viernes, 18 de junio de 2010

De habitos y otras pequeñas expresiones de valor


Desde muy pequeña, tengo la costumbre de consultar atentamente los apendices de todos los libros que leo: reviso la biografica consultada ( que con toda probabilidad, se convierten en mis siguientes lecturas ), las referencias y sobre todo, las colaboraciones que el autor utilizó para llevar a cabo la obra en cuestión. También suelo escribir largas cartas a esos oscuros catedráticos que muchas veces prestan su conocimiento para una gran pieza literaria, sin obtener el justo reconocimiento a su trabajo. Debo decir que este hábito me ha traido una magnifica e inesperada retribución: casi siempre obtengo respuestas de quienes se sienten halagados por mi interés. Es asi que mis amigos por correspondencia ( un gran número de ancianos profesores, bibliotecarios, coleccionistas de rarezas literarias, historiadores Urbanos ) siempre me ofrecen sus acertados comentarios y consejos, me recomiendan libros que de otra manera jamás hubiese conocido e incluso, sus maravillosas anecdotas privadas, muchas de las cuales han enriquecido mis cuentos, novelas cortas, articulos y ensayos. Debo decir que para mí, es un profundo honor este pequeño y privado intercambio del conocimiento, donde soy, definitivamente la más beneficiada. A través de los años he disfrutado de la magnifica posibilidad de conocer un número importante de intelectuales preclaros que pueblan las Universidades y Recintos académicos amparados por un benévolo anonimato.

Hago mención a esta costumbre, porque ayer uno de mis buenos amigos, José Jimenez Garbacio (Bibliotecario en Jaén, España ) me envió minilibro, una conferencia de Pere Gimferrer a próposito de la inconmensurable trascendencia de Rimbaud, que pronunció dentro de las jornadas que se le dedicaron en la Residencia de Estudiantes en el centenario de su muerte (1991). Dice Gimferrer que la poesía de Rimbaud no se puede explicar, porque sólo existe en sus palabras, su poesía es "el verbo convertido en absoluto artístico".

Sus poemas permanecieron dormidos mucho tiempo, y quizás aún lo están, esperando que sepamos accionar su mecanismo. Y de esa menera, accionando un mecanismo, llegó a mi correo como una respuesta contundente a las reflexiones que me han atormentado los últimos días un libro que no esperé tener pero que redondea esta idea diáfana que tengo sobre la poesia. ¿Un sueño de la razón? Tal vez pura alegoria, nada más.

"Rimbaud [...] tenía en su palabra la misma fe que puede tener -no exagero- el salvaje en la luz eléctrica. Es decir, el salvaje cree, o creía -el buen salvaje de los cuentos proverbiales- que el conmutador encendía la luz eléctrica y, por tanto, el pequeño conmutador era el dios del fuego. Algo así le ocurre a Rimbaud, es consciente, en la medida en que podemos nosotros captarlo, de que posee no sólo unas cualidades verbales excepcionales sino, sobre todo, de que ha encontrado un lenguaje que nadie a su alrededor posee y con el que puede decir cosas que nadie puede decir, y en efecto, nadie las dice. Pero cree que esto ha de tener un efecto inmediato como el conmutador de la luz. No es así: el adelanto que lleva Rimbaud respecto a su tiempo, que es inmenso, que no se mide por años, ni siquiera por décadas, sobrepasa en mucho la espera que puede tener un muchacho de diecinueve o veinte años que sabe que ha descubierto algo importante"

Rimbaud, maldito en la genialidad, el fuego de la furia creadora destrozando la cordura hasta dejar solo las cenizas, el tiempo vivo y muerto que la belleza crea en si mismo. Una formalidad simple en medio del dolor y el verbo que renace - una divinidad secreta - en medio de la violencia de la cotidianidad. Somos una certidumbre y a la vez, un mutismo más allá de la veracidad plena de la certidumbre.

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