jueves, 8 de mayo de 2014

El contrapunteo del país que no se reconoce así mismo: la visión y la justificación ideológica.





Mi amigo Alberto (no es su nombre real) se llama así mismo rebelde. Contestatario, un feroz defensor de lo que llama "las causas perdidas" está convencido que el mundo merece una la lucha de ideales que permita construir un futuro mucho más justo. Una y otra vez, me habla sobre la  inclusión en un mundo que considera esencialmente desigual y explotar. Me insiste siempre que puede, que tiene "las ideas claras" sobre lo que llama su responsabilidad cultural: rechaza cualquier manifestación de "manipulación mediática" y tiene especial cuidado en analizar la realidad a través de una opinión crítica. Alberto pertenece a una gran cantidad de organizaciones que promueven la defensa de los derechos humanos, la educación como elemento de liberación social y también, es un convencido chavista. Lo es, desde que Hugo Chavez pronunció su histórico "por ahora" en televisión nacional.

Debatimos con frecuencia sobre el tema. Para mi, continúa siendo contradictorio que a pesar de su necesidad de enfrentarse a toda forma de lo que llama "Dominación" e "imperialismo" apoye un gobierno con un claro corte militarista. Pero para Alberto, la cosa es definitiva: Chavez, a pesar de su origen militarista y cuartelero y su visión vertical sobre el ejercicio del poder es un "luchador convencido" contra la "hegemonía" del "poder establecido". Cada vez que hace puntalizaciones sobre el tema, parece sorprendido por mi incredulidad.

- Tu lo sabes: No ha existido ningún gobierno que se preocupara más por los pobres que el chavista - dice - el pobre en Venezuela siempre fue marginado. Se le mira de reojo desde el poder y también lo hace el ciudadano alimentado por ideas sobre superioridad mercantil. Al final, el humilde es un vehículo electoral. Chavez lo empoderó a través de la ley y también del reconicimiento de su existencia.

Pienso en los timidos progresos de justifica social en nuestro país: en las llamadas "Misiones" que han intentado palear de la mejor manera posible, las desingualdades creando soluciones especificas. Pero no ha sido suficiente. Los organismos, creados por motivos electorales y que suelen derrumbarse a penas su objetivo propagandistico comienza a perder vigencia, solo son maquillajes superficiales de una crisis mucho más profunda que la aparente. Pienso en el ciudadano que jamás ha tenido acceso a ningún tipo de prebenda democrática, que se enfrenta a diario con la necesidad de sobrevivir por encima de la idea natural de comprensión del país como su identidad cultural. En Venezuela, las limitaciones económicas y sociales son tan duras y de indole tan restrictivo, que la pobreza es un estigma destinado a perpetuarse de generación en generación. ¿Que hizo el gobierno Chavista y luego, la administración de Nicolás Maduro para enfrentarse a esa percepción de la pobreza como inevitable? Lo suficiente como para complacer un parámetro electoral que predispone a la esperanza que jamás se cumple. Muy poco menos de lo necesario para construir una verdadera solución a largo plazo del problema.

- Hablas como si el mero reconocimiento fuera una respuesta - digo - lo que estamos hablando es de un país difivido por una antigua injusticia social que pudo identificarse en una oferta política basada en la reinvidicación social. Pero ¿Qué ha hecho el chavismo para elaborar una idea de país incluyente?

- La ideología brindó toda una nueva visión de lucha y esfuerzo, identificó los reclamos ciudadanos con el reclamo social - me insiste - eso ya es un triunfo. Hasta el '99 la pobreza en el país era una estadística.

- Ahora es un posibilidad electoral.

Alberto sacude la cabeza. De nuevo, me explica su visión sobre la Venezuela dividida: del pueblo en armas sociales y culturales enfrentandose a una estructura de ricos y explotadores que intentan mantener sus prebendas. Una imagen absurda en un país donde la calidad de vida se ha deteriorado a niveles alarmantes. Ya no hablamos de clases sociales enfrentadas, muchos menos de elites en control de los medios de producción contra los tradicionales oprimidos por su poder económico. Nos referimos a un país empobrecido donde el ciudadano promedio está sometido a la ideología como justificación a la ineficacia, a la visión del otro como una forma de politización del resentimiento social y sobre todo, esa necesidad de radicalizar el discurso social hasta convertirlo en enfrentamiento sustancial. Una y otra vez, el gobierno insiste en mostrar un panorama nacional donde  el disidente sea asume como enemigo invisible, responsable - a pesar de carecer de control y manejo de cuotas de poder - de toda vicisitud que sufre el país. Una elaborada teoría de la conspiración que convierte la opinión critica en un hecho criminal.


Pienso en esa alarmante interpretación de la realidad de Venezuela mientras leo la más reciente sentencia del Tribunal Supremo de justicia y que limita el derecho a la protesta bajo aspectos cuanto menos discutibles y carentes de sentido.  Todo derecho tiene un límite legal, o ese es el supuesto jurídico que rige la mayor parte de los sistemas políticos del mundo. Ahora bien, en Venezuela esa delgada linea entre lo ilegal y el derecho esencial, lo impone el gobierno a conveniencia. Y en esta oportunidad, el límite es la espontaneidad. Y es que el TSJ, violando no solo frontalmente la constitución sino cualquier otro acuerdo Internacional que garantiza los Derechos Humanos, considera que protestar - como expresión del descontento y sobre todo, como idea de opinión - tiene un límite muy definido dentro de la legislación Venezolana. Según la especialisima interpretación del ente Jurídico la protesta solo se llevará a cabo si el gobierno lo permite, lo admite y además, la supervisa. ¿Una contradición? El análisis es aún peor: Hablamos de un sistema jurídico que asume la protesta como un enfrentamiento ilegal a las fuerzas del orden. En otras palabras, el derecho se criminaliza, se transforma en un análisis político e incluso judicial sobre la idoneidad o no de la manifestación.

Porque lo que me pregunto y resulta preocupante una posible respuesta, es siendo que el limite del derecho es la espontaneidad y que el Gobierno debe permitir y supervisar la protesta como elemento legal, es ¿Qué ocurrirá cuando el gobierno no permita la manifestación publica que no le beneficie? Me refiero en concreto a que muy pocas protestas, manifestación y mucho menos demostración disenso callejero, es en apoyo del régimen en funciones. ¿Que sucederá cuando el Gobierno no admita ninguna replica en su contra? ¿Que puede interpretarse de un derecho conculcado que debe ser permitido por un órgano de poder viciado y distorsionado por el partidismo?

El uso de la ley como arma de guerra y lo que es peor, como justificación al uso de la Violencia.

De nuevo, la evidencia de un gobierno que abusa del poder y discrimina al ciudadano con puño de hierro es mucho más real que cualquier propaganda que celebra sus pretendidos logros sociales o incluso, sus aparente vocación por el humanismo social. Desconcertada, leo opiniones de oficialistas que como Alberto, están convencidos que el Chavismo promueve un tipo de revolución social necesaria y profunda en un país de profundas contradicciones. El discurso insistente, patriotero y profundamente limitado, parece ignorar la represión, la censura, la sumisión de la civilidad a la bota militar.  ¿Cómo pueden desconocerlo? Me pregunto, mientras las imágenes de la violencia callejera rebosan las redes sociales ¿Como pueden interpretarlo de otra manera que como una limitación de la ley como revancha ideológica? No encuentro un argumento lógico que sostenga la insistencia del llamado chavismo duro sobre la existencia de una democracia participativa.

Para mi amigo L. la posible respuesta es mucho más sencilla que el elemental planteamiento de quien representa a quien en medio del denso clima político que padecemos. Caminamos juntos por una calle del Este de la Capital y nos asombra la normalidad que prospera a pesar del paisaje recurrente de la protesta anónima. Una pancarta de papel cuelga de un farol: "Queremos un futuro, queremos un país".

- Pero tenemos Patria - dice L. y no de manera jocosa. Lo dice en un reconocimiento de ese concepto sobre Venezuela que divide al ciudadano venezolano - en otras palabras, tenemos una idea política que sostiene la carencia, con la promesa de un futuro esperanzador. Pero la utopía no se sostiene de nada. Se balancea entre la utopía - como toda lucha ideológica - y en la realidad de lo que ocurre.

L. es un estudiante, pero de los pocos que aún no participa en ninguna protesta callejera. En las ocasiones en que le he preguntado por qué no lo hace, la respuesta ha sido la misma: "No conducen a ninguna parte". Porque para L. la llamada "lucha callejera" no tiene nada de utópica, mucho menos de reinvidicación. Es simplemente un colosal error de un liderazgo político irresponsable y un país que no se comprende así mismo.

- Ni uno solo de los que protestan, se ha tomado la molestia de preguntarse por qué todo el país no está en la calle si sufre las mismas condiciones - me dice - es una ceguera sleectiva. Te hablan de revocatorio, de Constituyente. Un monólogo entre convencidos. Pero en realidad la prolongada situación de conflictividad no ha hecho otra cosa que aglutinar de nuevo al chavismo y dividir a la oposición.

Caminamos en una de las barricadas. Un grupo de manifestantes, levantan pancartas: "Somos los rebeldes, los hijos de la Patria independiente". Llevan el rostro cubierto por improvisadas máscaras antigases, camisetas con el color de la bandera. Para estos jóvenes "luchadores" el enfrentamiento callejero es una forma de asumir su rol social, su expresión más inmediata como actores políticos. Mi amigo parece desconcertado cuando se lo comento.

- Lo que hay es una profunda necesidad de comprender el país de una manera absoluta que aplaste al diferente, quien quiera que sea - me dice - la ideologización convirtió al país en un campo de batalla entre radicalismos exactos que nunca podrán convencer a los moderados, los reflexivos, los descreídos e indiferentes de sus motivos para enfrentarse entre sí. Así que el enfrentamiento continúa, disculpa al gobierno de su ineficacia y le brinda espacio de maniobra.

Le hablo sobre los argumentos que llenan las redes, la insistente visión de crear un clima de inestabilidad tal que obligue al gobierno a negociar. Le recuerdo el reconocimiento internacional, el hecho de haber obligado al gobierno a reconocer a la oposición, algo que Chavez no hizo en ningún momento de las últimas décadas. Pero ningún argumento lo convence: Venezuela atraviesa un proceso histórico sin sentido, improvisado y cuya única razón de ser parece ser el poder que asumió la izquierda tradicional.

- ¿Es que no lo ves? - me dice casi con amargura - En Venezuela la lucha política es atípica y poco comprensible para cualquiera que forme parte de la situación de país de manera directa. Es allí donde la lucha social, pierde coherencia. No es más que un enfrentamiento de consignas y argumentos. Una idea sin sentido que sustituye lo socialmente insustancial.


Y es en esa conversación, que algunas piezas sueltas comienzan a encajar en mi opinión sobre lo que ocurre en nuestro país. Una especie de toma de conciencia del por qué una Revolución de corte militar, conservadora y militarista, tiene un marcado apoyo de grupos que por lo general se opondría a un régimen semejante. Y es que como todo en Venezuela, la situación es mucho más compleja y tiene implicaciones que van desde la visión cultural de nuestro país hasta el simple manejo de la información desde las alturas del poder. Somos una confusión ideológica, alentada por un conocimiento exiguo sobre nuestra identidad nacional y lo que es peor, la circunstancia

En nuestro país, el gobierno se llama así mismo “izquierdista”. No importa mucho si es tan conservador y limitante como la derecha más rancia, y mucho menos parece tener importancia que en la ideología que promete y compromete la consciencia, haya más de prejuicios que de verdadera liberación intelectual. El hecho es que por definición histórica , la izquierda se percibe como contracultura, oposición al poder establecido, lucha por valores humanistas. De manera que el gobierno, quizás en una de las jugadas ideológicas más certeras de su borrosa política comunicacional, logró identificarse con esa lucha urbana, esa visión de la juventud rebelde, contestaria. Sin serlo. Porque allí es donde asombra más, estas multitudes de jóvenes de puño alzado que se llaman así mismos revolucionarios y que insisten en apoyar valores que el gobierno denigra, o peor aún ignora. Y es que la Revolución Boliviariana, en su búsqueda de identidad, en ese proceso de construirse como un elemento sin sentido de una serie de ideas poco congruentes, encontró en la “rebeldía” una manera no solo de definirse, sino además de constituirse como una alternativa. ¿A quién? ¿A qué? Intriga como el Gobierno, que ejerce el poder sin restricciones, cuyos líderes se aseguran siempre que pueden de dejar bien claro que Venezuela es una región inhóspita para el pensamiento alternativo, haya logrado disfrazarse con tanta habilidad de la tradicional batalla ideológica. Porque la Izquierda en este país carece de sentido, eso lo sabemos. Es un nombre más, en una serie de definiciones contrahechas sobre un tipo de ideología rota. Y aún así, consigue disimular su raíz dictatorial a través de la defensa de una visión de si misma como liberadora. Una paradoja a toda regla.

Y no obstante, es quizás el truco más repetido de la historia, el más viejo de todos. Una trampa perfectamente construida para consumir la inocencia de la masa en busca de dialéctica e incluso de algo tan simple, como una identidad social.

En su inteligente libro “rebelarse vende” Joseph Heath y  Andrew Potter dejan bien claro que el fenómeno se crea así mismo. En otras palabras, la contracultura solo existe en su necesidad de oponerse, en su interpretación como opuesto inmediato de una idea establecida. ¿Pero qué ocurre, como en Venezuela cuando la idea opuesta es la esencia misma de la idea contra la cual presume luchar? Alguien más cínico que yo, insistiría en un argumento casi mórboso: el canibalismo del argumento ideológico que se devora así mismo, el marketing político construido a la medida de la ingenuidad social. Pero en realidad se trata de algo más simple y Heath lo resume de manera sencilla:  «La contracultura ha sustituido casi por completo al socialismo como base del pensamiento político progresista. Pero si aceptamos que la contracultura es un mito, entonces muchísimas personas viven engañadas por el espejismo que produce, cosa que puede provocar consecuencias políticas impredecibles.»

Sin duda, la juventud Venezolana oficialista protagoniza un extraño fenómeno histórico: un espiral desconcertante donde ideología e identidad parecen chocar para crear algo totalmente nuevo. O tan viejo que resulta nuevo. Y quizás es esa novedad del encuentro de un significado a lo que se creía establecido, lo que le haga tan sencillo a la revolución roja disfrazarse de luchador, de rebelde, sin ser otra cosa que un experimento fallido de la ideología más vieja de todas: el poder intentando sostenerse sobre la frágil base de la distorsión histórica.

Pero, también la visión se repite en la Venezuela que se opone al Gobierno, la que sale a la calle con el firme convencimiento que la alternativa democrática comienza por una refundación de la República. ¿Cuando se unen los extremos? ¿Cuando crean una tercera variable dentro de un conflicto de consecuencias imprevisibles? ¿Quién es el Venezolano que sale a la calle para levantar una barricada, mostrar pancartas con consigas que parecen resumir no solo el malestar sino la interpretación de un gentilicio disminuido y sometido a la ideología?

No lo sé, pienso mientras un grupo de hombres con camisetas rojas protestan en una calle cercana a donde vivo. Al grito "Viva Chavez" se le responde con el consabido "La lucha sigue". Y después, en un vocerío tumultuoso, se exige "Paz". La misma exigencia de los grupos estudiantes en varios estados del país y también del ciudadano común que insiste en luchar de cualquier manera posible, contra una crisis política de proporciones cada vez más preocupantes. Ambos bandos se ignoran, se excluyen mutuamente. Una mirada a un conflicto que escala por el mismo hecho de fundamentarse en algo tan insustancial como una noción de país rota a pedazos.

Esta es Venezuela.

Así estamos.




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