jueves, 11 de junio de 2015

Más allá del misterio: Cuando la incertidumbre es una idea recurrente.




En una ocasión, una amiga me preguntó si le temía a la muerte. Lo hizo con toda naturalidad, en el momento menos esperado: nos encontrábamos almorzando en un soleado café de la ciudad y nada a nuestro alrededor, parecía tener relación alguna con sus palabras. Nos rodeaba el saludable bullicio del mediodía, el aroma de la comida recién hecha y el brillo del sol a plomo del perpetúo verano de Caracas. De manera que sus palabras, tuvieron el raro efecto de un llamamiento de atención, un choque de conciencia inesperado y hasta inquietante.

— Pues, supongo que sí. Como todo el mundo — respondí por decir algo. En realidad, pocas veces pensaba en el particular y cuando lo hacia, intentaba no profundizar demasiado en una idea que me provocaba un terror poco definido, abstracto pero real. Mi amiga movió la cabeza, tomó un sorbo de su jugo de naranja y desvió la mirada.
— Yo tampoco lo tenía. Pero ahora sí. — ¿Y por qué ahora sí? — Porque cumplí los treinta.

Por entonces, yo tenía veintiocho y la verdad, no encontraba mayor diferencia entre una década y otra. Pero cuando miré a mi amiga, ella parecía estar bastante preocupada como para tomar en serio lo que acababa de decirme. Esperé.

— Comienzas a pensar en que probablemente, enfermarás, te debilitarás. Que ocurrirá algo que pueda poner en peligro tu salud y bienestar — continuó — comienzas a pensar en esa idea que el cuerpo comienza a envejecer, que deja de renovarse. Que tendrás que cuidar lo que comes. Que deberás…

Suspiró, se miró las manos. La conversación me parecía poco menos que surreal pero también, fascinante. Había algo en su punto de vista que me resultaba intrincado y complejo. Como si debajo del sencillo miedo que expresaba hubiese algo más cultural y duro de digerir sobre la muerte, sobre los temores esenciales sobre lo desconocido y nuestra fragilidad física y sobre todo, esa percepción sobre vulnerable acerca de la mortalidad.

— ¿Y eso te asusta? — Me sorprende pensar en eso. Jamás lo hice. — ¿Y ahora lo haces con frecuencia? — Ahora no dejo de pensar en el tema.

Apretó las manos sobre la mesa. De pronto, mi amiga parecía no sólo abrumada por lo que acababa de decir, sino directamente aterrorizada por las implicaciones no sólo de ese futuro incierto, sino algo más brumoso que no comprendí muy bien. Comencé a preguntarme si se encontraba enferma o presentía podía estarlo. Sonrío con tristeza cuando se lo pregunté.

— No. Sólo que de pronto asumí que puedo morir. Sólo eso. A pesar de lo que sea y como sea. A pesar de mis rutinas de ejercicio, a pesar del cuidado de mi alimentación. Cualquier cosa que haga, no evitará un proceso que ya comenzó.

Me quedé paralizada escuchándolo. Tuve la sensación que a mi alrededor, el mundo se detenía, que se hacia menos brillante y ruidoso. Porque de pronto, las palabras de mi amiga tuvieron una nueva sustancia, una resonancia casi dolorosa. La muerte en todas partes, la muerte como un proceso que todos atravesamos, a pesar de nuestras precauciones, esperanzas, ilusiones. La muerte como un destino caótico a pesar de la necesidad de la mente humana por brindarle sentido, por metaforizarlo de cualquier manera.

Pensé en todas esas cosas con una rapidez casi dolorosa, como si fuera incapaz de contener mis pensamientos o mejor dicho, las conclusiones casi naturales a la que llegué sobre el tema. Mi amiga me dedicó una mirada perspicaz.

— ¿Ahora si comprendes mi miedo?

No supe que responder. De hecho, la pregunta me irritó por meses después de nuestra conversación. En realidad no lo comprendía, como nadie puede comprender directamente los temores y esperanzas de otro, pero de alguna forma ese miedo recién nacido que habían despertado sus palabras, era un reflejo del suyo. Quizás se debía a que por primera vez en muchísimo tiempo había pensado en la muerte como una realidad física, o que simplemente, nunca había asimilado del todo la idea. Cual fuera la razón, de pronto sentí un dolor muy intimo y crudo, uno para el que no existe consuelo. Y es que el temor a la muerte no sólo es parte de la naturaleza humana, me dije con cierta inquietud, sino de esa necesidad de asumir nuestros limites y contradicciones desde una perspectiva casi filosófica.

La primera vez que pensé en la muerte, tenía unos doce años. No fue una idea estructurada ni mucho menos muy clara: un día caí en cuenta que probablemente moriría. Recuerdo que me encontraba en mi habitación, imaginándome como una adulta y de pronto, me pregunté como sería de anciana. O que ocurriría cuando comenzara a tener canas. O a sufrir de los achaques y pequeños dolores que sufría mi abuela. Supongo que la siguiente conclusión fue obvia: ¿Que pasaría cuando fuera tan ancianita que apenas pudiera cuidarme sola? ¿Que…ocurriría después? Después, que no tenía mucha idea de qué podía ser. Después que era un silencio brumoso y abstracto. Después que era una gran ausencia.

La idea me aterrorizó y me abrumó. No sólo por su realidad física — todos podíamos morir — sino el pensamiento que sin duda, yo moriría. Intenté disfrazar la idea con esperanzas — pensé que faltaba mucho mucho tiempo para convertirme en una anciana y mucho más para…morir — , pero no lo logré. La certeza siguió estando allí, molestándome a toda hora. Interrumpiendo mis momentos más festivos, las lecturas reposadas, provocándome insomnio. Porque nada podía disimular la imperturbabilidad de una idea absoluta, que no aceptaba matices y explicaciones. Iba a morir y nada podría evitarlo. Iba a morir y eso era parte de mi naturaleza. La muerte estaba en todas partes, era una historia inevitable y yo no sabía muy bien como lidiar con esa insistente angustia.

No obstante, mi mente de niña de alguna manera logró arrojar la certeza de la muerte hacia algún rincón de lo cotidiano. Me convencí que era algo muy lejano a mi mundo y como comprendía las cosas, que aunque ocurriría, seguramente no sería de inmediato. Que todo lo que amaba y apreciaba se encontraba muy lejos de esa percepción sobre el final de la vida y que con toda seguridad, seguiría estándolo por un buen tiempo más. Me esforcé en creer en esas excusas tibias, a medio construir. De mirar en otra dirección. Pero de vez en cuando, me sobresaltaba pensar que en realidad, la muerte estaba muy cerca. Era parte de mi misma y de mi historia.

Hasta que mi bisabuela murió y fue inevitable mirar hacia otro lado. Tenía casi noventa años, estaba muy enferma y no fue una sorpresa para nadie su muerte, pero a mi me impresionó y me asustó, por supuesto. Recuerdo que durante las horas interminables de su velorio, miré su ataúd con los ojos muy abiertos, intentando asimilar la idea. Hasta el día anterior la había escuchado reír, hablar a susurros. La había abrazado. Ahora yacía, irreconocible, pálida y ósea, en un lecho de satén barato. Los ojos cerrados, el rostro burdamente maquillado. Y ya no era ella. No sabía como explicarlo, pero bisabuela había dejado de ser ella misma para ser sólo un cuerpo delgado, con la piel arrugada y amarillenta. Una mujer a quien no reconocía.

También me impresionó el culto a la muerte, toda la ceremonia que rodeó la muerte de mi bisabuela. La noche de velatorio, rodeada de parientes llorosos. Las coronas de flores llenando el pasillo. La caminata fúnebre con el ataúd a cuestas de mis tíos y primos. ¿Por qué la muerte tenía que conmemorarse de esa manera? ¿Que significaban todos los ritos y rituales que había visto, incluso los mínimos? No lo comprendí pero la idea continuó atormentándome después que todo culminó. Recuerdo haberme quedado al pie de su tumba, mirando la hierba a su alrededor y pensando que la muerte, vista de esa manera, tenía un aire primitivo. Una ceremonia tribal.

No lloré, al menos no al principio. En lugar de eso, pasé las siguientes semanas, leyendo todo lo que encontré sobre la muerte. Así me enteré, que los primeros en enterrar a sus muertos fueron los Neanderthal, acompañándolo con ritos funerarios más o menos complejos: Inhumaban el cuerpo del difunto, junto con alimentos, armas de caza y carbón vegetal, y cubrían el cadáver con flores. La imagen me asombró, sobre todo por parecerme muy parecida a lo que había vivido luego de la muerte de mi bisabuela pero también, por dejarme la sensación muy definida que la muerte, más que un temor es una incógnita que fascinaba al hombre de la misma manera en que le desconcertaba. De hecho, Una tumba de Neanderthal descubierta en Shanidar, Irak, parecía demostrarlo mejor que cualquiera otra cosa: contenía el polen de ocho especies florales diferentes. ¿Entregaban el cuerpo a la tierra? ¿Creían que formaba parte de un ciclo interminable? No lo sabía pero la idea me pareció hermosa.

La muerte me obsesionó por años. Y seguí sin llorar a bisabuela. Tampoco lloré a mi abuela, cuando murió unos diez años después. Su muerte fue un mazazo emocional del que no llegué a recuperarme bien. Tuve la impresión que mi mundo se sacudía de un lado a otro sin control, que había perdido una pieza esencial de mi mente. Quizás fue así: nunca fue la misma después que falleció y así comprendí que la muerte, es un hecho emocional. Que no sólo se trata de la perdida, sino de los fragmentos de historia que pierdes. De lo que te hace el dolor.

Pensé en esas cosas cuando supe de la muerte de L., un viejo amigo de la infancia con quien había perdido contacto casi una década atrás. No supe como asimilar la idea de su fallecimiento, pero sobre todo, como asumir que alguien tan joven como yo, había enfermado de gravedad y muerto con relativa rapidez. Me quedé en silencio, con las manos apretadas sobre las rodillas, mientras un conocido en común me contaba de su corta agonía como víctima del cáncer y su dolorosa muerte. No supe que decir cuando dejó de hablar.

— Nadie podía imaginar que algo así sucedería — dijo entonces. Sacudí la cabeza. — La muerte siempre es un momento desconocido.

No sé por qué pensé en esa frase y sobre todo, el motivo por el cual me pareció tan adecuada para ese momento. Pero mi interlocutor asintió, con la boca apretada y cierta aire de desamparo. Y aunque no sabía bien que podía pensar sobre la muerte, si comprendí que ambos compartíamos esa tristeza indeleble que suele dejarte la simple ausencia. Esa región en sombras de nuestra mente.

Poco después, leí en alguna parte, que los romanos estaban convencidos que el fuego funerario guiaba el alma del difunto hacia su morada eterna. El corto párrafo describía la procesión que solía llevarse a cabo luego de la muerte de un ciudadano del Imperio: sus parientes más cercanos vestían de blanco y llevaban antorchas encendidas. De hecho, nuestras palabras “funeral” procede del latín “funus”, que podría traducirse como “antorcha”. Pensé en esa caminata silenciosa, con el fuego entre los dedos. Y pensé que quizás, era una forma muy antigua de hacer retroceder el caos. De enfrentarse a la desazón.

La última vez que vi a G. fue unas semanas antes de su muerte. Yacía en la cama exangüe y afligido, tan delgado que los huesos parecían lastimar su piel amarillenta. Había sufrido un violento caso de cáncer y había sido desahuciado. Y él lo sabía. Aún así, cuando me senté a su lado y le tomé de la mano caliente por la fiebre, sonrío.

— Oye niña loca, ni se te ocurra llorarme ¿Lo sabes? no voy a estar aquí para reírme de ti.

Sacudí la cabeza. Él y yo habíamos tenido una apasionada relación hacia unos cuantos años y aún conservábamos los buenos recuerdos. Contuve las lágrimas de la misma manera en que lo había hecho tantas veces antes. Me esforcé por controlar el pánico blanco y duro que se instaló en algún lugar de mi mente. No lo logré.

— Lamento no haber venido antes — dije. Me refería a las semanas en que habíamos conversado por teléfono y yo no me había atrevido a visitarle. Que me había refugiado, horrorizada y angustiada, esa calma plomiza de simplemente asumir que G. probablemente moriría. Ahora estaba allí, pálida y exhausta, tratando de sonreír sin lograrlo. — No tenías por qué hacerlo. — ¿Ahora sí? — Hay que despedirse.

Conversamos un rato más. Logramos reír. Cuando me fui, apreté su mano entre las mías. Y lo supe con tanta claridad que dolió: nos estábamos despidiendo para siempre. Diciéndonos adiós no sólo de todas las maneras simples en que se puede decir, sino definitivamente. Despiéndonos de las risas, los besos, las escenas que compartíamos. La historia que había sido nuestra. Despidiéndonos de todos los días y todas las horas. Del mundo. Del pasado. Y del futuro, donde él no estaría. Sentí las lágrimas tan cerca de la superficie que casi me sofocan. Pero no las dejé escapar. Ni él tampoco.

Unas semanas después, en su velorio, encendí una vela. Quizás por esa vieja costumbre atávica de invocar luz en la oscuridad. O simplemente por celebrar, que todos somos pequeñas lágrimas en la eternidad. Me quedé de pie junto a los Crisantemos, pensando en la vida y en la muerte. En lo fugaz de nuestras aspiraciones y deseos. En la vida que nace y muere. En todas nuestras fantasias al respecto.

Entonces lloré, sentada en el escalón de la vieja funeraria. Lloré por él, por mi amigo L. de quien nunca me despedí, por mi abuela y mi bisabuela. Lloré por el dolor de saber que mi vida era tan frágil como una idea y también, tan fuerte y vigorosa como un deseo. Que tengo miedo de morir — siempre lo tengo, ¿a quien podría engañar? — pero que es justo ese miedo, lo que me hace aspirar a algo más, correr contra la oscuridad y el caos. Lo que me permite mirar el cielo asombrada y sentirme tan pequeña, un momento entre cientos de momentos antes y después de mi. De comprender que la vida es una diminuta conciencia, un estallido de belleza. Y que a pesar de todo — de las sombras perennes, del terror al acecho — la vida siempre es más fuerte. La vida siempre es más hermosa. La vida, siempre es mucho más poderosa y luminosa.



Esa noche llamé a mi amiga. Me escuchó en silencio, y la imaginé, sentada detrás de su escritorio de profesora, en medio del charco de luz de su lámpara favorita. Le hablé sobre mi llanto, sobre todo lo que me había enseñado la muerte y la vida. Pero sobre todo, le confesé que seguía sin comprender su miedo absoluto — resignación, desesperanza — con respecto a la forma de asumir el final de todas las cosas. Me escuchó y luego suspiró, de una forma muy audible y casi triste.

— Creo que después de todo, sólo somos polvo de estrellas muertas — dijo. Y sonreí. Porque había algo bello y triste en esa frase. Algo extraordinario y profundo. Algo simplemente humano que asumí, también le brindaba sentido al dolor y a lo preciado. A la simple necesidad de vivir.

C’est la vie.

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