorecedores. Me miro con la felicidad de quien sabe llegó a un pacto de cierta tranquilidad con los propios dolores. Una cierta tranquilidad.

C’est la vie.

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