domingo, 14 de junio de 2015

La danza de las mariposas y otras historias de brujería.



Una vez, mi abuela me obsequió un par de alas de tela. Le había insistido mucho en que lo hiciera: durante las tardes en la cocina mientras hacia la tarea. En la noche cuando me llevaba a dormir. Finalmente mi abuela parecía haberse dado por vencida y me las había dejado sobre la cama un viernes de junio.  Eran hermosas o al menos, a mi me lo parecían: con sus plumas de plástico blanco y sus pequeñas curva de cartón que las hacian parecer enormes, aunque en realidad fueran muy pequeñas. De inmediato me las colgué a los hombros con las tiras de elástico que la sujetaban y declaré  a quien quisiera escucharme, que era un ángel.

- ¿Como que un ángel? - me preguntó mi abuelo muy desconcertado, cuando entré a su taller de carpintería en la parte de atrás de la casa, sacudiendo las alas con los hombros y dando saltos. Me paré muy digna junto a su mesa de trabajo.
- Un ángel, pues. Un enviado del Cielo.

Puse mi mejor cara de niña buena y eleve las manos al cielo. Mi abuelo me miró intentando contener lo que sin duda era una carcajada a todo pulmón. En lugar de eso, asintió moviendo su augusta cabeza de algodón blanco, mirándome con fingido asombro.

- Caramba, pero eso es asombroso. ¿Y cual es su misión aquí, si me permite preguntar?

Ah bueno, eso si que no lo había pensado todavía, me dije balanceando el peso del cuerpo de un lugar a otro. Me tomé unos minutos para meditar la importante cuestión.

- Vengo a cumplir deseos - declaré por último. No sé de donde se me había ocurrido aquello o que exactamente quería decir, pero me pareció una cosa propia de los ángeles. O como yo me imaginaba debían de ser. Me encogí de hombros y las alas se balancearon de un lugar a otro, enormes e impolutas.

- Ya veo - dijo mi abuelo en voz baja. Se inclinó hacia mi con aire conspirador - ¿Me cumplirías un deseo a mi?

Me sobresalté. En realidad lo del deseo había sido lo primero que se me había ocurrido cuando me preguntó, pero no tenía idea sobre que quería decir aquello o por qué yo, un ángel con sus alas recién estrenadas, debía cumplirselo. Pero debía hacerlo, pensé con toda la seriedad de mis nueve años cumplidos. ¿Que clase de ángel sería de no hacerlo?

- Bueno...¿Que quieres que haga? - dije dudosa. El abuelo sonrío.
- Dile a tu abuela que la quiero pero sin que sepa que fui yo.

Sacudí la cabeza. ¿Como pensaba abuelo que yo podría hacer algo semejante? Además ¿Por qué no iba el mismo y se lo decía? Mi abuelo soltó una carcajada cuando se lo dije.

- El amor es una cosa sutil. Uno sabe que existe por cosas pequeñas, delicadas, como un buen perfume. ¿Por qué gritarselo si un ángel se lo puede decir por mi?

Bueno, esa era una buena razón. Me quedé de pie, con las manos apretadas sobre las caderas, un poco nerviosa y preocupada. La verdad no tenía idea de como haría aquello, pero era evidentemente que el abuelo esperaba que lo hiciera. Me miraba con expresión muy severa, sentado en el banco de trabajo, con los ojos claros llenos de ese brillo humorístico que muchos años después, sabría era parte de su espíritu y travieso. Pero por entonces, sólo sabía que mi abuelo me miraba de manera muy seria y esperaba que yo hiciera mi trabajo como ángel. Me encogí de hombros.

- Bueno...ya lo haré y vendré a decirte.
- Hazlo y yo sabré que lo hiciste.


Me quedé muy asombrada por esas palabras. ¿Como lo sabría? Supuse que se trataba de algún truco de abuelo que yo aún no conocía muy bien. Me fui corriendo a la casa, con el corazón latiendome muy rápido y la cabeza llena de ideas no muy claras - y algunas bastante chifladas - sobre como cumplir el deseo de mi abuelo.

En una ocasión, una de mis tías había dicho que los ángeles eran mensajeros, más que enviados divinos. Me quedé pensando en eso, sentada en el salón, mientras pensaba en como podía hacerle a mi abuela saber que el abuelo la quería. Me quedé sentada en el Sofa, con las manos sobre las rodillas, imaginando cartas y poemas de amor, canciones, plantas en maceta. Cuando mi tatarabuela entró, me encontró allí y me dedicó una de sus miradas un poco duras.

- ¿Y esas alas?
- Es que soy un ángel - le dije como si tal cosa. Mi abuela me miró sobre sus anteojos de montura.
- Un ángel - se acercó con su paso lento y un poco rígido. Ya por entonces era casi octogenaria y había sufrido una fractura de cadera que la hacia caminar con mucho dolor. No obstante, se conservaba erguida y fuerte. O a mi me lo parecía, al menos, con su cabello canoso y su rostro tenso cruzado por arrugas diminutas. Se sentó en el mueble junto al que yo me encontraba.
- Eres una bruja. O lo serás - dijo. Y con mucha seriedad.
- ¿Y no puedo ser un ángel también? - pregunté un poco asombrada. Mi Tarabuela me miró con cierta dureza.
- ¿Sabes que es un ángel?

Vaya que esa era una pregunta dificil. Sabía que eran seres de inenarrable belleza que vivían en el Cielo Cristiano o así me habían contado las monjas del colegio. Que eran bondosos, sabios y eternos. Que cumplían la voluntad de Dios. Que eran parte de muchas historias biblicas y de religiones de muchos país. Pero en realidad no sabía exactametne que eran. No sabía si eran espíritus o algo más. Personas bondadosas o quizás, extraños en la Tierra de la normalidad. Solía imaginarlos con tunicas blancas, cabellos largos y ensortijados, mejillas sonrosadas. Todo bondad. Pero ¿Eso era un ángel?

- No lo sé - admití por último. Tatarabuela siguió mirándome - ¿Eso es...terrible?
- No, en realidad nadie sabe que es un ángel. Y por lo mismo, un ángel, como idea puede ser un sueño. Una aspiración. Una esperanza. Toda creencia tiene ese objetivo: Crear belleza y consolar el miedo.

No entendí nada de aquello, pero si tuve claro que un ángel era, fundamentalmente, algo bueno. Acaricié mis alas de tela y cartón con orgullo. De pronto, pensé en los de verdad, en los que creía firmemente que podían existir, que podían volar como los pájaros, brillando a la luz del sol. Me pareció una idea muy bella.

- ¿Entonces puedo ser ángel también? - insistí. Mi tatarabuela soltó una de sus carcajadas francas, muy ruidosas. Me gustaban esas carcajadas. Eran como pequeñas explosiones de buen humor sorprendente en ella.
- Puede ser lo que quieras. Pero también, sueña a la medida de tus creencias. En la Tradición de la Diosa en que te estamos educando, la esperanza la encarna la bruja. La encarna su espíritu salvaje, su inteligencia despierta. Su curiosidad. Su vientre de fuego. Su amor por el conocimiento. Una bruja también es una aspiración.

Se levantó con movimientos lentos. Me apresuré a ayudarla. Una de las plumas de mis alas flotó en el aire en un rayo de sol fugitivo. Ambas lo miramos, entre asombradas y un poco desconcertadas. Fue un extraño momento plácido, dulce. Pensé en lo que mi tatabuela acababa de decir sobre las brujas y lo que había dicho antes sobre los ángeles. Pensé en la esperanza, que no sabia muy bien que era. Pensé en el brillo del sol, que a veces parecía ser un resplandor que llenaba el mundo. Pensé en la belleza, en los momentos mínimos como aquel, con el aire impregnado de olor a jardín, a montaña y a café recien hecho. En la sonrisa de mi abuelo al hablar de mi abuela. En lo que unía todas esas imágenes. En la delicadeza que parecía palpitar en medio de todas ellas. Me quedé de pie y contemplé como la pluma caia al suelo y se quedaba gravitando sobre la madera.

- ¿La esperanza es amor? - pregunté de pronto. No sé como se ocurrió esa pregunta. Muchos años después, pensaría que fue uno de los primeros pensamientos adultos que tuve en mi vida. La tarabuela ladeó la cabeza y sonrío. Una sonrisa lenta, apretada entre los labios. Pero una sonrisa al fin y al cabo.
- Lo es. Y también es un fragmento del futuro. Un sueño a punto de cumplirse.
- Decir te quiero sin que nadie lo note - dije en voz muy baja. Levanté los ojos para mirar a mi tatarabuela, muy agitada y conmovida - ¡Ya sé como cumplir el deseo!
- ¿De que hablas muchacha? - me preguntó. Eché a correr por el pasillo hacia sin responderle.


La cocina estaba vacia. Me encaramé como pude en uno de los taburetes y saqué la taza del abuelo, ese pocillo de peltre que tanto le gustaba y también, la taza de porcelana blanca de mi abuela. Los coloqué sobre el mesón de mármol y lo miré. La esperanza que es amor. El amor que es un lenguaje. Las pequeñas cosas que crean grandes sueños. Tomé con muchísimo cuidado la jarra de café - ya la había roto dos veces antes - y serví en ambas tazas. Las coloqué muy juntas en medio de la mesa y las miré con una sonrisa.

A veces, el abuelo se sentaba en ese mismo mesón a beber café. Lo hacia con la bonachona tranquilidad del que disfruta del sabor y la textura de su bebida: una pierna estirada sobre las patas de la silla, la espalda apoyada sobre el respaldar, mirando la tarde caer por la ventana de la cocina. Pocas veces mi abuela lo acompañaba. Pensé en ese momento mágico, traslucido. En esa sensación que el mundo se detiene cuando algo te gusta mucho. En el hecho que los ángeles inspiran, en la sensación de creer y sonreír.

- ¿Abuela? mi abu te espera en la cocina - le dije asomando la cabeza por la puerta de la biblioteca. Ella me miró, un poco extrañada.
- ¿A mi?
- Sí, quiere hablar contigo una cosa.

- ¿Te dijo qué?
- Esas son cosas de gente grande.

Ella sacudió la cabeza. Ahora corrí a toda la velocidad de mis piernas hacia el jardin, donde mi abuelo podaba sus amados tomates en miniatura. Me miró debajo de su gorra de franela con ojos sorprendidos.

- ¿Que me espera en la cocina? ¿Por qué no vino aquí? - preguntó. Me encogí de hombros. Las alas se balancearon de un lado a otro. Sentí su peso, su significado. Quizás su poder. Pero yo no le llamé de esa manera claro: sólo pensé que no era fácil ser un ángel. Y quizás una bruja tampoco. ¿Como se construye la esperanza? ¿Que sueña la sonrisa? Era una invocación de Luna Llena que le había escuchado a mi abuela. Y ahora, me parecía entenderla. A medias y aún con mucho esfuerzo, pero comenzaba a tener significado. Belleza. Y un sentimiento.

Cuando mi abuelo llegó a la cocina, mi abuela sonreía. Se había encontrado con las tazas de café y había dejado junto a ellas, una fuente de galletas de avena, las preferidas del abuelo. Él lo miro todo, sonrío y se quitó la gorra con un gesto respetuoso. Parada a su lado, me pareció un gigantón torpe y un poco atolondrado, con las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes de emoción.

- Gracias por invitarme a tomar café - dijo mi abuela. Y sonrío también. El cabello trenzado brillandole sobre el hombro. La mirada llena de dulzura - te traje galletas también.

Mi abuelo me dedicó una mirada rápida, sólo una. Pero ya yo corría al jardin, saltando con mis alas al hombro y los brazos elevados al cielo. Las alas se movían de un lado a otro en la espalda y pensé que podría volar, hacia la montaña radiante, hacia el cielo azul interminable. Hacia la esencia misma de los sueños. Como ángel vestido de blanco con las rodillas raspadas y las uñas de las manos mordidas. Como esperanza. Como una forma de magia muy vieja.



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