martes, 20 de febrero de 2018

Hipocresía, religión y otros dolores culturales: El plan Divino y quienes no encajan en él.

Fotografía de Braden Summers.


Mi país es uno bastante hipócrita y moralista, un pensamiento que tengo con más frecuencia de lo que desearía y que la mayoría de las veces, me hace preguntarme comos nos comprendemos como sociedad, mucho más en medio de la complicada crisis social y política que atravesamos. Somos el país que llama “puta” a una mujer por disfrutar de su vida sexual como le plazca, la misma que idealiza a la madre — y maltrata la figura materna en cientos de maneras distintas — y que además, normaliza el machismo como una idea perenne que debe aceptarse casi por dolorosa asimilación. Hace unos días, incluí en Twitter, un artículo que mostraba emocionantes fotografías sobre las peticiones de matrimonios muy románticas. La recopilación incluía un par de parejas homosexuales y tal vez por ese motivo, me pareció especialmente significativo el artículo. Pensé sobre la igualdad y el hecho que lentamente — tal vez con excesiva lentitud — la cultura comienza a comprender que la tolerancia es una manera de interpretarse así misma. O quizás incluso un poco más allá: de asumir que la diferencia es una necesidad cultural.

No es tan sencillo el pensamiento, por supuesto. Ni tampoco tan popular. Un amigo miro todas las fotografías y me envió de inmediato un mensaje a través de Whatsapp: “Todas preciosas, menos las de los maricones”. Suspiré, intentando reprimir la irritación que me produjo el comentario: “Son personas” le respondí. De inmediato escuché el teléfono sonar.

- No entiendo porque defiendes este tipo de cosas — insistió. Siempre tenemos discusiones parecidas, aunque no tenga idea por qué. Mi amigo L. fue educado en la religión bautista y actualmente, es un confeso ateo por convicción adulta. Siempre sostenemos encendidas discusiones por los temas más disímiles. Nunca he entendido muy bien el motivo por el cual soy su interlocutor preferido. El caso es que lo hace, como si necesitara comprender sus propios prejuicios a través de alguien más.
- ¿A qué “tipo de cosas” te refieres? — pregunto.
- Sabes a que me refiero.
- No, la verdad no. Solo veo un grupo de parejas felices.

Carraspea. Desde que lo conozco, L. se ha declarado homofóbico y lo hace con ese desparpajo de quien se sabe aceptado y asimilado por su cultura. No siente mayor culpabilidad y lo admite sin tapujos. Insiste en que no critica “la vida ajena” pero que tampoco aprueba un estilo de vida que insiste en llamar “escandaloso”. Siempre que le pregunto que importancia tiene su aprobación con respecto a la conducta de alguien más, parece irritarle la idea. Posee esa conciencia un poco desconcertante sobre que al formar parte de lo socialmente aceptable, su opinión y todo juicio, tiene un peso considerable.

- Me refiero a que no comprendo porque se debe mostrar lo que se puede hacer perfectamente en privado — insiste. Y lo hace intentando parecer ecuánime. Pero a mi no me engaña: he escuchado ese argumento cientos de veces. Lo esgrimen sacerdotes escandalizados por la nueva idea de tolerancia que la sociedad asimila de a poco, de mujeres y hombres para quien el juicio moral de pronto resulta de una improbable importancia. Claro está, los que insisten en el tema con mayor frecuencia son gente como L., que tiene una curiosa visión de su educación y principios como referencia moral y está convencido que eso le permite insistir en una visión crítica sobre la conducta de alguien más.

- Todas las parejas de las fotografías se están besando y celebran — comento — ¿Por qué no lo admites sin tapujos y dejas bien claro que te molesta que dos hombres se besen?
Silencio. Aja, allí está el punto sensible de la cuestión.
- Es normal que me moleste — responde entonces. Hay un tonito irritado en su voz que me hace sonreír — no es lo natural, no es algo…
- ¿Qué? ¿Dios solo creó a Adán y a Eva?
- Es así.
- ¿No eres Ateo?
- Hablo de selección natural — tercia. Le notó ahora sí francamente molesto y esa cólera suya me parece tan hipócrita como todo su argumento — los seres vivos estamos creados específicamente para concebir.
- Y el cáncer para matar y aún así existen medicinas para salvar vidas — le interrumpo — No veo por qué tu prejuicio deba afectar las decisiones de alguien más.
- No he dicho que no se acuesten — el tono tenso de su voz parece ocultar una ligera repugnancia. Y el pensamiento me sorprende. Realmente ¿Qué le molesta tanto? me pregunto con toda franqueza. ¿Qué le produce esa reacción visceral, mezquina hacia algo que no le afecta directamente, que de hecho, jamás le afectará, que no tiene la menor relación con su vida? No comprendo en realidad el límite entre lo privado y lo intimo, esa linea que delimita la opinión de L. sobre la homosexualidad y su férrea postura en contra. Porque no hablamos solo de su censura moral, que podría asumirlo como parte de una idea cultural más vieja que él mismo, sino de su decidida oposición a la idea. Lo he escuchado debatir entre pequeños grupos de amigos, leído sus encendidos artículos sobre el argumento de la selección natural, donde cita a Darwin y a Jung para justificar su propia renuncia a aceptar la idea. Me intriga esa resistencia, pero aún más, el evidente rechazo y desconfianza que le produce la sola admisión que el punto de vista ajeno pueda ser contrario al suyo, incomprensible para su planteamiento del mundo. ¿Allí radica esa violenta oposición suya a la homosexualidad? ¿A que la transgresión de ese límite de lo que considera comprensible?
- ¿Qué dices entonces?
- Que guarden en privado su perversión. A eso me refiero.

Pero que palabra más curiosa esa: perversión, pienso escandalizada. Una que por mucho tiempo se utilizó para definir a la sexualidad femenina, a la inteligencia, a la opinión. En el medioevo se consideraba perverso que una mujer pudiera leer y escribir. Unos siglos después, se consideraba perverso que una pareja se tomara de las manos en público. Y ahora L., habla de perversión en términos muy parecidos, señalando al otro, al que no entiende ni asume como igual, perverso. ¿Qué es la perversión entonces? ¿Una manera de estigmatizar la diferencia?

- Supongo entonces que todos las perversiones deberían guardarse bajo llave — respondo con cierto tono festivo — me parece intrigante que pienses eso. Un mundo sin pornografia, ni tampoco desnudos o escenas explícitas sexuales en las películas. ¿Eso es lo que propones?
- Es diferente.
- ¿Por qué?
- Tu sabes por qué.
- No, no lo sé.
- La mujer y el hombre son culturalmente viables — estalla entonces. Ah, esto es nuevo, me digo. Supongo que L., un culto sociólogo, tendrá argumentos de sobra acerca de las variables sociales que favorecen a las parejas heterosexuales. Las tiene: me habla sobre un mundo donde la sexualidad no sea una excepción, sino una manera de expresar ideas étnicas y culturales. Insiste que una pareja homosexual es una imitación pobre de sus iguales “normales”. Y escucho todo aquello, preguntándome como será escuchar explicaciones semejantes a diarios, como será soportarlas, tener que defenderlas, por el solo hecho de tomar decisiones adultas sobre tu sexualidad. Me pregunto como será asumir que el mundo te rechaza por tu propia idea sobre lo natural, por la manera como concibes y asumes el poder de tu sexualidad. Siento angustia, una muy clara e inquietante: ¿Cuando el prejuicio dejará de rozar la intimidad, el goce secreto, la idea de la mujer y el hombre como estereotipos sociales concretos? ¿Cuando la cultura se liberará de la idea de mirarse así misma como un conjunto de reglas que intentan sacralizar lo que debería ser esencialmente primitivo y espontáneo? No lo sé y la serie de cuestionamientos me inquietan y sobre todo me, preocupan. Porque si en algo estoy bastante clara, es que un prejuicio no puede aislarse: salpica toda estructura social, cualquier interpretación de la cultura. Una sociedad sólo es libre en la medida que sus ciudadanos puedan serlo. La libertad como expresión de convivencia y fraternidad.

¿Quién creó a Esteban?
La idea tiene meses atormentandome. Tal vez se deba a que el debate sobre el matrimonio igualitario se ha hecho mucho más visible últimamente, o tan solo que viviendo en una sociedad como la Venezolana, soy consciente que hay una necesidad enorme y responsable de aceptar que la igualdad es una forma de madurez social. Claro está, en un país adolescente como el nuestro, la idea no se asimila sencillo. No solo con respecto a la homosexualidad sino con cualquier otro tópico que suponga una amenaza al status Quo, un enfrentamiento a ese orden tradicional de las cosas. Y los ejemplos sobran en la historia reciente del país: Un Presidente homofóbico que ataca a su contendor político con insultos de género. Campañas más o menos populares a través de las redes sociales alabando las virtudes del matrimonio tradicional, en detrimento del matrimonio igualitario. Y de pronto surge Dios y la religión como argumento. Esgrimidos de la manera más hipócrita posible: proclamas que citan a la Biblia católica de manera tendenciosa, invocan una fe que no comulgan y mucho menos asumen como personal. Asombra un poco ver las Iglesias vacías, mientras puertas afuera se discute con fervor fanático sobre los designios divinos sobre la sexualidad ajena.

En una ocasión, me dediqué a analizar el tema con profundidad. La historia comienza así: Leo un Tweet que se pregunta — y al parecer con gran sencillez inocente — quién creó a los homosexuales, para lo cual, usa una imagen en la que muestra a unos rollizos Adán y Eva, en compañía de un joven con sonríe desde la ilustración. A la ilustración le acompaña una frase que dice más o menos así “Si Dios en su infinita y misericordiosa sabiduría solo creó a Adán y Eva…¿QUIÉN CREÓ A ESTEBAN? ¿Quién en su maldad abismal decidió crear a una criatura destinada a contradecir a la obra de Dios con su mera existencia?” O eso parece sugerir la frase ( tomada aparentemente de un cita bíblica flexible ) que deja bastante claro que Dios, omnipotente y todo amor solo se responsabiliza por la creación que coincide con su sentido del humor, sus normas y su manera de darle un toque artístico a este mundo caótico en el que usted y yo ( y los Esteban del mundo ) habitamos para mayor gracia del Creador.

Porque aquí, la pregunta que atormenta a los que Dios si creó es la siguiente: ¿Qué ocurre con todos aquellos que no forman parte de la restringida visión de este creador que ignora quién es Esteban? Hablo de las mujeres que no coinciden con el limitado estandar bíblico, los hombres que tampoco encajan — heterosexuales o no — dentro de la percepción de la religión sobre la moral ¿ Qué pasa con los que se toman el atrevimiento de enmendar la plana al Creador? ¿Qué ocurre con todos los que nacieron para contradecir los principios Universales por el mero hecho de formar parte de esa visión al margen del Ojo divino? Ah, sí, pobre de los Esteban del mundo, de los que aparentemente ha creado el diablo en su malevolencia o brotaron por generación espontánea como la hierba. ¿Qué ocurre con todos los que no forman parte de ese aparente plan Divino que no incluye a los Esteban…y tampoco a todos los que no sean parte de esa percepción del mundo donde lo Divino es una limitación y no una manera de trascender? Ay de los pobres Esteban, de los Esteban que aman Adanes…y quizás las Evas que aman a las Josefinas. ¿Y que pasa con todas las costillas no usadas de Adán? ¿Qué pasa con todas las criaturas que pululan más allá de un Génesis bíblico que se interpreta a conveniencia, que se esgrime como un arma, que se insiste como principal razón para olvidar lo que la fe te insiste en recordar? ¿Donde queda el infinito amor de Dios si en su magnífica benevolencia ignora a los que no parecen ser parte de esa orden Divina de reproducete, vive, sé polvo? ¿Y los que paren libros? ¿Y los que no creen en nada? ¿Los que creen en Diosas y Dioses en un lugar de un solo Dios? ¿A donde va Esteban, en su soledad de no existir cuando levanta el rostro para buscar a respuestas? ¿Las encuentra? ¿Existe un Dios para los Esteban? ¿O Dios — el que se insiste en que no creó a ningún Esteban, no señor — se aparta la barba, mira a otra parte y solo mira con benevolencia a su Adán y a su Eva? ¿Hay un infierno para los olvidados? ¿Para los que su creador prefiere olvidar que sacó del barro?

No lo sé, pero todas estas preguntas me las hago, mientras sigo estupefacta preguntándome ¿Quién CREÓ A ESTEBAN? ¿Alguien me lo puede decir?

Yo espero que sí y si no, tendré que simplemente asumir que Dios tiene un raro y en ocasiones doloroso sentido del humor.

El matrimonio igualitario y el debate hipócrita:
Probablemente mi amigo M., es el hombre más inteligente que conozco: Creativo, con un gran sentido del humor, una afilada mente analítica es sin duda el tipo de espíritu libre que siempre he admirado. Su pareja, A, es un talentosísimo artista plástico. Ambos, forman un dúo extraordinario, de esas uniones que mi abuela paterna solía llamar jocosamente “creadas en el cielo”. Y es cierto: ambos parecen compartir una afinidad natural y espontánea que no solo sustenta el amor romántico, sino que lo hace incluso más profundo. Muy probablemente se deba a esa necesidad de toda pareja homosexual de asumir la responsabilidad de sus sentimientos, no solo ante la otra persona, sino la sociedad que los censura.

Y es que nuestra sociedad, concibe al diferente como culpable de un crimen sutil. Un delito de escándalo que aún no se ha definido muy bien pero que todos parecemos reconocer de inmediato. Para M. y A. no ha sido distinto. En una ocasión, acudimos juntos a una celebración y mientras todas las parejas en las pista de bailen bailaban y disfrutaban del jolgorio, ambos permanecían sentados, mirando la normalidad a una prudencial distancia. Porque a una pareja homosexual no se le permite esas pequeños beneficios y virtudes de lo cotidiano. ¿Qué ocurriría si mis amigos hubiesen decidido bailar, como cualquier otra pareja, junto con el resto de los bailarines que llenaban la pista? ¿Que habría ocurrido de haber tomado la determinación de besarse, mirarse, sonreír como cualquier otra pareja? No lo sé y ellos no quisieron correr el riesgo, con toda razón. Una sociedad hostil los mira a distancia, se pregunta porque no regresan a su “lugar”, no esconden “su perversión”. Pensé en esas cosas mientras M. bailaba con una amiga en común y A., continuaba sentado a mi lado en la mesa, mirándolos.

- Lo siento — dije. No sé por qué me disculpe. No tengo idea por qué asumí la culpa histórica, por qué creí que debía hacerlo. Pero lo hice, con toda la humildad de sentirme responsable en parte de esa cultura de la represión, de esa idea venial del sobresalto por lo distinto. Mi amigo A. , me apretó la mano con tristeza y siguió mirando a M. bailando unos metros más allá.
- No importa. Uno se acostumbra a estas cosas.
- No tendrían porque acostumbrarse — respondo. Siento dolor y una cólera impersonal. Miro a mi alrededor, a las felices parejas heterosexuales que se besan y se abrazan, a las que saltan y ríen y me pregunto porque mis amigos no tienen el mismo derecho a hacerlo, qué motivo invisible se lo impide. No sabría muy bien dónde empezar a construir una respuesta, a razonarla. Pero instintivamente que sé que tiene una directa relación con ese temor de la sociedad hacia lo que no comprende y no asume como propio. El temor a lo desconocido, a lo que no puede catalogar. A lo que no desea entender.

Pienso en M. y en A., cuando firmo una hoja para introducir en la Asamblea Nacional una petición para apoyar el matrimonio igualitario. Lo hago en una estación de Metro de mi ciudad. El chico que sostiene la carpeta con el manojo de firmas sonríe.

- ¿Eres lesbiana? — pregunta.
- No.
- ¿Por qué firmas entonces? — se sorprende. ¿Qué se le responde a eso? pienso mirando un momento a mi alrededor. Me pregunto si solo luchamos por nuestros derechos cuando nos afecta, cuando nos conviene, cuando necesitamos defendernos. Me pregunto que habría ocurrido si solo los afrodescendientes hubiesen luchado por sus derechos, o solo las mujeres por los suyos. ¿Solo levanto la voz si me afecta? ¿Solo levanto mi protesta si me hace daño? ¿Y que ocurre con la idea de igualdad? ¿Qué ocurre con las batallas morales y las culturales? ¿Qué pasa con los pequeños triunfos? ¿A dónde conduce nuestra transformación moral?
- Porque quiero que todos puedan bailar — respondo. Y es la verdad. Justamente por ese motivo estampo mi firma y brindo mi convicción. Porque deseo un mundo donde todos podamos reír y levantar los brazos para celebrar, sin preguntarnos por qué lo hacemos.

Camino por la calle, mirando a la multitud que camina a mi alrededor. A los que ríen, los que caminan muy apresurados, los que tienen expresión malhumorada. Y pienso en la diferencia, más que en la igualdad y en la importancia de reconocer su existencia. Tal vez todo radique allí, pienso, en el poder de comprender que cada uno de nosotros es una expresión de creación y una oportunidad para crear.
Tal vez sea así, me repito. Y si no lo es aún, me gustaría que lo fuera.
C’est la vie

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