martes, 27 de febrero de 2018

El Desnudo, la fragilidad y el cuestionamiento íntimo: Reflexiones sobre el motivo por el cual, mostrar el cuerpo siempre será un acto de libertad.

Autorretrato




En nuestra época, desnudarse parece ser sencillo: la inmediatez de los medios de difusión y la democratización de las herramientas, parecen hacer cada vez más fácil el hecho básico de mostrar el cuerpo, de sentir esa inevitable necesidad de construir una opinión estética sobre como lucimos o cómo nos vemos. O más allá de eso, desnudarnos por el mero placer de hacerlo, por la sensación de poder que el hecho confiere, por tendencia, por presión social, porque la desnudez dejó de tener significado — o eso parece — o incluso, la mera sensación que desnudarse es un hecho tan cotidiano como cualquier otro.

Para mi nunca lo fue. Lo pienso, cuando casi con timidez, me quedo de pie frente al lente de la cámara. La desnudez no es sencilla, incluso en esa mirada oculta y exquisita de la fotografía. Me cubro los pechos con los brazos, me encorvo, con esa inevitable sensación de vulnerabilidad que produce la ausencia de máscaras, la timidez de esa visión quebradiza que todos tenemos sobre nuestro cuerpo. La cámara me observa, directa, cruda. Sin opiniones. Con la mandíbula temblando de puro nerviosismo, tomo una bocanada de aire y levanto los hombros. Un escalofrio me recorre la espalda cuando me quedo erguida en la oscuridad, el viento rozando las caderas temblorosas, la piel sin máscaras. Y pienso en este poder del cuerpo salvaje y libre, en esta rotundidad de creer y construir mi cuerpo a través de la imagen. Con los puños apretados a los costados, espero. El click del obturador llena el mundo. Un alivio silencioso y casi dulce me recorre. Paz en esta lucha turbulenta entre el miedo y la simplicidad de mi propio delirio.
Desnudarse no es sencillo, me repito de nuevo. El click de la cámara suena otra vez. Tal vez por ese motivo, en brujería, se le considera un acto poderoso, reivindicador. Una gesto de maravilloso poder. La cámara de nuevo captura la imagen, la eterniza. Orgullosa, miro de frente su ojo cegador. Y pienso en la belleza de un cuerpo desnudo, en toda su metáfora. No hay mayor muestra de determinación y coraje que romper los propios límites, no hay mayor poder que el de vencer el miedo con pequeños gestos de valor. Y la desnudez es uno de ellos. El poder creativo en su máxima expresión.

De niña, me avergonzaba muchísimo mi cuerpo. No sabría decir bien el motivo, pero me producía una enorme incomodidad el mero pensamiento de encontrarme desnuda. Había algo inquietante, en esa fragilidad del espíritu abierto y expuesto en la piel. Recuerdo que a los doce, intenté tomarme una fotografía para contemplar mi cuerpo — ¿comprenderlo, quizás? — y no pude hacerlo, aterrorizada de la mirada fija de la cámara, de la sensación abrumadora e inquietante que la imagen podía captar algo de esa fragilidad imaginaria, temible y dolorosa que tanto me aterrorizaba de mi cuerpo. Al final, no me atreví a tomar la fotografía y recuerdo la sensación de profunda tristeza que me embargó por esa ausencia de significado. Por no entender lo suficiente a mi cuerpo como para poder fotografiarlo.

Creo haberlo comentado antes: me tomo autorretratos desde que tengo once años de edad. De hecho, me parece que podría decir que comencé antes, con la torpeza de mi vieja polaroid y una pequeña cámara Kodak que me habían obsequiado en algún cumpleaños. Por supuesto, no sabía lo que hacía — o porque lo hacía — pero mirarme en imágenes siempre me produjo sobresaltos. Tal vez existe una definitiva dicotomía entre la imagen — o la percepción — que tienes de ti mismo en tu mente y la que te ofrece la realidad. O se trate de una cierta sorpresa filosófica. El caso es que siempre existe un genuino temor, una sensación de puro desconcierto que da paso a algo más. A preguntas, a pequeños cuestionamientos. A ideas que se crean en si mismas a través de esas imágenes que reflejan una cierta idea personal que nunca termina de completarse. Porque un autorretrato es, ante todas las cosas, un concepto a medio terminar de tu mente, de tu propio mundo, de tu espíritu.

Pero a los once años, nadie piensa en esas cosas. Yo no lo hacía, al menos. Me tomaba autorretratos como quien intenta comprender una palabra especialmente difícil. Lo intentaba porque no sabía que me hacía sentir tan triste — o feliz — , o porque me ponía tan nerviosa en esas fotografías. De esa época conservo las interminables polaroids, de una niña medio borrosa de grandes ojos asombrados. De noche. De día. De pie en la calle. Tal vez una alegoría de esa sensación confusa de reconocimiento, esa borrosa imagen de la niña que apenas comienza a comprenderse. Un ojo que sobresale. Un mechón de cabello que vuela en el aire. De nuevo la eterna pregunta: ¿Quién eres?

Supongo que comencé a hacerme autorretratos propiamente dichos, cuando entré en la adolescencia. En una época donde la identidad parece diluirse, que apenas te reconoces en la ráfaga de cambios que te golpean a diario, la belleza es en lo último que piensas. Ya para entonces, tenía mi vieja Canon EF — que todavía conservo — y tenía una noción bastante vaga, pero aun así, evidente, que estaba documentandome, que con cada fotografía, me miraba de una manera totalmente distinta a como podía hacerlo en el espejo, a través de las palabras o incluso, a través de las opiniones de los demás. Porque mi Querido diario durante la adolescencia tenía el sonido de un click y la consistencia del film. Mirándome, crecer, transformarme, de fotografía en fotografía, comprendí más de mi misma que de cualquier otra forma. Me vi reflejada de mil maneras distintas, fui testigo de mi crecimiento y fue la manera más sincera que encontré de decirle adiós a mi adolescencia cuando terminó.

Siendo ya una joven mujer, el autorretrato fue mi refugio. Y no hablo de una construcción narcisista donde adoré y apuntalé mi yo para encontrar un significado más o menos coherente de las esquinas y formas de mi mente. En realidad fotografiarme fue una manera de aprender del mundo, observando el único objeto de observación del cual podía abusar, maltratar y a la vez, consolarme. Me miré fijamente entre lágrimas, cuando murió mi abuela. Me sacudió el temor agudo cuando sufrí un asalto y comprendí la situación real que vive mi país. Me miré, una y otra vez, navegando entre emociones, entre palabras, gritos, risas, suspiros, angustia, desazón, belleza, alegría, satisfacción, amor, desnudez, soledad. Y me vi, con una frialdad de pesadilla, corriendo en un salón de espejos interminable, escapando de mi misma, cubriéndome la cabeza de pánico y quizá de puro miedo. Miedo por lo que veía, miedo por lo que me hacía sentir esa imagen que se deformaba, crecía se hacía única. Mi propio mundo desmenuzado, analizado y vuelto a construir a través de la fotografía.

De manera que tomar un autorretrato desnudo, fue la progresión lógica. Aunque al final, por supuesto, no resultó tan sencillo ni mucho menos hermoso a como había supuesto, sino más bien, un reto al que jamás supuse me debía enfrentar y mucho menos, que podría llevarme tanto esfuerzo. Eso, a pesar que lo intenté una y otra vez, que me dediqué especial interés a tratar de mirarme sin verguenza, sin miedo o mucho mucho menos, con esa crítica punzante e insistente que de vez en cuando resulta inevitable. Pero no lo logré. Al séptimo o noveno intento, decidí que quizás no era tan importante, que sin duda…no tenía mucho sentido hacer algo semejante.

- ¿Te incomoda o te asusta? — me preguntó mi abuela cuando le conté al respecto. La miré y me pregunté si debía explicarle que me producía una inexplicable sensación de angustia mi desnudez de piernas huesudas y pecho plano. Como explicarle que se me sentía irremediablemente “fea” e incluso, sólo perdida en la sensación que conocía bien poco a mi cuerpo o que la cámara me miraba con una atención incómoda.
- Me asusta — dije. Y era verdad, a medias. Me sentía abandonada de todos mis pensamientos favoritos, como la desnudez fuera infranqueable en su pureza. Mi abuela me dedicó una larga mirada que no pude entender bien. ¿Preocupación? ¿Algo más agrio?

- El cuerpo humano es natural y sano, y la desnudez, sólo es una manera de comprenderlo — comentó — no tiene nada de malo o bueno, mirarte desnuda. Asumir que tu cuerpo pueda tener imperfecciones o que en dado caso, esos defectos son parte de tu historia y eso es bueno.

— En la escuela dicen que es…pecado — murmuré. Pensé que mi abuela se disgustaría al escuchar aquel concepto. Casi siempre se irritaba mucho cuando hablaba de cosas semejantes: para ella, el pecado era una idea que intentaba limitar la belleza del espíritu humano, su necesidad de cuestionarse y su naturaleza imperfecta. Pero en esta ocasión, solo sonrió, casi con tristeza.

— El cuerpo humano siempre le ha producido desconfianza a la Iglesia y la religión, a ideas morales que aplastan al individuo bajo su peso. Es un vehículo de libertad y todo dogma predica exactamente lo contrario — dijo.— La sexualidad siempre fue sagrada para muchas culturas, quizás debido al poder que supone la creación de una vida nueva a través de un acto de amor. Más allá, el cuerpo desnudo simboliza la entrada a un estado puro de inocencia. Por ese motivo, La unión de lo masculino con lo femenino siempre fue divinizado: la mujer y el hombre como metáforas del poder del Universo para perpetuarse.

Medité sobre la idea. Siempre me había preguntado por qué todas las Diosas y Dioses representados en pinturas antiguas, estaban desnudos y los Santos Cristianos, llevaban velas y túnicas para cubrirse. ¿Tendría relación con esa idea de libertad y control que parecían oponerse entre ambas visiones del mundo? Me asombró el pensamiento: en más de una ocasión, había mirado las esculturas de las Vírgenes y Santas Católicas, preguntándome porque llevaban túnicas ajustadas, cubriendo cualquier atisbo de su feminidad. Los senos desdibujados entre los pliegues de la ropa, las caderas confundidas entre capas y túnicas amplias. ¿Era una metáfora de ese prejuicio contra el cuerpo desnudo, su belleza solemne y significativa?
- Es probable que sí, aunque esa visión es herencia inmediata del judaísmo — dijo mi abuela cuando se lo comenté — las ropas que llevan las diferentes imágenes de las Vírgenes en la imaginería popular, son reminiscencias directas de la manera de vestir de las mujeres palestinas. Y es que para el judaísmo, la mujer es peligrosa, tentadora y pecadora. El catolicismo, que es una combinación entre muchas creencias, también asume la misma idea.

- ¿El catolicismo piensa lo mismo de la mujer entonces? ¿Que es fuente de todo pecado? — pregunté, pensando en la Eva bíblica, acusada de arrojar a la humanidad a la muerte y el caos.

- Si y no. Como te dije, la Iglesia católica es una combinación de muchas cosas: creencias judaicas, asiáticas e incluso paganas. Y parte de esa visión pagana, es conservar la figura de la mujer. Y ya no la mujer inquietante e impía, que los pueblos que llamaban salvajes no podrían comprender, siendo adoradores de la Diosa del bosque como eran, sino una mujer Divina. Una figura femenina que pudiera vincular con esa otra visión primitiva, pero esta vez, que expresara esa idea de control sobre la mujer, la sexualidad y el sexo.
- ¿Como lo hicieron?

— Solo tomando un aspecto de la Diosa: la Doncella. La virgen inmaculada, Madre del creador. Una combinación de símbolos esotéricos, desde Isis hasta Mitra. Y sobre todo, exigiendo que toda mujer debía emular esa imagen de pureza divina. De manera que, lo femenino perdió su derecho a expresar con su cuerpo la sexualidad y la belleza. Se cubrió de ropas. Y se quedó en soledad.

Esa era una idea inquietante. Pensé en todas las imágenes de mujeres cubiertas de ropa que había visto en la pintura Universal, todas las que mostraban a la mujer envuelta en una idea muy precisa sobre culpa y cierta inquietud sobre lo que el cuerpo humano podía ser.

- La desnudez como un elemento sagrado es anterior a cualquier idea católica — prosiguió mi abuela — la desnudez es una manera de crear y construir magia, esa necesidad de encontrar el equilibrio físico y espiritual. En muchísimas creencias paganas y esotéricas la desnudez total facilitaba la comunicación con las deidades y fuerzas que rigen el Universo, cuyas vibraciones se atraían, por ejemplo, bailando sin ropas bajo la luna llena.

Sonreí. Imaginé a las brujas de muchos siglos atrás, corriendo por el bosque, desnudas, en esa plenitud de la belleza salvaje de la feminidad esencial. Las vi con los ojos de mi mente, bailando con los brazos alzados hacia el cielo nocturno, riendo a carcajadas, tomadas de las manos. El fuego cada vez más alto, esa unión mística del cielo y la tierra en la piel.

- Por mucho tiempo se le llamó “vestirse de cielo” — me explicó mi abuela — Se cuenta que las vírgenes de Babilonia celebraban ciertos rituales en honor de Astarté danzando desnudas, o cubiertas sólo por flores o joyas. Un rito semejante se atribuye a las sacerdotisas de Afrodita y a las vestales de los templos de Venus y vesta en Roma. Como consagrada a la energía de la Diosa Afrodita, puedo decir que muchas veces se ha confundido esta desnudez con la simple lujuria o representación de la sexualidad, cuando en realidad se trata de una forma de simbolizar la pura fuerza creacionista que procede del poder sexual. Los rituales de Afrodita que pertenecen a la Tradición de la Antigua Religión que practicamos en nuestra familia, tienen como objetivo mostrar la capacidad de expresión del cuerpo humano, no solo a través de su sexualidad, sino en todas las maneras posibles en que nuestro lenguaje íntimo puede mostrarse.

Un pensamiento precioso. De nuevo, imaginé cuando temor debía provocar entre los catolicismo recién nacido, la idea de una Diosa poderosa y desnuda, emergiendo de la Oscuridad del Bosque, Dueña y Señora de la Creación, bella y cruel, tierna y poderosa. Imaginé lo mucho que debía molestarles a los clérigos la imagen de la mujer libre, de la sencillez de la desnudez como símbolos. En más de una ocasión, las monjas bigotonas que dirigen el colegio donde estudiaba, nos recordaban que el cuerpo de la mujer era “pecaminoso”, “fuente de tentación”. Y me pregunté en dónde residía la esencia de ese pecado, esa necesidad de comprender la idea del cuerpo y lo femenino como inabarcable y temible. ¿Era consecuencia directa de la religión o se trataba de algo más profundo, cultural que parecía insistir en que la mujer debía conservarse escondida, pura y reprimida para considerarse sagrada?

- Tal vez — respondió mi abuela luego de escucharme— porque con la Virgen Sagrada, llegó la necesidad de contemplar el cuerpo como fuente de todo desarreglo moral. Sin duda, el Catolicismo intentaba ocultar esa expresión de fe tan vieja como natural de una mujer despojándose de su ropa y mirándose así misma como fuente de poder. Se han encontrado testimonios de desnudez ritual en lugares tan diversos como Creta, Persia, Atenas, Pompeya, Bretaña y la India. La célebre Diosa Kali, adorada en Calcuta, Bangladesh y otras regiones del Indostán, se representaba siempre desnuda porque para sus fieles es digamba, término sánscrito que significa “con ropas al Aire”.

De jovencita, jamás analicé esas ideas a fondo. De hecho, pasé la mayor parte de mi adolescencia exclusivamente fotografiándome el rostro sin detenerme a pensar en el motivo por el cual lo hacía. Un recorrido en dirección contraria a través de la ese debate esencial sobre por qué deseamos captar imágenes. Mientras la mayoría de los fotógrafos comienza su trayecto fotográfico a través de una mirada curiosa con el entorno, yo lo comencé analizando desde la percepción insiste de descubrir mi identidad. Me fotografié tantas veces y de tantas formas, que llegué a preguntarme si lo que hacía no era otra cosa que un ejercicio de autoexploración sin mayor trascendencia fotográfica o estaba intentando construir una reflexión consistente sobre quien soy y como me miro. Pero sólo el rostro, jamás el cuerpo. La cuestión llegó a obsesionarme: por años me negué a llamarme a mi misma fotografa e infravaloré mi trabajo, convencida que de hecho, el autorretrato no era otra cosa que una manifestación de ciertas ideas sobre el ego y la vanidad. Y continuaba sin querer fotografiar mi cuerpo, un desnudo que validara todo lo anterior, la serie de conceptos que manejaba y analizaba desde cierta perspectiva incompleta sobre mi misma.

Pero luego de esa conversación con mi abuela: asumí el autorretrato como una percepción esencial de mi manera de crear. Fue una especie de reconstrucción de todo ese temor acerca de por qué me autorretrato o por qué es mi expresión visual predilecta, pero más allá, el núcleo de lo que hacemos o sustentamos sobre lo que la fotografía es — o se comprende — como lenguaje visual. Y es que somos una atribución inmediata de quien somos o como nos concebimos. Y más allá, como nos comprendemos y nos miramos a través de lo que fotografiamos o nuestras razones para hacerlo.

Aunque no lo supiera entonces y solo lo comprendiera mucho después, esa reflexión abrió una puerta en mi mente que no volvería a cerrarse. Investigué, la idea me obsesionó por años: descubrió de hecho que el poder del cuerpo de la mujer parecía manifestarse en muchas formas. No solo en esa intimidad de despojarse del prejuicio, sino en algo más profundo: la idea de una profunda y primitiva noción de fe basada en la espiritualidad y también, en una profunda conexión con la idea de la mujer sagrada. De hecho, la palabra es una antecedente semiótico del término utilizado por la Tradición de brujería para denominar a los rituales donde el desnudo cumple un papel predominante “Skyclad”, o sea, “vestida de Cielo”, un término profundamente ceremonial que alude a rituales de paso e iniciación donde la bruja se despoja de todas sus ataduras mentales, morales y físicas para arder en el fuego de la Diosa Secreta. El historiador latino del siglo I d.C. Plinio el viejo, cuenta en su historia natural que ciertos ritos litúrgicos de los britanos estaban a cargo de jóvenes totalmente desnudas y registra la creencia que pasear sin ropas bajo la luz de la luna llena curaba mágicamente a las mujeres estériles. No obstante, aunque Plinio y otras fuentes hablan de ritos astrales a cargo de practicantes de magia desnudas, se trataría de casos aislados y poco frecuentes. La imagen popularizada de la bruja vestida con una amplia túnica para buscar muérdago en el bosque empuñando una daga de plata es la mejor coincide con la verdad histórica de la magia ceremonial. Y aún así, la bruja desnuda, bajo la luz de la luna continúa siendo una imagen de poder tan antigua como la memoria de la propia humanidad.

De nuevo, el click de la cámara. Levanto los brazos, fuerte, poderosa en mi inocencia, en mi confianza en esa imperfección imperecedera del cuerpo que canta viejas historias que se contaron incluso antes que yo naciera. Y pienso en el privilegio de creer y confiar en esta antigua forma de magia, en esta plenitud de la piel que danza y de la curva de la cadera que sueña. Una manera de crear.
C’est la vie.

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