martes, 16 de junio de 2015

Una colección de historias rotas: Venezuela sin rostro.




Hace unos días, mientras esperaba el ascensor en el edificio donde vivo, uno de mis vecinos miró las pocas bolsas de compras que sostenía con enorme interés. Hago un recuento silencioso de lo que llevo: unas cuantas verduras, cereal, un paquete de papel higiénico que me ha llevado horas conseguir. Medio kilo de frutas por las que he pagado el doble de lo que pudo haberme costado unos pocos meses atrás. De inmediato, me siento profundamente incómoda. Le conozco desde hace quince años y sé que es un militante férreo del chavismo fanático. También él conoce mis simpatías políticas. Imagino entonces que ocurrirá en una probable conversación. Por ese motivo, No digo nada cuando se acerca a donde me encuentra, aún sonriendo.

— Ya me imagino que sabe que todo eso de la escasez es un cuento — me dice. Y lo hace con absoluta inocencia, con una especie de convicción prepotente con la que no sé muy bien como lidiar. Paciencia, me digo. Paciencia. — Para comprar lo que necesito tuve que recorrer seis supermercados — le explico. Tuerce el gesto. — Pero encontró que comprar ¿No? — Con un enorme esfuerzo, de manera restringida y sobre todo, sin poder comprar la cantidad que quiero. A eso, mi estimado, se le llama escasez.



No sé por qué le respondo. Se trata de un anciano que casi roza los setenta, que durante toda su vida apoyó a diversos partidos de izquierda desde la comodidad un poco abstracta de la Venezuela políticamente apática previa al chavismo. No obstante, no puedo contenerme: me resulta ofensivo, doloroso, incluso directamente irritante la provocación gratuita. ¿O no se trata de eso? ¿En realidad está convencido que la escasez, la inflación y otros preocupantes indicadores económicos que parecemos son “mentiras mediáticas” o algún otro tipo de concepto borroso sobre la responsabilidad gubernemantal? No lo sé y por la expresión socarrona de su rostro no puedo deducirlo.

— Dele gracias a sus partidos políticos y a su Guarimba por la escasez — declara refiriéndose a las barricadas que llenaron la ciudad hace casi un año atrás y que el Chavismo sigue invocando de cuando en cuando, para justificar su torpeza administrativa — Si ustedes dejaran gobernar al presidente, otra cosa…

Alguien suelta una carcajada. Se trata de una mujer a quien conozco, que escucha la conversación a unos cuantos metros más allá de donde nos encontramos. Vive dos pisos más abajo que yo y casi todas las mañanas, coincidimos en la cabina del ascensor. Nos mira a ambos con los ojos entrecerrados, las mejillas enrojecidas de furia. Los labios apretados y tensos.

— Déjeme ver si entiendo: el Presidente tiene una habilitante, poderes plenos, una Asamblea Nacional que le complace en todo, un Tribunal Supremo ciego…¿Y no lo dejan gobernar? — pregunta. Se acerca, con los brazos cruzados sobre el pecho — ¿Que se supone que debe pasar para que el Gobierno comience a trabajar? ¿Me explica? ¿O también le va a echar la vaina a las Guarimbas de la incompetencia?

El anciano no responde. Sacude la cabeza y se va al otro lado del pasillo. Cuando inclina la cabeza, noto que tiene la piel del cuello enrojecida y húmeda de sudor, como si tratara de contener la rabia. Tiene las manos regordetas apretadas a los costados y todo el cuerpo en tensión.

— Dígame pues ¿Que más necesita el tipo este para trabajar? — Ningún gobierno puede funcionar con todos los empresarios golilleros en contra ¡Esconden los productos! ¡Cobran el triple! ¡No tienen consideración con el pueblo! ¡Bien bueno que el gobierno si se les enfrenta coño! — dice entonces el viejo. Ahora casi está gritando. Un vecino que viene caminando por el pasillo hacia donde nos encontramos se detiene, escuchando atentamente. Me dedica una mirada y luego se da media vuelta y desaparece por donde llegó.

Sacudo la cabeza. He escuchado el mismo argumento durante casi dos años: para ser específicos, desde que la muerte de Chavez dejó de ser asunto de interés nacional y las costuras de una ideología fallida comenzaron a notarse, una vez que el carisma del Lider único dejó de disimularlas. Desde que los controles económicos destrozaron el sistema productivo y comercial. Desde que la corrupción, el clientelismo y la burocracia aplastaron una economía que apenas se sostenía por si misma, a pesar de los cuantiosos ingresos en Petro Dolares. La “Guerra Económica” es el eufemismo más reciente de un gobierno que utiliza la propaganda para ocultar su ineficiencia, el hecho simple que la ideología es incapaz de sostener un sistema político roto de origen, inaplicable en esencia. No obstante, con el Gobierno de Nicolás Maduro, el término parece abarcarlo todo: desde la supuesta “manipulación” de los medios de producción y lineas de distribución en manos de empresas privadas, hasta los hábitos de consumo del ciudadano. Para el Gobierno, cualquier tipo de idea o planteamiento que contradiga un sistema económico basado en la concepción de un Super Estado basado en controles, se concibe como saboteo. O directamente, un arma ideológica contra la que deben enfrentarse. Todo lo anterior, aderezado con un insistente discurso de odio y resentimiento contra los productores nacionales y el sector privado de un país cada vez más empobrecido.

— ¿Usted sabe que el Gobierno controla cada elemento de la línea de producción? ¿sabe que no sólo tiene una cifra exacta de cuanto se produce, quien lo distribuye, como lo hace y cuanto dinero obtiene? ¿Sabía que todo lo que llega a los anaqueles ha sido fiscalizado previamente? — le digo. Quisiera contenerme. Realmente quisiera hacerlo y evitar otra discusión mal sonante y estéril, otro enfrentamiento verbal que no concudirá a otra parte que la desesperanza. Pero no puedo hacerlo. Quizás también la ideología del resentimiento terminó afectándome, a pesar de mis esfuerzos por evitarlo. — ¡Por supuesto que el gobierno controla todo! ¡Como tiene que ser! — me responde — pero eso no es suficiente pues: aquí hay una cuerda de tramposos, corruptos, revendedores. El gobierno no puede con todo. No puede con los bachaqueros que están destrozando al país.

La vecina y yo intercambiamos una mirada cansada. Durante los últimos meses, el gobierno ha insistido que la causa del gravísimo desabastecimiento es la venta fraudulenta e informal de todo una serie de artículos de primera necesidad. Al “bachaqueo” se le atribuye la responsabilidad no sólo de la escasez, sino también del encarecimiento del precio de diversos productos y alimentos. Lo peregrina justificación no solo parece ignorar los controles económicos, la confusa administración de divisas sino el hecho que durante dieciséis años de Gobierno Chavista, la producción nacional de cualquier producto y rubro se ha reducido a mínimos históricos. Pero, la tesis del “bachaqueo” parece haber calado hondo: no sólo una buena parte de la militancia chavista acusa a los vendedores informales del aumento del precio de los productos, sino incluso una considerable cantidad de opositores, también lo asumen como una parte esencial del problema. Una idea preocupante que demuestra hasta que punto la incesante propaganda ideológica parece surtir efecto sino además, tener un peso específico dentro de la opinión general.

No se trata de una idea fácil de digerir. Durante la última década, Venezuela obtuvo fabulosos ingresos gracias a la renta petrolera que lograron sostener la aplicación de un sistema económico basado en controles y sobre todo, la ideología como idea esencial. El Gobierno no sólo ha subsidiado su cada vez más abultada deuda interna con la impresión de dinero inorgánico, sino que ha logrado sostener el acelerado aumento de su nómina a través de la misma vía. A todo lo anterior, hay que sumar el hecho de los múltiples programas sociales, sin mayor fiscalización y sostenidos bajo la idea populista de “repartir” la ganancia petrolera sin mayor organización ni estructura. ¿El resultado? Un Estado paquidérmico, con un gasto interno desmedido, una deuda externa que amenaza con consumir las reservas internacionales, una inflación de casi tres dígitos durante dos años y lo que es aún peor, una economía sujeta al vaivén del mercado negro. Finalmente, Venezuela se encuentra en una caída en picada no sólo de su ingreso bruto sino de una ruptura histórica con su fuente de financiamiento tradicionales, lo que condena al aparato económico a un colapso casi imposible de detener.

Pero ¿Como puedes explicar un planteamiento semejante al ciudadano promedio? me digo, mientras el anciano continúa vociferando a gritos, sacudiendo las manos, cada vez más abrumado y enfurecido. Conozco su historia: se trata de un jubilado de la administración pública que sobrevive gracias a la paupérrima pensión Gubernamental. Su mujer murió hace unos cuantos años y vive solo en el apartamento que el hijo mayor le obsequió antes de emigrar. Sé muy bien que su idolatría por la política chavista es una mezcla de resentimiento, pero también una profunda convicción que realmente, el gobierno se enfrenta al poder económico privado, al hecho mismo de un país controlado por toda una serie de negociaciones fraudulentas. ¿Cómo se le convence de lo contrario? ¿Como construir un mensaje que pueda atravesar esa idea nebulosa sobre la competencia gubernamental, sus funciones y atribuciones y la responsabilidad que tiene sobre lo que está ocurriendo? Lo miro, aún discutiendo con la vecina: Un hombre muy viejo, muy cansado. Un ciudadano Venezolano como yo, que se encuentra en medio de un conflicto histórico del que ni ninguno de los dos conoce las reales consecuencias, que ninguno comprende a cabalidad. Y mientras yo me resisto a la idea ideológica, mientras me enfrento a ella lo mejor que puedo, siempre que puedo, él decidió creerla. Apoyarla, quizás refugiarse en ella. Pero igualmente ambos, él y yo, somos víctimas. En las mismas proporciones, en la misma idea que nos convierte en sobrevivientes.

— Usted lo único que hace es defender un gobierno que lo ignora — está diciendo la vecina. Las puertas del ascensor se abren. Un par de ocupantes desvían la mirada mientras ella entra, aún sacudiendo las manos en medio de la discusión — ¿Quién lo defiende a usted? ¿Quién coño sabe que usted existe? Este gobierno destrozó el país que usted le entregó, que usted sigue regalando cada día. Que usted piensa tiene pero no es nada más que esto — levanta las manos, como si quisiera abarcar nuestro modesto edificio, la calle rota más allá, la ciudad hostil que nos rodea — y eso es todo lo que tendrá. Somos pobres en un país pobre. No se le olvide jamás.

Las puertas del ascensor se cierran. El viejo y yo nos quedamos a solas en el pasillo. No entiendo muy bien por qué no me subí al ascensor o el motivo por el que insisto en continuar allí, de pie, junto al anciano de respiración agitada. No lo miro cuando aprieto de nuevo el botón y luego me quedo muy quieta, apretando las bolsas que llevo contra las caderas. Me pregunto hasta cuando el país podrá soportar esta idea doble de un país que no existe, esta percepción irreal de una situación que nos aplasta. Hasta cuando habrá capacidad de autoengaño en medio del gentilicio arrasado que debemos soportar.

— No todo es tan fácil mija, como culpar al gobierno — me dice entonces, en voz baja. Cuando lo miro, me parece cansado, con el rostro tenso, los ojos un poco saltones brillantes por el disgusto — No es tan fácil como echarse patas pa’ arriba a creer que el gobierno hizo todo. ¡El Gobierno hizo lo mejor que pudo! — Eso no es suficiente — también estoy cansada. Más que eso, estoy harta, abrumada, afligida. Una sensación amarga que me cierra la garganta, que me deja sin voz — no es suficiente creer que el gobierno hizo lo que podía. El Gobierno no debe conformarse ni usted tampoco. Pero así somos: no aspiramos a mucho y nos conformamos con lo que hay ¿No es eso?

Hasta a mi me asombra esa frase. Me inquieta un poco, me hace sentir extrañamente desconcertada, dolorida. Como si abriera toda una serie de heridas que no han llegado a cicatrizarse y que quizás, nunca lo harán. Cuando las puertas del ascensor se abren de nuevo, me subo a la cabina y el viejo me sigue, cabizbajo, la barbilla apretada. Ni me mira ni lo miro. Y es en ese silencio, que comprendo que Venezuela es una grieta, es un guerra sin combatientes, un resentimiento viejo y brumoso, una idea siempre incompleta. Somos parte de una misma historia, que cada quien percibe a su manera. Y quizás, es esa diatriba rota, sin palabras, este silencio triste, lo que mejor define al país que heredamos de la política del odio, del gentilicio roto. El país sin nombre. Una frontera rota.

C’est la vie.

3 comentarios:

Frank Castillo dijo...

Excelente Articulouna realidad que nos toca a todos !

Frank Castillo dijo...

Excelente Articulo una realidad que nos toca a todos !

Carlos Enrique Muñoz Martinez dijo...

Excelente relato de un país al cual le tomará un par de generaciones recuperarse del legado que dejó el resentimiento.

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