lunes, 19 de mayo de 2014

De la Intolerancia al temor: La Venezuela sin rostro en medio de la fractura histórica.






Un hombre levanta el puño y grita una consigna patriótica en mitad de la calle. Lleva una camiseta con los colores de la bandera nacional y también una pancarta donde puede leerse "Tenemos Patria". Cuando lo miro - con desconfianza y una irritación que disimulo bastante mal - me la muestra, como si necesitara dejarme bien claro el mensaje implícito, esa visión de un país que no comparto. Me alejo, confusa y preocupada. A la distancia, continúo escuchando sus palabras, su insistencia en esa "Patria" abstracta y desconcertante que no reconozco como propia.

Unas horas más tarde, me encuentro en una Plaza del Este de Caracas. Un hombre se acerca y me extiende un panfleto. Me sobresalta lo que leo cuando lo sostiene para entregármelo: "Muerte a los traidores a la Patria. La Patria o la muerte". Me niego a tomar el papel y cuando se lo digo, me dedica un gesto duro, lo bastante colérico para sobresaltarme y preocuparme.

- Por esta juventud traidora es que el país está como está - me reprocha - es imposible que un país prospere con gente como usted.

No le respondo. Permanezco sentada, negándome a mirarlo hasta que se aleja, aún vociferando contra mi "indiferencia" y lanzándome una serie de epítetos que dejan muy claro que mi postura le resulta ofensiva, no por contradecir la suya, sino por no apoyarla. Una idea que parece resumir la actitud política de buena parte de los Venezolanos y lo que resulta más preocupante aún, de la dirigencia de ambos extremos en dispusta.

Y es que en Venezuela, la política dejó de ser un lenguaje social capaz de comunicar ideas comunes para transformarse en algo mucho más pernicioso, peligroso y volatil. Una mezcla entre la diatriba verbal más violenta y la ideología que se nutre del odio para definirse. Una visión inquietante de un país roto a la mitad, desconfiado e incrédulo. O mejor dicho descreído. A fuerza de confiar una y otra vez en un tipo de política cuartelera, populista y engañosa. Porque sin duda, esta Venezuela a fragmentos, a trozos de historia y cultura que no terminan de encajar en ninguna parte, es una herencia directa de décadas de despropósitos e indiferencia.

- La Venezuela actual no es obra de Chavez, mucho menos de la Cuarta república - me dice J., sociólogo e historiador con quien suelo debatir de vez en cuando el tema. A J. lo conocí en la Biblioteca Nacional, durante los años en que me obsesioné con la historia del país. Por entonces él terminaba su tesis sobre la Venezuela mestiza y le asombró supongo, mi pasión por la identidad nacional, mi necesidad de comprenderme a través de nuestro pasado como impronta cultural. Ahora, debatimos sobre el país que nació a partir de las desigualdades, del que se mira y se interpreta a través de la diferencia.

- Pero la Cuarta República, con sus vicios creó el caldo de cultivo para la apolítica y la destrucción de los partidos políticos - le respondo - y Chavez se aprovechó de eso. La Venezuela de extremos es la consecuencia de sustituir las intermediación política por la ideología emocional.

- No es tan sencillo - me responde - Venezuela siempre sufrió de la desigualdad claro. Y por supuesto, Chavez supo interpretar con mucha claridad ese resentimiento social escondido y sutil que transformó en confrontación electoral. Pero esa visión de extremos es parte de la idiosincrasia Venezolana.

- ¿Como puedes insistir en algo así? - le reclamo escandalizada - la Venezuela en enfrentamiento es producto reciente.

- Es mucho más notorio ahora que nunca - me corrige - pero en realidad Venezuela siempre se ha concebido como una serie de visiones superpuestas de la realidad. Somos un país que no fue pensando como una sociedad, sino como un cuartel. Fuimos Capitania General antes de República y siempre, a la sombra de otras ciudades concebidas como asentamiento. De manera que en Venezuela se replicaron los vicios sociales del continente pero a una escala contenida, elemental. Desde la división social, que en un país mestizo resultó absurda hasta la riqueza subita del boom petrolero que creo la clase media que siempre miró por encima del hombro al pobre.

- Eso es injusto - digo - el prejuicio social existe, no lo dudo pero el odio a raíz de ese prejuicio es algo más reciente.

- En realidad no - insiste otra vez - lo estás asumiendo como poder electoral, que si es fenómeno netamente Chavista. Pero en Venezuela, el prejuicio y la discriminación fueron fracturas del paisaje social desde mucho antes que Chavez  las hiciera visible, las convirtiera en un lenguaje concreto de lucha política. No puedes engañarte: Venezuela ahora mismo sufre de todos sus decepciones y encrucijadas convertidas en hecho de poder.

La idea me desconcierta. Pero no puedo evitar analizarla, con la preocupación de reconocerla cierta. Durante mi reciente viaje a la ciudad de Mérida, tuve de hecho un pensamiento parecido, mientras intentaba comprender el ambiente político del Estado, muy distinto al de Caracas y sobre todo, mucho más cercana a la realidad que la diatriba política que sostenemos en la Capital. En una oportunidad, recorriendo la Plaza Bolivar y fotografiando una pequeña manifestación política que se llevaba a cabo, uno de los participantes se acercó de inmediato, con esa habitual desconfianza que produce actualmente una cámara fotográfica.

- ¿Es periodista?
- Solo turista - aclaro. El hombre parece tranquilizarse.
- Hay que tener mucho cuidado, hay mucho infiltrao' por ahí - me comenta - hay que cuidarse.
- ¿De quién?
- De los Violentos - me explica, muy convencido - gente que cree que quemando basura o trancando una calle nos va a presionar para hacer algo. Eso no sirve. Solo hace que el pueblo sepa clarito quienes son los que no quieren paz.

No me sorprende la perorata, exacta a la que transmiten a diario los medios oficialistas. La escucho en silencio, reprimiendo la inmediata respuesta que se me ocurre. Continúo fotografiando, con el hombre mirándome atentamente. La concentración es muy poco numerosa pero animada: Hay al menos cincuenta partidarios del gobierno trajeados de rojo carmesí vociferando contra la "derecha" fascista, levantando el puño y gritando a quien quiera escucharlo que están dispuestos a "sacrificar la sangre de sus venas por la patria". Algunos me miran sobresaltados, otro francamente irritados. Pero unos pocos, como mi primer interlocutor, se acercan a indagar sobre mi interés. Se sorprenden cuando les comentó que me encuentro en una excursión fotográfica junto a un grupo de fotógrafos caraqueños.

- ¿No manifiestan en Caracas que usted nos fotografía? - me pregunta una muchacha, más o menos de mi edad, que también lleva camiseta alusiva a su militancia política y unos ceñidisimos pantalones rojos. Le explico que en Caracas, es peligroso para un fotógrafo acudir a concentraciones oficialistas. La muchacha me mira alarmada.

- ¿La confunden con un fascista? - pregunta. De nuevo el término. Y me desconcierta la total certeza como lo utiliza, y también su inocencia. No se cuestiona de donde pueda provenir o que tan exacto pueda ser para definir que me oponga a sus ideas políticas. Para ella, la palabra "fascista" define algo concreto, amenazador y que se opone a su manera de interpretar el país, a esa "patria" difusa y abstracta que sin embargo, define a través del contraste.

Y es que el discurso oficial, ese que insiste en demonizar al contrincante, de responsabilizarle de la crítica situación que sufre el país, caló lo suficientemente hondo como para crear un nuevo tipo de visión sobre el ciudadano: el enemigo que intenta destruir al país que se considera normal, esa versión de la realidad que parece calzar de manera justa y estructural dentro del discurso oficial. Una y otra vez, me tropezaré con esa imprecisión del epíteto, esa insistencia del "otro" destructor, el enemigo oficial. Una y otra vez me sorprenderá la certidumbre de esa afirmación, de la idea que se insiste como real en medio de una batalla dialéctica que parece incluir a todo el país.

La reacción es inevitable, supongo. Y lo comprobaré unos días después, casi a punto de regresar a Caracas, con una de las célebres barricadas merideñas. En realidad, la estructura fue desmontada y solo le sobrevive algunas marcas de fuego en el asfalto y una pequeña pancarta escrita a mano que exige: "Libertad". Cuando me acerco a fotografiar, quizás la última fotografía que tomaré en el Estado Mérida durante el viaje, una mujer se acerca, con gesto desconfiado.

- ¿Por qué quiere fotografiar esto? - me pregunta en un tono duro que me desconcierta. Le explico lo mejor que puedo que mi propósito solo es documentar lo que ocurre en la ciudad, y ella me escucha, aún rigida y evidentemente incómoda. Me indica que solo podré tomar "unas poquitas fotos" porque "nadie sabe quien pueda ser" un infiltrado. Un "sapo" me indica con solemnidad.

- ¿Ha sido muy complicada la situación en Mérida? - pregunto. La mujer suspira, con expresión preocupada.

- El problema es que la violencia nos acecha - me explica -  los colectivos te disparan a mansalva, los Tupamaros destruyen todo lo que pueden. Y también están los indiferentes, los que no se unen a la lucha. Esa gente desmotiva también.

Lo dice en el mismo tono agrio con el hombre de la plaza en Caracas me acusó de lo algo parecido, semanas atrás. Después me cuenta que las barricadas se mantienen - o se mantuvieron - a pesar de las protestas de los vecinos, de los "tibios" y de los reclamos de los "otros". Me explica que lo más sorprendente es que la mayoría eran opositores y que les sorprendía su falta de compromiso con "la lucha".

- Es que yo se lo digo, los chavistas y los tibios son lo mismo: gente que no quiere a esta patria - me dice - en Venezuela se necesita lo radical, enfrentarnos al enemigo y triunfar. Esto no es un juego de andar en marchas o dialogos. Aqui se necesita fuerza.

De nuevo, el mismo concepto sobre el país en dispusta, el país irreconciliable. Lo más inquietante, es que la misma versión es parte del discurso de ambos extremos, esa verdad absoluta que pareciera solo cambiar de camisa y de consigna para expresar una idea política y social especialmente volatil. Más tarde, mientras miro las fotografías tanto de la pequeña manifestación de la Plaza y la Barricada, tengo la sensación que ambas imágenes se mezclan, crean algo más turbio y desconcertante que la mera visión de una Venezuela dividida. Porque en el odio de los extremos, esa diatriba primitiva que deshumaniza, hay esa convicción que la única visión de país posible es la propia, es la que no incluye al contrario y la que supone su destrucción como una premisa para cualquier visión del país viable. Y es que quizás, el país que se asume en fragmentos, también se interpreta así mismo en un enfrentamiento interminable, una radicalización del discurso que no brinda espacio para el análisis de la realidad compartida y lo que es peor, la visión del país como una herencia histórica que le pertenece al ciudadano, más que al partidiario. Pero en Venezuela, la política destruyó una idea unitaria y por ahora, solo somos parte de un concepto de gentilio parcial, que se comprende a medias y que sin duda, carece de viabilidad.

Pienso en lo anterior cuando me detengo frente a un cartel que exige "Paz" y que incluye la frase: "porque todos luchamos por ella". El contrasentido me abruma un poco, pero sobre todo me deja claro - de nuevo - que en Venezuela la solución pacifica al conflicto es aún una posibilidad lejana, una que carece de sentido y lo que es más preocupante, de valor social.

C'est la vie.

1 comentarios:

JánnuaCoeli dijo...

Hola! Me gustan mucho tus escritos! Voy a colocar este en mi facebook! Saludos

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