miércoles, 28 de mayo de 2014

De de la moralidad y la ética: ¿Qué es el perdón en el mundo contemporáneo?




Durante años, fui muy rencorosa. Por supuesto, yo no le llamaba así, sino que insistía se trataba de algo parecido a un "firme criterio". Si alguien me había herido, ofendido o agredido de cualquier manera, la forma de evitar volviera a ocurrir era teniendo bastante claro qué había hecho y en cual circunstancia. Y recordarlo con frecuencia. Pensar en lo terrible de lo que había ocurrido y como me había afectado. Lo llevaba a toda parte y le llamaba "lecciones", aunque en realidad, había aprendido muy poco sobre nada gracias a esa necesidad mía de tener muy presente los momentos dolorosos en mi vida. Pero yo insistía en que sí. Me parecía sin sentido "olvidar", mucho menos intentar comprender conductas que de alguna u otra manera me habían afectado. Lo real, lo importante, era el dolor que me habían provocado y mi intención de nunca olvidar la "culpa" de alguien más. ¿La mía? eso estaba fuera de toda discusión: era la ofendida, la que había sufrido. ¿Qué culpa podía tener yo con respecto al comportamiento ajeno?

Mi amiga Alba (es su nombre real) solía juzgar mi habito por el rencor como "Un arma contra mi propia cordura". Siempre que me escuchaba enfurecerme o estallar de ira al recordar algún suceso doloroso, me preguntaba si esa insistencia mía en llevar un detallado registro de todo lo que provocaba dolor, me parecía sano. Cuando le respondía que más me valía recordar - y bien - el comportamiento ajeno para evitar me hicieran daño de nuevo, insistía en que eso era una visión poco menos que perniciosa sobre el dolor y la experiencia cotidiana. Una forma de construir un andamiaje de cólera insustancial que llevaba a todas partes, tan pesado y aplastante, que consumía parte de mi necesidad de comprender el mundo de una manera sana. Solía reírme de su interpretación de las cosas, de lo que insistía en llamar, su inocencia.

- Es la única manera segura de evitar vivir de nuevo lo que sea te haya herido - le expliqué en una oportunidad - No necesito reabrir mis heridas, pero tampoco infligirme nuevas por no recordar como me lastimé en primer lugar.

- Estas juzgando constantemente - me respondió Alba. Mi amiga tenía una inquebrantable fe en la humanidad, pero sobre todos las cosas, estaba convencida que el cambio espiritual no es algo tan abstracto ni tan idílico como podría imaginarse. Había algo utilitario y hasta pragmático en sus reflexiones: El único camino a donde te conduce el rencor es hacia tus propias cicatrices emocionales, hacia esa versión de ti misma disminuida por la angustia y el temor - Juzgas el comportamiento de los demás, y te victimizas en consecuencias. Juzgas lo que ocurre a tu alrededor desde una mirada tan limitada que no miras el contexto, la versión que une y construye las historias a tu alrededor. El odio es un sentimiento de frustración, el no encontrar la manera de justificar, tampoco comprender la conducta ajena. Y esa incapacidad te deja a ciegas, abrumado y debilitado por el hecho de lidiar con una situación que te desborda.

Poesía, pensé con cierto cinismo. O mejor dicho, esa mirada el mundo como un gran planteamiento filosófico. No obstante, lo que decía Alba parecía coincidir con algo en lo que solía insistir mi abuela: El odio solo es un ciclo incompleto de miedo. Mi abuela era una mujer liberal, flexible y optimista. Estaba convencida que todo tenía un sentido y una razón. Piezas en un entramado amplísimo sobre la realidad que parecían construir un paisaje intimo sobre quienes somos y como nos comprendemos. Me pregunté si Alba analizaba las cosas bajo ese mismo supuesto de la justificación necesaria, o mejor dicho, si asumía esa idea de la responsabilidad como una forma de sostener esa necesidad suya del perdón. ¿En que consiste el perdón, después de todo? ¿Un olvido selectivo y probablemente conveniente de un hecho que analizado por separado tiene un valor destructor? ¿Quién o que te brinda el poder de justificar de limpiar las culpas o mejor dicho, construir una idea sobre la actuación ajena? Pensé que la religión era una manera muy sencilla de asumirse como superior moral y perdonar. El Dios cristiano, ominipresente y bondandoso, perdonaba por naturaleza. Cada religión tenía un entramado de ideas sobre la absolución y la admisión de culpa sutilmente complejo, pero todos conducían a la misma conclusión: se perdona por una naturaleza intrínsecamente bondadosa. Un don Divino. Pero para Alba la idea no era tan sencilla.

- No hablamos de religión, tampoco de dogma religioso. Perdonas porque llegas a la conclusión que estás brindando significado, peso y un lugar en tu vida a un tipo de dolor que ya no puedes remediar - dijo - cuando llegas a ese convencimiento, perdonar es sencillo.

Pues, para mi no lo era. Aunque no tenía muy claro que evitaba que pudiera comprender la idea en toda su amplitud, seguía bastante convencida que ese "perdón" superficial, elemental y sobre todo, abierto a cualquier interpretación, era parte de esa consciencia contemporánea sobre la banalidad de la responsabilidad del otro, sobre las acciones y nuestra capacidad para mirar a la sociedad como un mero ejercicio de convivencia. Pero la idea continuó preocupandome. No solo porque "perdonar" no me parecía una forma de paz sino porque además, no incluía, necesariamente lo que interpretaba como necesario para encontrar ese equilibrio espiritual entre lo que deseamos y quienes somos. Y es que después de todo, es desconcertante asumir que el perdón puede reinventar una historia, construir una nueva perspectiva sobre lo que asumimos real y lo que no lo es. ¿Qué ocurre con el dolor? ¿Y las consecuencias de un hecho eminentemente hiriente? Y si vamos más allá ¿Que sugiere el perdón con respecto al dolor de un asesinato, de una perdida irreparable? Eran ideas que me atormentaban con frecuencia, que me dejaban abrumada por una sensación de inevitabilidad. El rencor existe y también el sufrimiento que produce. ¿Que hay más allá de eso?

Me alejé de explicaciones teológicas, muchos menos los teoremas espirituales que insistían en el perdón como una formula simplista. Me hice preguntas éticas, morales. En una oportunidad, tuve una dura conversación al respecto con uno de mis profesores Universitarios, que miraba el perdón como una estructura de pensamiento que requería niveles de aceptación de la falibilidad humana. Para L., criminologo y también, psiquiatra, el tema del perdón desbordaba la simple idea sobre la conducta humana, su capacidad para generar terror y su posterior redención. O lo que se suponía podía serlo.

- Perdonas porque alguna vez fuiste perdonado - me explicó - en Occidente la culpa no se asume como necesaria para el perdón. El hecho existe, desde luego. Y la responsabilidad, que es el motivo por el cual se cometió cual hecho, también. Pero el perdón es una mirada individual sobre las consecuencias. Como las asumes y las ordenas con respecto a tu percepción sobre lo que ocurrió.

- ¿No es muy arrogante eso de perdonar, incluso a quien no quiere ser perdonado? - le pregunté. Por meses, había leído artículos sobre las extrañas y durísimas escenas que se llevaban a cabo frente a los pabellones de la muerte Norteamericanos antes de ejecuciones de asesinos. La familia de la victima solía estar presente y más de una vez, el acusado solía implorar el perdón. O algún pariente, lo brindaba, como una forma de expiar el hecho de violencia que culminaría un largo proceso de sufrimiento. ¿Que significaba esa última exhoneración? ¿Tenía verdadero sentido? Había leído sobre criminales que jamás expresaron culpa y arrepentimiento ante crimenes horribles. ¿Cómo podían los parientes y dolientes de las victimas brindar perdón? Mi profesor me escuchó con una sonrisa cansada.

- Lo estás interpretando desde la óptica idealizada que muchas culturas otorgan al perdón. Se le considera divino, extraordinario. Un don de Dioses. Capaz de brindar consuelo a las heridas más profundas, de iniciar el proceso hacia la paz. En realidad el perdón es también una manera de asumir no tienes control sobre lo que ocurrió pero si como reaccionas a lo que sufres debido a eso. Y es esa combinación de valores y acciones lo que brinda un sentido único - realista quizás - a perdonar. Es una manera de reconstruir su visión de las cosas. De asumir el poder que un hecho doloroso o violento te arrebató.

La idea me desconcertó. El perdón tenía entonces otro sentido. No buscaba la expiación, mucho menos la reinvidiación, sino que intentaba el consuelo personal. Tenía mucho más sentido, pero continuaba pareciendome incompleto, incluso un poco sin sentido. El perdón como un vehículo de curación espiritual, una desconcertante visión de quienes somos o a donde avanzamos. Una puerta abierta a un olvido piadoso, quizás.

- Nada es tan sencillo, pero en esencia, el poder del perdón es reconstructor - me dijo el padre E. cuando se lo pregunté. Jesuita, pragmático, intelectual y sobre todo, profundamente cínico, me escuchó insistir sobre el dolor y la culpa con una media sonrisa. Parecía familiarizado con ese tipo de diatribas éticas y así me lo dejó claro - todos nos preguntamos hasta donde es lícito perdonar o los motivos por los cuales lo hacemos. Ahora bien, el perdón es una forma de mirar tu pasado desde otro punto de vista. Un hecho que te hiere continuará haciendolo tantas veces como lo recuerdes. Es una visión casi psiquiatrica sobre nuestra capacidad para hacernos daño. Para abrir nuestras propias heridas y construir nuestros limites entonces.

- Hablamos entonces de una especie de visión del perdón como una decisión personal: perdono para lograr comenzar un nuevo camino. Es decir, no es un acto altruista. Es una necesidad emocional casi egocéntrica.

- No todo es tan sencillo - me respondió - puede serlo, pero en realidad perdonar te libera. Te brinda el poder de construir nuevas ideas al respecto. El rencor es un ciclo exacto y delimitado. El perdón lo rompe y te permite seguir.

Una idea sugerente. Investigando, encontré que de hecho, era la idea esencial de muchas de las reflexiones sobre el poder del perdón y la asimilación del remordimiento como una forma de reconstrucción social. En Ruanda, por ejemplo, el perdón se había convertido en una política nacional imprescindible. Luego de sufrir uno de los peores genocidios registrados por la histora durante el año 1994, el país intenta reconciliarse - perdonarse - con esfuerzo. Una de las primeras actividades auspiciadas por el gobierno elegido inmediatamente después, fue llevar a cabo ceremonias y establecer días para recordar lo ocurrido y la reconciliación. Las victimas - cuyos cuerpos aún llenaban calles y avenidas de país - fueron enterrados por grupos del "perdón" en fosas comunes en diferentes regiones. También, se construyeron casi dos centenares de cementerios pequeños, con la intención de brindar cierta dignidad a las multitud de victimas anónimas que aún continuaban encontrándose en la calma frágil de un país en recuperación. En esos pequeños espacios neutros, silenciosos y casi escalofriantes, el gobierno realiza anualmente "los días del recuerdo y la reconciliación" en memoria de los asesinados en el país durante los cruentos días del genocidio. Y es que ninguna familia ruandesa escapó a la violencia: todo sobreviviente en Ruanda perdió al menos un familiar. El perdón, es por tanto necesario para la reconstrucción del país. Un punto y aparte que permita levantar una visión nacional conjunta y viable. El perdón como exigencia e incluso como obligación.

Las ceremonias del perdón ruandesas, por tanto, carecen de verdadero sentido emocional e incluso ideal. Son una manera de aceptar la responsabilidad y sobre todo, concluir que Ruanda, como país, necesita de ese profundo reconocimiento de la existencia del otro para sobrevivir a su tragedia. La ceremonia de hecho, intentan desarrollar en cada ciudadano ruandés una identidad general, que impida mirarse como los extremos en disputa y esa visión étnica que desencadenó la violencia.  La insistencia de perdón como herramienta de reconstrucción.

- Ruanda necesita el perdón para mirarse como sociedad, de otra manera resultaría inviable e insostenible - me explica L. historiador chileno a quien conocí mientras intentaba comprender el valor histórico del perdón en el país africano. Le escribí cuando encontré su dirección de correo electrónico en una ponencia sobre la paz y las ideas nacionalistas hace dos años y desde entonces conversamos con frecuencia. Durante años, ha intentado comprender el perdón como parte de una forma de cultura: como ciudadano chileno, conoce la insistente necesidad de concebir un país único en medio de las peligrosa divisiones sociales. Cuando le pregunto sobre la necesidad del perdón, como concepto de arraigo y expiaciación, sacude la cabeza. Su imagen se desdibuja en la pequeña pantalla del Skype.

- ¿Crees que es posible? - insisto - ¿La paz ciudadana basada en el perdón como elemento casi obligatorio?

- Posible, lo es. Una expresión continuada en la historia, no - me dice - Ya lo ves en Ruanda. El perdón existe, la reconciliación es casi obligatoria. Pero el país parece moverse en un equilibrio precario. Nadie sabe muy bien hasta que punto la política del gobierno de Kagame sea viable a largo plazo. Pero por ahora, está rindiendo frutos. Ningún país puede prosperar dividido y entre dispustas.

Pienso en Venezuela, en como nos hemos convertido en un campo de batalla dialectico. Pienso en el escenario político, en el enfrentamiento constante y evidente entre dos extremos de la realidad encontrados y aparentemente irreconciliables. El país que es tragedia. El país al borde la violencia.  L. suspira cuando lo comento.

- Venezuela necesita el perdón para reconocerse - insiste - pero es un ejercicio tan personal, tan intimo, que dudo que un país tan dividido lo entienda. No por ahora.

Yo también pienso de la misma manera. Lo medito, a solas, tratando de comprenderme a través de este país elemental, duro y agresivo. Mi proceso personal ha sido semejante al país: poco a poco, el rencor a dejado de tener peso en mi vida. Con una lentitud casi desconcertante, he atravesado una cierta visión de mi misma hasta llegar a un cuestionamiento esencial. ¿Que es el rencor? Es como una vuelta de hoja de mi necesidad de mirarme, de comprender el motivo por el cual durante tanto tiempo me importó tanto recordar y jamás justiticar el dolor que alguien pudo infringirme. ¿Cuando comenzó el proceso? Pienso en la primera vez que pensé en el perdón no como una idea que trascendiera a mi misma, sino como un análisis del tiempo que vivo, de mi identidad y más allá, mi percepción del futuro.

- Lee esto - me insistió Alba. Me puso el libro entre las manos. Leí el titulo "Mirame volar" de Myrlie Evers. Recordé el nombre de la autora: era la esposa del luchador de los derechos Civiles norteamericano, Medgar Evers, asesinado en el '63 por un supremacista Blanco - te hará bien analizar un poco sobre el odio y el rencor desde la perspectiva de alguien que lo sufrió - cuando lo hagas, conversamos.

Estaba atravesando una etapa muy complicada en mi vida. La grave situación política de Venezuela había terminado por afectarme emocionalmente: había una sensación de frustración y furia tan fuerte contra el "otro", el contrincante ideológico, que me volví, sin saber muy bien como, radical en mi apreciación sobre el discurso y la necesidad de la disidencia. Un enfrentamiento constante contra la diferencia y sobre todo, una visión muy limitada del país como una forma de herencia histórica. Durante meses, sentí que Venezuela era un caldo de cultivo ideal para un tipo de prejuicio elemental. El continúo enfrentamiento político me llenó de un rencor irremediable, tan doloroso que me abrumó. Cuando sostuve el libro, me pregunté que podría encontrar en él. Si habría algún tipo de idea filósifica que pudiese consolarme.

La encontré por supuesto. Porque lejos de intentar disminuir o menospreciar el dolor en beneficio de una redención basada en el dolor, Myrlie Evers pareció encontrar justamente una visión de la responsabilidad y la culpa mucho más concisa y profundamente sentida. Para Evers, quien por años sufrió en silencio el dolor de haber visto morir a su esposo asesinado el perdón no era una opción facilista. Era una manera de sobreponerte a ti misma, a las heridas y grietas que el sufrimiento ocasiona en tu punto de vista sobre el mundo. Con una serenidad que me desconcertó, Evers cuenta su largo proceso desde el odio insistente hacia el asesino de su esposo, hasta el día en que se liberó por completo del rencor. Y renació.

"El día en que comprendí que el rencor es un veneno que tomas esperando que dañe a otro, miré el perdón como el antidoto a la angustia, no una disculpa". Dice la autora. Y añade "Sin embargo, comprenderlo no hizo que abandonara mis pequeños habitos de odio. Lo hizo asumir que el asesino de mi esposo tenía poder sobre mi, uno muy fuerte. Podía hacerme sufrir, incluso cuando ni siquiera recordaba mi nombre. Porque yo se lo permitía. Nunca renunciaría a mi búsqueda de justicia. De lo que me liberé fue de las lineas que me unían a esa parte terrible de mi pasado".

Los ojos se me llenaron de lágrimas al leer el párrafo. Esencialmente, admití mi propia incapacidad para olvidar mi dolor y miedo sobre lo que ocurría en el país. Pero sobre todo, la manera como miraba mi vida. Una superposición de ideas sobre la culpa, la responsabilidad y la angustia que la mayoría de las veces me hería por el mero hecho de insistir sobre viejos dolores. Por supuesto, no se trató de una revelación inmediata. Transcurrieron largos meses de batalla interna, hasta que finalmente, comencé a encontrar en el perdón algo semejante a la tranquilidad. De pronto, pude comprender que el odio solo conduce a la raíz misma de cualquier angustia. De todo pensamiento destructor e invalidante.

Lo pensé, el día en que pude sentarme en silencio a escuchar a un adversario político sin sentir la necesidad de rebatirle, menospreciar sus ideas. Lo celebre, cuando comencé a mirar a mi país, más allá de una colección de recuerdos tristes y dolorosos, una idea de convivencia destruida por años de desgaste. Lo supe cuando finalmente, pude recordar algunos hechos muy dolorosos de mi pasado y asumir mi responsabilidad sobre mi necesidad de reconstruir aspectos de mi vida que por mucho tiempo carecieron de forma. Y es que el perdón no representó una expiación espiritual, ni mucho menos una salida fácil a un intricando laberinto de ideas. Sino a una pequeña transformación interior. Una muy valiosa y perecedera.

- Así que yo tenía razón - dice Alba, levantando en celebración su taza de café. Sonrío y me encojo de hombros.
- Pues sí. Pero nunca lo reconoceré de nuevo.
- No importa - dice Alba y me devuelve la sonrisa - lo importante es que encontrar esa necesidad de asumir que todos necesitamos un momento de paz.

Lo pienso, caminando por las calles de mi ciudad, bajo este sol radiante de Mayo. Pienso en la libertad de escoger como continuar con tu vida, como construir un valor mucho más profundo que el miedo para tu futuro. Y aun cuando continuó de vez en cuando debatiendome entre la frustración y el desconcierto, también hay un momento de silencio donde puedo permitirme comprender, que soy el fruto de mis propias decisiones. De mi derecho a creer y crecer.

C'est la vie.

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