martes, 30 de junio de 2015

El mal humor mañanero y otras rebeldías cotidianas.





Hace unos días, un amigo me insistía que no entendía muy bien mi mal humor matutino. Que a veces, se sorprendía que pudiera no sólo admitirlo en voz alta vía Redes Sociales, sino que además, no tuviera empacho en dejar claro, que sí, me traía sin cuidado — al menos durante las primeras horas matutinas — la cultura que insiste en la felicidad por obligación. Me lo dijo en un tono más o menos preocupado, como si mi decisión de no fingir alegría ni tampoco optimismo, le resultara incomprensible. Incluso incómoda.

— Si no estoy feliz, no veo una razón por la cual debería aparentar que lo soy — le respondí. Y sí, de bastante mala manera. Me apresuré a tomar una segunda taza de café para evitar continuar en esa línea durante el resto de la conversación — lo que quiero decir, es que no hay una obligación real sobre el hecho de sentirte entusiasmado y alegre todo el día, todos los días. — La felicidad es una actitud — me dijo con cierto retintín sermoneador — no sólo se trata que algo hermoso y bueno te ocurra, sino esperarlo. ¿No es mucho más satisfactorio eso?

La verdad es que no, pensé terminando de un trago la taza de café. Después me pregunté por qué me irritaba tanto su insistencia e intenté cuestionarme el motivo por el cual me resulta tan directamente insoportable esa necesidad de optimismo que parece tan común en nuestros días. No se trataba sólo de una idea en particular — como la que expresaba mi amigo — sino algo mucho más profundo. Esa noción de ser feliz — Cual sea el significado de ese pensamiento — como una necesidad social, como una obligación cultural ineludible. Ser feliz porque lo contrario es impensable e incluso reprobable. Ser feliz sin alternativas.

Se trata de un pensamiento inquietante y sobre todo, tan extendido que nos parece normal e incluso aceptable. La tristeza, la melancolía, el dolor, son conceptos que parecen formar parte de esa noción sobre lo “no existente” en nuestra sociedad, con esa necesidad histórica suya tan frecuente de analizar todo desde lo superficial. Después de todo, somos una época inmediata. Una momento histórico donde todo parece ocurrir al mismo tiempo, tener el mismo impacto y olvidarse con la misma rapidez. ¿Que podría extrañarnos entonces que esa percepción sobre lo emocional sea tan simple como brumosa? Somos felices porque aparentemente la sociedad nos ha librado del peso de viejos achaques culturales. Somos felices, porque somos una sociedad que se analiza así misma desde un idealismo falso, quebradizo y la mayoría de las veces inexistente. La felicidad debe existir, por el mismo motivo que la fama instantánea, que el conocimiento accesible y la democratización de la imagen y la palabra. Pero ¿que ocurre cuando no lo eres? ¿Qué ocurre cuando simplemente no puedes enfrentarte a esa idea insistente sobre lo que deberíamos ser? ¿O que el enfrentamiento supone transitar una especie de línea muy elemental sobre lo que asumimos es real o mejor dicho, debería serlo en nuestra cultura?

No sé la respuesta a ninguna de esas cosas. Pero lo pienso con frecuencia. Sobre todo, viviendo en una sociedad de consumo en la que la felicidad parece ser construida a base de una serie de códigos de conductas más o menos reconocibles. Eres feliz si tienes la apariencia de serlo. Eres feliz si puedes mostrar — vía redes sociales o incluso la mera interacción -, la felicidad como una idea tan brumosa como ideal. La felicidad de las fotografías llenas de rostros sonrientes, de paisajes de extraordinaria belleza. La felicidad de las grandes proclamas llenas de filosofía barata. ¿Donde encaja en todo eso la idea real sobre la tristeza, la desesperanza? ¿Qué ocurre cuando la idea sobre quien eres y como te percibes no forma parte de esa gran celebración Universal de la felicidad endeble?

En una ocasión, una amiga fotógrafa que atravesaba un divorcio especialmente difícil, me comentó que evitaba por todos los medios que su tristeza, angustia y frustración pudiera notarse en cualquiera de sus imágenes. Cuando le pregunté si se trataba de algún tema de orgullo o incluso de algo más sutil — algún método de enfrentarse a su difícil situación mostrando sólo un aspecto de lo que vivía — me miró escandalizada.

— ¡Pero es que nadie va a entender que esté tan triste! — me contestó. Parpadeé desconcertada. — No importa si nadie lo entiende, tienes el derecho a estarlo — le insistí. Ella se encogió de hombros. — La tristeza no es popular.

La frase me obsesionó por días. Me asustó de hecho, por cierta. Miré a mi alrededor y de pronto, la felicidad — esa prefabricada, construída a base de tópicos — parecía estar en todas partes. La publicidad sólo muestra rostros sonrientes, las películas y series de televisión más populares rostros radiantes, de amplias sonrisas. Hay una gran profusión de la idea sobre la satisfacción personal que parece directamente emparentada con esa necesidad de aceptación pública. De manera que, todos somos felices y celebramos en consecuencia, porque la felicidad es un elemento imprescindible para formar parte de nuestra cultura, para alcanzar a la perfección en ella. Por supuesto, ninguno de esos insistentes mensajes sobre la plenitud y el optimismo, incluye las herramientas para, teóricamente alcanzarla. La felicidad moderna es así: simple, espontánea y nacida por mera especulación. O así parece serlo.

Y es que la felicidad moderna es discursiva. Un planteamiento borroso apuntalado por cientos de artículos de dudoso valor científico sobre la felicidad como planteamiento y toda una visión edulcorada sobre lo que puede llegar a ser. Todos somos felices, porque debemos ser felices o esa es la noción insistente. Somos una sociedad de consumo, de comercio, de producto, de insistente necesidad de comunicación. Somos una sociedad que se preocupa y medita como nunca antes en la historia sobre los problemas y dolores Universales. Una sociedad donde la pobreza, la enfermedad y el dolor están bien a la vista, en todas partes. Una sociedad que se preocupa, teoricamente más empatica. Un renacimiento espiritual a la distancia de un click en una red social y una necesidad de confraternizar tan hueca como bien intencionada. Y la felicidad, parte de ese supuesto de una espiritualidad llana, sencilla. De una reflexión a medias sobre el ego sin mucha sustancia y mucho menos trascendencia. Y es que la felicidad — a secas, sin motivo, sin correlación con otras ideas — parece subvertir ese orden. Enfrentarse a esa percepción de la cultura moderna como buena y esencialmente inocente. ¿Como puede concebirse los dolores de antaño, las viejas preocupaciones, las antiguas nociones sobre la desesperanza en una sociedad tan radiante de pura esperanza como la nuestra? parece ser el enunciado insistente. Y por supuesto, por completo irreal.

Claro está, no se trata de un tema reciente. La discusión sobre la tristeza o mejor dicho, que nos hace ser felices, es tan vieja como el pensamiento humano. Ya lo teorizaron Sócrates y también Aristoteles y otros tantos pensadores, que dedicaron encendidas diatribas al hecho de la tristeza. A la idea del alma humana para asumir sus ideas más trágicas. Para la cultura Griega, la tristeza era un “humor”, una especie de reacción endémica que provenía del cuerpo y no del alma. De hecho, el El término “bilis negra” o μελαγχολια (“melancolía”, μελαγ: melán, negro; χολη: jole, hiel, bilis) pasó a convertirse en sinónimo de tristeza, a partir de la descripción de Hipócrates sobre el origen de los humores. Una y otra vez, el Padre de la Medicina como la conocemos, insistió en que la tristeza era un “humor debilitante, el más doloroso y humano de todos”. Para los Romanos, la idea era muy similar, pero sobre todo, enraizada en esa practicidad del ciudadano del Imperio: la atra bilis (bilis oscura) — de la cual se deriva la palabra española “atrabiliario”, que significa de triste semblante; pero el término médico mantuvo el originario griego — se consideraba una debilidad y también, una forma de enfermedad mental. Para el Romano común, la tristeza no tenía utilidad como pensamiento o reflexión, por lo que era considerado un sufrimiento menor. Un reflejo de la debilidad mental y física que el pueblo romano consideraba inadmisible.

La percepción se mantuvo durante siglos: la tristeza continuó considerándose un padecimiento indigno, secundario y como no, femenino. En la mayoría de los tratados médicos del medioevo, la tristeza se considera un “efluvio que perturbaba la mente” y se recomendaba “exorcizarlo” por “el bien común”. De hecho, la mayor parte de las percepciones sobre la tristeza como un elemento peligroso y sobre todo, directamente dañino provienen de la Europa medieval y esa noción de la “melancolía” peligrosa.

Tal vez por ese motivo, nuestra época considera imperativo, necesario y sobre todo, de enorme importancia emocional “lograr la felicidad”, aunque nunca se explique bien en qué consiste o cuales medios permitirán alcanzar esa meta cultural. ¿Nos referimos a la felicidad como satisfacción personal o a la felicidad como una idea que incluya algún elemento intelectual? ¿En que consiste esa felicidad edulcorada y artificial que se comercializa como objetivo y meta social? ¿Existe en realidad?

No se trata de una obsesión reciente. Por el mismo hecho de considerarse la tristeza como un “defecto”, la felicidad se convirtió en un objetivo insistente para la cultura Occidental, que asumió la felicidad como una visión ideal sobre lo que podía ser la comprensión de la realidad. Por siglos, la felicidad se convirtió en una idea estática, carente de profundidad y algo moralmente inalcanzable, que buena parte de los filósofos dedicaron años de estudio al fenómeno de la aspiración a ese cenit ineludible de plenitud pura. Como Kant, que reflexionó sobre el tema en su brillante Fundamentación de la metafísica de las costumbres, (1785) y donde teorizó que la felicidad — asumida como un complejo atributo moral y espiritual — no era mucho menos un concepto que se comprendiera desde el ideal, sino algo más pragmático. El filósofo analizó la felicidad desde la idea de la racionalidad, la moralidad y una noción por completo nueva — y que Kant consideró necesaria para “lograr” la felicidad — que llamó “sagacidad” o en otras palabras “la habilidad al elegir los medios para conseguir la mayor cantidad posible de bienestar propio”. Y es que para el pensador, la felicidad tenía muy poco que ver con el altruismo, sentimientos elevados y mucho menos una percepción espiritual excelsa. Según las reflexiones y teorías de Kant, la felicidad es la suma de satisfacción personal y no siempre se obtiene a través de esa mirada amable y espiritual hacia el prójimo que se supone es parte de ella.

Pero el argumento incluye además el elemento esencial de la noción de la felicidad, como supremo bien ideal de cualquier sociedad. Kant no sólo lo analiza como perfectible — la búsqueda de la felicidad como razonable — sino que además, insiste en el hecho que la felicidad es subjetiva. Quizás por primera vez en la historia Intelectual del mundo, la teoría de la Felicidad no parece incluir una sola visión al respecto. Y es que para Kant, la felicidad es huidiza no sólo por el hecho que en apariencia necesita conjugar una serie de elementos dispares sino porque además es subjetiva. Lo que te hace feliz a ti, no satisface a alguien más. Y por tanto, la felicidad parece transgredir esa idea general que hasta entonces formó parte de la cultura como percepción del hombre por el hombre. De hecho, el filósofo no sólo parece analizar la idea con cierta desconfianza, sino sugerir el hecho que la felicidad en realidad no llega a existir nunca por completo porque la experiencia transforma el punto de vista, crea algo por completo nuevo con lo que hay que lidiar:

“Ahora bien, es imposible que un ser, por muy perspicaz y poderoso que sea, siendo finito, se haga un concepto determinado de lo que propiamente quiere en este sentido. Si quiere riqueza ¡cuántas preocupaciones, cuánta envidia, cuántas asechanzas no podrá atraerse con ella! ¿Quiere conocimiento y saber? Pero quizá esto no haga sino darle una visión más aguda que le mostrará más terribles aún los males que ahora están ocultos para él y que no puede evitar, o impondrá a sus deseos, que ya bastante le dan que hacer, necesidades nuevas. ¿Quiere una larga vida? ¿Quién le asegura que no ha de ser una larga miseria? ¿Quiere al menos tener salud? Pero ¿no ha sucedido muchas veces que la flaqueza del cuerpo le ha evitado caer en excesos que habría cometido de haber tenido una salud perfecta?, etcétera. En suma, nadie es capaz de determinar con plena certeza mediante un principio cualquiera qué es lo que le haría verdaderamente feliz, porque para eso se necesitaría una sabiduría absoluta.”

De manera que desde la perspectiva de Kant, esta búsqueda obsesiva e interminable de la felicidad moderna no es otra cosa que un contrasentido. Y es que “buscar” la felicidad para “lograr” la meta de “ser feliz” equivale a convertir la noción sobre lo que puede satisfacernos a una idea tan amplia como innecesaria. ¿Somos felices por qué necesitamos serlo? ¿Somos felices por qué tenemos la obligación de serlo? ¿Necesitas serlo para comprender mejor la cultura en que naciste? No lo sé, pero es una serie de cuestionamientos que parecen formar parte de esa percepción sobre la identidad social actual y desvirtuarse a medida que se hacen más evidente, menos profundos y sobre todo, obligatorios.

Nadie quiere estar triste, pero tampoco nadie puede obligarse a ser feliz, solía decir mi abuela, para quien la tristeza era un estado del Ser tan valioso y tan sustancial como la felicidad. Para ella, la tristeza era una manifestación clara de ciertas ideas personales, una percepción sobre la profundidad de nuestra tesitura emocional. Más de una vez, me aseguró que ser feliz es una idea sobrevalorada, de la misma manera que la tristeza, una idea que aterroriza sin razón.

Esa idea me ha acompañado por años. Sobre todo, creciendo en una sociedad donde la felicidad parece formar parte de una colección de imágenes radiantes y de rostros perfectos que nos miran con cierta aire acusador desde vallas y vitrinas. Y es que EL DEBER DE LA FELICIDAD — así, en mayúsculas — parece estar en todas partes. Ser notoria y sobre todo, formar parte de esa percepción de lo que la identidad actual debe ser. Aún más, cuando las redes sociales y plataformas virtuales parecen insistir en el mercadeo de la felicidad, ese planteamiento insustancial sobre lo que la felicidad puede ser o como se asume, es necesaria e inminente. Pero ¿Que es la felicidad en realidad para esta percepción tan simple sobre lo que puede satisfacer al espíritu humano? ¿Por qué la tristeza se asume una amenaza a esa percepción de lo esencial de la cultura moderna? ¿Cuando simplemente disfrutar de un espectro de emociones amplios se hizo tan censurable?

Mi amigo P. sonríe cuando le digo lo anterior. Como sociólogo, por años ha investigado lo que el llama “la fama despreciable de la tristeza” y sobre todo, las implicaciones de esa forzada ilusión de la felicidad a la que se somete la mayoría. Para él, la impostura de la “felicidad” — o lo que se comprende como felicidad — es solamente “uno de los tantos requisitos morales que se asumen necesario para formar parte de lo social”.

— La felicidad además, te brinda un cierto estatus. Ser “feliz” a la manera moderna, implica además cierta imagen: eres exitoso, hermoso, con la figura física que necesitas tener para ser parte del estatus quo — me explica — de manera que no se trata solo de la felicidad como meta, sino como todo ese trayecto necesario para mostrar que lo eres. La época de lo superficial.

Pienso en eso mientras miro mi Time Line de Twitter, el FrontPage de mi cuenta Facebook: todos sonríen, declaran la felicidad como una idea única, tan general que resulta brumosa. La felicidad traducida en un paisaje idílico. La felicidad como parte de una sonrisa artificial cien veces repetida. La felicidad en todas partes y sin embargo, en ninguna.

A veces me pregunto si en esta nueva era feliz, será sólo el preludio de un deber de la felicidad cada vez imperativo, una actitud cada vez más dura con respecto a cualquier idea que pueda contradecirla. Después de todo, me digo, tomando mi tercera taza de café del día, aún disfrutando — sí, disfrutando — de mi mal humor matutino, nuestra época parece concebirse con enorme inocencia y a la vez con una preocupante conciencia de lo que es “correcto”, lo absoluto y lo aparentemente ineludible. ¿Qué ocurrirá cuando la felicidad sea otro de los parámetros a cumplirse? ¿Qué pasará cuando ser feliz sea una norma incontestable? ¿Llegará a ocurrir algo semejante?

Probablemente lo más preocupante, es que no hay una respuesta para eso.

C’est la vie.

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