domingo, 23 de marzo de 2014

Danza de primavera: Equinoccio entre las estrellas.





Cuando era niña, le tenía un miedo insoportable y supersticioso a la oscuridad. Por supuesto, yo no lo pensaba de esa manera tan compleja: solo sabía que las sombras, me producían un miedo implacable, de ese que te deja sin respiración, que te hace sudar las manos y llenar los ojos de lágrimas. Era muy pequeña entonces y ese terror, que al resto del mundo parecía muy poco importante, para mi llenaba cada resquicio de la realidad. Porque la oscuridad estaba en todas partes, me sofocaba, me aterrorizaba en pequeños resquicios que brotaban de todas partes. La oscuridad era una parte inquietante de las cosas reales, las de todos los días. Y ese pensamiento me paralizaba de miedo.

Recuerdo que mis noches eran largas e inquietantes. Mi mamá, con toda la buena voluntad del adulto que desconoce esos pequeños terrores infantiles, intentó ayudarme a superar mi terror de todas las maneras que conocía: dejaba la puerta abierta, se aseguraba de revisar puertas y ventanas, por último me obsequió una bonita lámpara de mesa. Pero el miedo continuaba allí, incontestable. Porque lo que me producía terror no era en realidad la oscuridad por si misma, sino lo que parecía habitar más allá, lo que se escondía en ella. Noches enteras de mirar con los ojos muy abiertos, las suaves sombras que danzaban sobre el piso de mi habitación, o es penumbra sedosa de la madrugada. Esa sensación que solo yo, entre todas las personas del mundo, me encontraba despierta. Solía levantarme para caminar por la casa, encendiendo luces, bebiendo vaso tras vaso con agua, hasta que finalmente, caía exhausta en cualquier parte, acurrucada en los rincones, intentando resguardarme de los monstruos de mi mente, sin lograrlo siempre. La sensación era aguda, dolorisisima. Me sentía perdida en esa enormidad del miedo, en ese silencio acuoso del temor inenarrable.

Mi abuela - la sabia, la bruja - me entendía un poco mejor que mi mamá. Siempre fue así, incluso en cosas tan aparentemente sencillas como mi miedo a la oscuridad. De hecho, fue ella la primera persona en escucharme, sin hacer muecas o sonreír con suficiencia, cuando le conté el pánico que me provocaba el momento exacto en que se apagaban las luces y ese otro mundo - el misterioso y amenazante - parecía brotar de todas partes, construir figuras inquietantes que encarnaban mis peores temores. Me escucho mientras preparaba el café en la cocina, muy de mañana. La luz rica y dorada del amanecer brillaba sobre todo e incluso a mi misma, me pareció muy raro hablar sobre los miedos de la oscuridad, ante tanta belleza. Pero lo hice. Y mi abuela me escuchó con toda calma y atención.

- Temes a lo que no puedes ver - comentó. Sacudí la cabeza e intenté encontrar las palabras exactas para explicar mi miedo, su origen sinuoso. Mi abuela aguardó, como abuela exquisita que era, mientras llevaba a cabo el rito del café mañanero de casa. Tomaba puñados de granos y los molía en la vieja maquina de la cocina, que hacia un curioso gorgoreo, mitad metálico, mitad repiqueteo, mientras pulverizaba el café. El olor exquisito se levantaba de todas partes y parecía mezclarse con esa luz de la mañana tan pura, puro cristal amarillo derramándose sobre la realidad. Sentí que mi miedo era justamente la negación a todo eso,  una manera de añorar esa radiante ternura de lo que me hacia sentir segura y a salvo. Pero ¿Como explicar eso? ¿Como expresarlo de manera comprensible? No lo sabía. A mis errabundos nueve años, las palabras aún era un tesoro que guardaba entre las manos, esperando ser usadas pero sin que supiera muy bien cuando.

- Me da miedo no entender que pasa cuando no hay luz - dije por último. Eso sonaba adecuado - me da miedo no poder luchar contra el miedo, las sombras. Lo que puede haber allí y no veo. Me da miedo lo que se esconde y no puedo defenderme. Como si no pudiera luchar con mi miedo.

Me pregunté si mi abuela habría comprendido una idea tan confusa con palabras tan sencillas. Apreté los labios, el corazón latiendo muy rápido. Recordé esa sensación de vulnerabilidad, de angustia, cuando la oscuridad ondulaba a mi alrededor. Me sentía tan pequeña, tan agobiada. Había algo de pura tristeza y angustia en esa soledad del miedo, retorcido en pequeñas sombras triples a mi alrededor.

Mi abuela siguió moliendo el café. Un puñado tras otro de café, hasta lograr una bolsa entera de fino polvo oscuro. El olor reverberó en la mañana limpia, como si estuviera vivo. Y tal vez era así: cuando aspiré muy hondo, muy hondo para llenarme los pulmones con el exquisito aroma, tuve la impresión que flotaba, que me transportaba a un lugar donde mis miedos no tenían sentido o incluso, era tan simples que podía olvidarnos. ¿Tan simple era?

- Tememos lo que nos recuerda que tan frágiles y torpes somos - dijo mi abuela entonces. Con cuidado, envolvió la bolsa de café recién molido en hojas de albahaca. Una a una, rodeó la tela hasta llenarla por completo de aquel verde crujiente y fresco - el miedo es parte de la vida, de cada cosa que hacemos. Es natural sentir miedo, es normal que te atemorice lo que no entiendes. Pero también es natural, desear enfrentarse al temor, encontrar la manera de no permitir te aplaste, te sofoque, te deje sin fuerzas. El miedo es la medida de lo que desconoces y la esperanza, de lo que deseas aprender.

No entendí esa frase por entonces. De hecho, me llevaría muchos años entenderla. Pero allí, en esa mañana radiante y plácida de un día cualquiera, me pareció asombrosa, aunque no supiera lo que podía significar. Creo que mi abuela lo sabia. Me miró unos segundos y luego sonrío, con esa expresión suya que siempre me hizo sentir que todo estaría bien, a pesar de todo.

- Ven, te enseñaré a hacer algo para que puedas enfrentarte a los miedos de la noche - dijo. La miré interesada, asombrada. ¿Que me mostraría abuela? La seguí por la cocina desordenada, mientras abría y cerraba anaqueles, preguntándome que se escondía allí. La cocina de mi abuela tenía personalidad propia y en esa ocasión me pareció más extraña y risueña que nunca: con sus ristras de ajo colgando de las esquinas, los puñados de hierbas secándose al sol, los muebles de madera. Tenía un aspecto caótico y aún así levemente dulce, como si cada cosa y lugar tuvieran un significado. Mucho después me enteraría que así era. Pero esa es otra historia que contaré en otra ocasión.

Finalmente encontró lo que buscaba. Y no supe que pensar cuando me lo extendió: era una vela redonda, de un brillante color verde olivo. Cuando la sostuve, el olor exquisito de la muchas plantas me rodeó, como si la cera de la vela estuviera hecha de muchas hojas y plantas distintas. Un trozo de primavera en las manos.

- Cada noche, enciendela - me dijo. Me mostró como colocarla en un pequeño vaso de cristal, también verde y me sorprendió lo raro de su aspecto. Un pequeño amuleto verde contra el temor - duérmete mirando su llama. Siente su olor. Y sueña con grandes cosas. No hay oscuridad que pueda enfrentase a la luz. Y no hay luz sin oscuridad.

No hay luz sin oscuridad. Que frase bella. La recordé esa noche, mientras los párpados se me cerraban de puro cansancio y la llama de la vela parpadeaba en su vaso de cristal. Y el olor, tan enorme como la Tierra fresca lo llenaba todo. Poco a poco, el aroma de decenas de plantas distintas pareció elevarse, palpitar, tan radiante como la luz del amanecer, ese primer rayo cristalino, puro y recién nacido que lo bendice todo. Y de pronto, la oscuridad pareció llenarse de ese verde florido, palpitar de pura belleza, una desconocida y muy fuerte que se mezcló entre las sombras, recorrió cada rincón de la habitación, perfumó cada miedo y angustia. Cuando finalmente me dormí, soñé con el sol radiante del mediodía y un prado verde e interminable abriendose ante mi. Un trozo de esperanza en medio de la oscuridad.

Por años, guardé la vela de la esperanza. La llevé a todas partes, incluso cuando se hizo deforme, una extraña mezcla de grumos de color indefinido. La encendí la noche en que tuve más miedo en mi vida, esa en que mi mamá enfermó y creí que moriría. La encendí la noche en que dormí en mi propia casa por primera vez, las ventanas abiertas a la ciudad parpadeante. La encendí cada día en que el miedo parpadeó entre los dedos, se desbordó en mi mente. Y siempre hubo paz. Esa visión de mi misma más allá de mis temores, del valor discreto de quien asume el valor como una forma de construir a pesar del temor.


El doce de Febrero, el día en que mi país sufrió otra vez el luto de la Violencia, encendí de nuevo mi vela de la esperanza. Lo hice llorando, sosteniéndola en la oscuridad mientras pensaba en las victimas, en lo que habíamos perdidos y en el miedo, infinito y doloroso, por lo que podíamos perder. Sentada en la oscuridad, la mire consumirse lentamente, el olor palpitar más arriba de mis dedos, hacerse enorme, extenderse en esa oscuridad que aprendí a no temer sino a mirar como parte del mundo. Y de pronto, la llama chisporreteó. Por última vez quizás, y me quedé en las sombras, percibiendo el aroma de mil primaveras rodeandome como un consuelo. Y lo supe, tan claro, tan fuerte, que me abrumo la certeza: El miedo siempre estará allí, a pesar de todo, quizás por todo. Pero la esperanza también, el valor de quienes a pesar de todo, volvemos a levantarnos en medio de la Oscuridad, caminar entre las sombras, para encontrar la luz.

Han transcurrido un mes y unos pocos días desde que encendí por última vez mi vela. Pero continúa encendida. No entre mis dedos, no en mi visión de quien soy o que construyo, sino el peso y la sustancia de mi esperanza. Porque hay una parte de mi espíritu, que se eleva a pesar de las sombras y que en el dolor, asume la enorme importancia de continuar luchando, incluso a pesar del temor.

Sonrío, aquí, en la oscuridad. En mi imaginación, la llama de la vela es más radiante y luminosa que nunca. El tiempo que transcurre más allá de las sombras, en esa región radiante y plena de vida donde habita mi propia convicción.


El renacimiento de todas las ideas: Una llama para levantar en medio de la oscuridad.

La llamada "Vela de la Primavera" forma parte de una vieja tradición de las creencias paganas italianas, de las muchas que celebran los primeros días de marzo como comienzo de un nuevo. Cada noche de equinoccio, la mujer más vieja de la casa - y por tanto la más sabia - elabora una vela de color verde, en cuya cera mezclará todos los olores de la Primavera a punto de nacer en la tierra. La costumbre indica que la vela deberá encenderse en los días de tormenta y en los momentos de mayor temor, para que nos recuerde el valor de la esperanza, la fe y la capacidad del espiritu humano para vencer la oscuridad.

Un método más simple para confeccionar una vela de la Esperanza, es el siguiente:

Necesitarás:

Una vela blanca.
Fósforos.
10 Hojas de Albahaca fresca.
Un vaso de color verde (preferiblemente de vidrio)


Disposición:

Enciende uno de los fósforos y con cuidado pasa la llama alrededor de la vela. Una vez que la cera esté blanda, pega una a una las hojas de albahaca, procurando cubran cubran por completo la vela. Después, colócala dentro del vaso, mientras invocas de la siguiente manera:

" Madre que renace

Tierra fresca
Que la esperanza renazca
Que la esperanza Florezca
Entre tus manos
y en mi corazón
Crea poder en mí
Así sea".

Si lo deseas, puedes añadir granos de incienso y mirra, e incluso, aceites esenciales de tu olor predilecto al vaso. Enciende la vela en todas las ocasiones en que tengas miedo o que necesites meditar sobre como vencer tus propios temores. 


En la oscuridad, escucho la ciudad dormir. Y el viejo miedo está allí, aún más en estos tiempos de dolor y temor. No obstante, también la vieja llama de la esperanza perservera, se alza radiante en mis pensamientos, como símbolo y metáfora, de lo que creo y lo que puedo aspirar a construir.

C'est la vie. 

sábado, 22 de marzo de 2014

La eternidad en una rosa: La bruja que levantó los brazos para conmemorar el poder del espíritu.





La primera vez que entré a una iglesia tenía ocho años y me asusté. Mi abuela intentó calmarme, pero no pudo explicarme muy bien por qué la escultura de Jesucristo que colgaba sobre el altar tenía una expresión de sufrimiento y sangraba. O por qué el hermoso rostro de la Virgen María estaba transido de dolor, llevando el manto de la Dolorosa. Mi abuela me habló de las creencias cristianas, de la manera como Jesucristo era el símbolo de la mayor bondad y desinterés. Pero con toda la incredulidad de mis pocos años de vida, me siguió aterrorizando el rostro triste del Crucrifijo, sus ojos vueltos al cielo, sus cuerpo encorvado en agonia.

En las creencias de la Diosa, el dolor no se considera sacrificio ni tampoco una manera de demostrar amor. De hecho, el dolor se considera natural, sin significado alguno. Un hecho espontáneo, que brota de la vida como las hojas de una planta recién nacida. Para las creencias en las que me eduqué, el dolor no expresa otra cosa que la fragilidad de nuestro cuerpo, esa visión casi elemental sobre la capacidad del hombre para comprender - y asumir - sus propios límites. Por supuesto, esa dulzura de la carne, esa debilidad innata de nuestro cuerpo, forma parte de la experiencia del hombre, de su necesidad de construir algo bueno y bello a pesar de eso. O así lo comprende la interpretación creacionista de la Divinidad, esa expresión de lo trascendental que no niega la realidad esencial del hombre sino que la celebra.

No obstante, mi abuela insistía en que la visión del Cristianismo sobre el dolor, también era digno de admiración. Más de una vez, me insistió que el sacrificio y la concepción del sufrimiento como un mensaje espiritual tenía una cierta connotación espiritual, una idea que supera la mera simplicidad del dolor como reacción fisica. Para mi abuela - la bruja, la sabia - visto de esa manera, el dolor tenía algo de poético.

- La vida es fuente de belleza y de riqueza - me dijo en cierta ocasión. Nos encontrábamos caminando por el Centro de Caracas, su lugar favorito de la ciudad y que muchos años después, también sería el mio - es un cúmulo de experiencias que más allá de su sencillez, poseen significado. El Cristianismo asume que el dolor, la angustia e incluso un hecho tan concluyente como la muerte, tienen un sentido. Y es hermoso pensarlo así.

No respondí. Pero me seguía pareciendo extraño, incluso levemente inquietante la celebración del dolor de la religión cristiana. En más de una ocasión, me ensarce en largas discusiones con el Padre Antolin, Padre confesor del Colegio de monjas donde me eduqué al respecto. Como Jesuita deslenguado que era, tenía mucho que decir sobre el tema.

- La vida es sencilla, eso sin duda, pero no es simple ni carece de belleza lírica - me reclamó en una ocasión, en tono bonachón - entiendo que creas que el dolor parezca una idea muy compleja para resumirla como poesía, como una expresión de un visión superior de la fragilidad del ser humano, pero no es justo. No lo es, para quienes brindan su sufrimiento como una manera de expresar ideales muy concretos y elevados.
- Prefiero los héroes que los martires - declaré, con esa soberbia de la adolescencia - no entiendo porque el mero hecho de sentir dolor te haga superior moralmente.
- Te equivocas, no se trata del mero hecho de tener la capacidad de sentir dolor  y sufrir - me corrigió. Me encantaban esas discusiones sin sentido, en medio de patio vacio de la Escuela, los viernes por la tarde. Los enormes árboles de ramas intricadas se mecian con delicadeza bajo la luz del sol, esa belleza sutil de las tardes perdidas.
- ¿De que se trata entonces?
- Tu manera de expresar en ideas espirituales lo que te produce ese sufrimiento, el significado que le brindes y que te eleve por encima del mero padecimiento fisico - me explicó. Antolin tenía un leve acento catalán que sus treinta años en Venezuela no había logrado domar, que le brindaba a sus palabras una rara belleza - el dolor fisico pertenece a tu cuerpo, pero la manera como construyas una idea profundamente sensorial y espiritual, pertenece a lo divino.

Que idea tan curiosa esa. Me obsesioné con ese pensamiento por semanas. Me dediqué a leer sobre martires cristianos, sobre todos los santos y santas que habían muerto por sus creencias a través de los siglos. Lloré con la Historia de Santa Lucia y Santa Barbara, me horrorizó el padecimiento de San Sebastian, me asombré con la gallardia de  Agripina de Mineo pero continué sin entender muy bien, lo que quería decir esa visión del Cristianismo sobre el poder del dolor, sobre esa capacidad del hombre para reconstruirse así mismo más allá del sufrimiento. Mi abuela sonrío cuando se lo comenté de nuevo, con esa insistencia de quien cree tener la razón.

- Tal vez no lo comprendas ahora, pero lo harás - me respondió - para asumir la importancia de las pequeñas batallas hay que crecer para aceptarlas como propias, aunque no te pertenezcan.
- No entiendo.
- Lo sé. Pero lo entenderás.

Esa noche, me quedé despierta en la oscuridad pensando sobre las extrañas palabras de abuela. El poder del hombre para reconstruirse. ¿Quienes somos? ¿Que nos hace fuertes? ¿Que nos hace perdurar a pesar de esa naturalidad del dolor y de la muerte? Me dormí, sosteniendo una de mis imagenes favoritas de San Sebastian, pintada por Botticcelli. Tuve sueños agitados: Me vi corriendo por un páramo entre sombras, con los brazos extendidos. Alguien gritaba y lloraba. La luna, muy alta y blanca, me observaba silenciosa. Desperté con los ojos llenos de lágrimas, aunque no sabía por qué.



Tuve el mismo sueño la noche en que murió Geraldine Moreno. Confusa y aturdida, desperté llorando, recordando su nombre aunque sin que pudiera comprender la razón exacta por lo que lo hacia. Nunca le conocí en vida. De hecho,  La primera vez que escuché su nombre fue cuando supe su historia trágica: Un funcionario de la Guardia Nacional le disparó a quemarropa una ráfaga de perdigones, hiriéndola de gravedad en el rostro y dejándola en estado crítico. Otro tragedia de las tantas que llenan el país, en medio de las tantas en medio de la represión.

Su historia me impresionó, no podía ser de otra manera: En medio de las violentas protestas que atraviesa Venezuela, su historia se convirtió en símbolo del horror, del miedo y la represión de la que todos somos victimas. No la conocí, pero cuando murió, lo lamenté  porque pude ser yo en lugar de ella, la que pudo perder la batalla contra esa crudeza de la violencia. Lamenté su sufrimiento como el de todas victimas de la violencia que ahora mismo recorre el país y que lleva Uniforme.  Pero la historia de Geraldine me abrumó porque pudo ser la mía: El mismo día que Geraldine Moreno manifestaba a las puertas de su casa, yo lo hacía frente a la mía. Y por las mismas razones y quizás con la misma inocencia. Ella y yo solo llevábamos una cacerola en la mano. Ella y yo solo habíamos cometido un delito: tener una opinión política.


La noche en que fue herida Geraldine Moreno, yo huí de una bomba lacrimogena. Me refugié junto a mis vecinos mientras escuchaba las detonaciones. Y pensé, casi con sencillez que podía morir. Lloré en silencio, asfixiada y con nauseas, escuchando una tras otras las detonaciones. Me abrumaron los gritos, el miedo y la confusión. Un terror real de morir asesinada por un ataque brutal que no sabía por qué sufría y mucho menos, que lo había ocasionado. Finalmente, corrí hacia mi casa y me refugié en mis cuatro paredes, en mi pequeño mundo. Sobreviví.


Pero Geraldine Moreno no sobrevivió. Geraldine fue atacada por los mismos funcionarios que tienen el deber constitucional de protegerla. Geraldine fue herida frente a su casa, a malsalva. No fue un accidente: fue una acción concreta de un cuerpo de seguridad armado que agredió a ciudadanos como medio de represión.

Durante las últimas semanas, he visto la fotografía de Geraldine convertirse en simbolo del dolor de todo un pueblo, agredido y disminuido por la violencia. He conocido a fragmentos su historia, la de todos los días: La estudiante aventajada, la niña de risa fuerte, la hija querida, la amiga amable. Leí el testimonio de su padre, vacío y roto, sosteniendo la fotografía de Geraldine entre sus manos. La Geraldine real: la que sonreía, la que creía en el poder de las ideas. He visto a su madre, arropada en la bandera nacional, sobreponiendose al sufrimiento, al silencioso, al intimo, al que nota en su rostro cansado y tenso para continuar luchando. En muchas formas, el rostro de Geraldine, se ha convertido en una metáfora de la capacidad para trascender al sufrimiento, para brindar sentido a la lucha.

Tengo una fotografía suya. La encontré en la web: en ella, Geraldine sonríe, el rostro iluminado de alegría. Mira a la cámara, rodeada de amigas. La miro y de pronto, mi vieja incredulidad sobre el significado del dolor pierde sentido. Porque esa sonrisa, el dolor que la convirtió en bandera, de pronto asume el poder irrevocable del ideal. Del poder indestructible del espiritu humano, sobreponiendose a la crueldad, a la bajeza y al oprobio. Y de pronto, tiene tanta profundidad esa simbologia. Tanto poder ese simple ternura en el rostro de una niña. Cuando sostengo la pequeña imagen, las manos me tiemblan de angustia. Y sin embargo, siento esa definitiva convicción del que comprende que toda lucha moral, tendrá un símbolo bajo el cual protegerse, una forma de expresar la fuerza de la convicción más allá de todo sufrimiento y de toda crueldad.

Tal vez por ese motivo, y por otros tantos que ahora no comprendo muy bien enciendo una vela en nombre de tu memoria Geraldine. Porque eres, en medio de la amargura de la violencia, la memoria que perdura, el poder de lo que permanece y más allá, el rostro de esa necesidad de construir el futuro a partir del esfuerzo y levantar la voz contra la opresión.


En las alas de la esperanza: Más allá de lo irrevocable.

Para la Tradición de la Antigua que practica mi familia, la muerte es a la vez el comienzo y el final del ciclo natural que sostiene el equilibrio Universal. Creemos en la reencarnación, en el aprendizaje que se acumula a través del tránsito de múltiples vidas. Por supuesto, la sabiduría que se adquiere es parte de nuestra convicción que el espíritu humano, se nutre de un aprendizaje continuado - tanto lo que juzgamos moralmente bueno y malo -, una evolución energética y profunda que nos permite comprender la realidad como una intrincada y compleja estructura de posibilidades y creación. La muerte es de hecho, para la religión que practico, el necesario final de la construcción de la memoria universal, en tanto somos parte de una expresión divina infinita y convalida nuestra presunción, que la persistencia de la memoria es eterna, profundamente evocadora.

Sin embargo, incluso bajo esa expresión espiritual, es inevitable sentir dolor y desesperación ante la perdida de un ser querido. En un intento de consolar el sufrimiento de quienes han padecido una perdida irreparable, transcribo aquí un ritual que pertenece al libro de las Sombras de mi abuela, que en cierta medida engloba nuestra percepción del duelo y el posterior proceso de aceptación y comprensión de este intimo y devastador momento.

Necesitarás:

7 velas blancas.
Incienso de sándalo.

Disposición:

Forma un círculo con las velas, en medio del cual te sentarás. Coloca el incienso de sándalo frente a ti. Ahora cierra los ojos y toma siete largas bocanadas de aire. En cada una de ellas, imagina que una parte de tu cuerpo se llena de un resplandor blanquecino y reconfortante. Visualiza que el aire a tu alrededor se vuelve cálido y exquisito, un suave velo que te envuelve con delicadeza. Cuando sientas que el nivel de tu energía ha llegado a un punto optimo, abre los ojos y enciende la primera vela ( la que se encuentre frente a ti ) e invoca de la siguiente manera:

"La tierra se ha quedado en silencio
El mar danza en mis lágrimas
pero no he perdido la esperanza
En nombre de la Diosa
Confío en el poder de mi espíritu y mi corazón"

Enciende la siguiente vela ( en el sentido de las agujas del reloj ):

"Ruego al viento y al fuego
para que arda en mí
la convicción
que el amor y el conocimiento
que he aprendido de ti ( nombra la persona a quién deseas homenajear )
está conmigo
y lo estará por toda la eternidad

La tercera vela:

"Agradezco al Universo infinito
que ahora seas parte de mí
que tu voz y tu esencia vivan en mi corazón"

La cuarta vela:

"Que seas mi inspiración
que que tu recuerdo
sea mi consuelo"

La quinta vela:

"En nombre de la Diosa
Invoco la paz del amor
la fuerza de la convicción
y la comprensión del secreto del eterno camino
que hemos compartido"

La sexta vela:

"Que lleve el viento mi voz
hasta el resplandor del Sol
donde ahora estás
que se la danza de las estrellas tu nombre"

Y por último la séptima:

"En nombre de la Diosa y el Dios
y la voz del espíritu universal
prometo que en mi corazón
siempre estarás
Así sea"


A continuación, cierra los ojos y permítete llorar, lamentar la soledad o recordar lo que desees de esa persona que has perdido. No tengas vergüenza ni temas expresar tus sentimientos de la manera en que lo desees o sientas que quieras hacerlo. Deja fluir las lágrimas o las sonrisas por los momentos que atesoras en el bosque de tu memoria. Rememora los momentos más íntimos, los sencillos, los sentidos y significativos, disfruta de ellos, deja que te envuelva la sensación maravillosa de poderlos atesorar en tus pensamientos. Canta, llora, grita, no intentes reprimir ningún sentimiento. Necesitas dejar fluir la energía del duelo para encontrar el sentido del equilibrio que has perdido por el dolor. Todos las emociones son igualmente válidas y tienen una forma de expresarse muy personal y es parte del proceso que te permitirá encontrar la paz, experimentarlas plenamente. Imagina que te rodea un circulo de luz muy brillante, tan poderoso que por instante el mundo a tu alrededor desaparece en su resplandor: imagina que el tiempo no existe ni tampoco ningun otro lugar que tu recuerdo de esa persona a la que amas y amarás para siempre, porque el amor, la fuerza creadora por excelencia, es inmortal. Expresa en voz altas, todas esas palabras que desearías haber dicho antes, deja escapar el dolor, la rabia, la decepción, el temor, la soledad de la ausencia. Siente que la luz que te rodea, toma toda la energía de tus palabras y tus sentimientos y se hace más brillante, más poderosa, un vinculo entre la divinidad y tu espíritu. No temas sentir angustia o desconcierto. Permítete ser vulnerable, reconocer que deseas comprender lo sucedido y encontrar un significado a la desesperación y a la angustia. Siente que recuperas tu fuerzas a medida que lentamente, consigues un equilibrio y un momento de silencio intimo, mientras el resplandor a tu alrededor se hace una gran destello luminoso. Aceptar el dolor es parte del camino hacia la comprensión.


Abre los ojos. Enciende el incienso de sándalo y permite a tu mente divagar, relajarse, mientras el exquisito olor impregna el aire que te rodea. Finalmente, para concluir la estructura mágica que has llevado a cabo, apaga cada una de las velas ( en el sentido contrario de las agujas del reloj ) mientras recitas ( puedes copiarlo en un trozo de papel y leerlo en voz alta ) este poema tradicional de mi Religión, como una forma de comenzar a recorrer el sendero hacia la serenidad que deseas alcanzar.

"No sufras cuando muera
porque la vida comienza cuando comprendes que nunca acaba
no llores por mi cuando muera
siente el aire y el olor del fuego
el canto del agua, y al bondad de la tierra
baila al son de mi voz
en cada recuerdo que atesores de mi
comprende que la vida es más fuerte que la tristeza y el llanto
permanezco aquí gracias a que mi nombre es bendito en tu pasado
y en el futuro será símbolo de amor.

No llores mi ausencia, porque soy parte de ti
no llores mi silencio, porque te hablo desde la luna.
vive por mi
vive por todos los que amas
vive por la tierra fértil
por el agua radiante
por el viento amigo
y el fuego puro
vive por la belleza que ven tus ojos
y la dulzura que tocan tus manos
por el olor de la bondad que crece día a día
y el sabor de un rayo de sol
crece en el cuerpo que te dio el mio
abraza las voces que viene a ti
a través de mi.

Porque la muerte solo es un recuerdo de los pasos recorridos
y nunca, el final del camino"


Come y bebe algo para equilibrar la energía que has obtenido mediante este ritual.

Me inclino. Miro la última de las velas apagarse en una pequeña voluta de humo. Y sonrío, porque siento que hay un enorme valor en este pequeño homenaje que le dedico a una niña que murió, pero que continuará viviendo en todos quienes la recordamos. En la oscuridad, las lágrimas son tu homenaje, querida amiga.

Vuela alto Geraldine. Lo mereces.

viernes, 21 de marzo de 2014

Proyecto Una película cada viernes: "La historia Oficial" del director Luis Puenzo






Se dice que la fotografía puede ser tanto ventana como reflejo de la realidad que intenta captar. Probablemente se podría decir lo mismo del cine, aún más cuando el lenguaje cinematográfico es una mezcla esencial entre lo que se cuenta, y esa otra versión, lo que se interpreta, la metáfora que imágenes que intenta construir un mensaje. Y tal vez por ese motivo el cine - como expresión artistica - conlleva una importante carga emocional, una intención que ocasiones sobrepasa la simple visión filmica. Una idea profundamente asimilada sobre la realidad que desea retratar.

Se dice que  "La historia Oficial" del director Luis Puenzo es la mejor película argentina. Tal vez se deba a al merecedísimo premio Oscar que obtuvo en el año 1986 como mejor película extranjera, pero también a que el film tuvo la capacidad de construir una historia que  resumió el antes y el después histórico y social que sufrió la sociedad argentina luego de la dictadura de Perez Videla. Y es que la opera Prima de Luis Puenzo, no solo narra la historia del país que sobrevivió a la violencia, a la transformación política y a la opresión de la bota militar, sino a lo que ocurrió después. Ese despertar del ciudadano que debe admitir culpas y quizás, asumir su responsabilidad histórica, ante un país lleno de grietas y con un pasado inmediato lleno de recuerdos sangrientos. La memoria oculta y vergonzosa de un país en rebeldía.

Porque para el director, la película tiene una clara necesidad de contar la historia dentro de la historia, lo que se oculta en esa censura latente que un país temeroso sufre, incluso después de liberarse de la opresión política. Una visión complicada, si tomamos en cuenta que la mayoría de los sobrevivientes a la Violencia se ocultan detrás de la normalidad aparente, de esa brumosa identidad compartida del que aún no asume el peso histórico de lo que ha vivido. Y es la historia Oficial, la que se asume real, la que llena los resquicios de la duda, la que prevalece, la que quizás toma el lugar de lo real del terror anónimo.  La historia que cuenta el que triunfa, el que tiene el poder suficiente para ocultar el oprobio bajo el puño del poder.

Con una delicadeza que conmueve, Puenzo cuenta la historia a través de los ojos de Alicia, una profesora de Historia Argentina en un colegio de Buenos Aires en 1983. Con una placidez frágil y engañosa, la historia avanza con lentitud, durante esos últimos días de la dictadura militar - el ocaso lento de una pesadilla social - y la guerra de las Malvinas, recién concluida el año anterior. Alicia, como profesora de Historia, es testigo excepcional y a la vez, una pieza más en ese interminable engranaje de silencio que somete al país, que aún aplasta bajo su peso esa otra realidad: la sangrienta, la verdadera. El personaje parece encarnar a ese ciudadano mudo, temeroso, que solo es capaz de asumir lo que ocurre como una versión a medio contar. Y que Alicia, desde su privilegiada visión desde la página del libro que lee, de la interpretación de la historia bajo la simplicidad de la única versión,  es incapaz de comprender lo que subyace más allá, resquebrajado por el temor y la violencia.

Lentamente, Alicia comienza a recorrer el camino que le llevará a descubrir la verdad no sobre el país desconocido - el violentado, roto, desconcertado sino a a comprender las implicaciones de esa violenta silente que esconde la censura oficial. Y con ella, el espectador asume esa reconstrucción de la historia a través de los verdaderos testigos: las victimas. A trozos, la verdad surge descarnada, entre grietas de pequeñas revelaciones que parecen contener una revelación aterrorizante: el país que por una década fue sometido a la voluntad de la represión y el dolor.

Más allá de su manera de retratar la época que intenta retratar - a la película se le ha acusado de simplista y malodramática - "La historia Oficial" construyó una nueva visión de esa Argentina que aún sufría por las heridas abiertas, con la memoria fresca luego de padecer la sangrienta violencia del militarismo. El guión, con una precisión y un ritmo que sostiene incluso los momentos más inquietantes y duros, crea un ambiente donde la verdad parece cuestionar no solo la vida de Alicia - como personaje y simbolo - sino del país sometido al terror y que desdeña de su propia historia. La veracidad de lo que se cuenta parece pendular entre las dudas y el temor a encontrar la verdad, la cruda visión de lo que descubre poco a poco e incluso, de esa revelación de lo que yace bajo el poder represivo, de los secretos que destruyen la simple percepción del país - de la cultura y la sociedad - como elemento esencial del futuro a medio construir.


Y es que tal vez, ese sea el mayor logro de Puenza: elaborar un documento histórico involuntario, que a pesar de sus fallas, se atrevió a contar la historia escondida incluso cuando la llamada "Oficial" se imponía como una puerta cerrada ante las preguntas y cuestionamientos de los sobrevivientes de la violencia. Se enfrentó a ese silencio autoimpuesto que pareció aplastar no solo las consecuencias de la represión, sino a la victima misma, sometida incluso años después al oprobio de aceptar la verdad del poder, impuesta por el peso del miedo y más allá, por la mano invisible y agresiva de la represión que sobrevive incluso al horror.


¿Quieres ver la película Online? Hazlo desde aquí --> https://www.youtube.com/watch?v=Ebrj_bYYJ2k


jueves, 20 de marzo de 2014

La historia Muda: El Chavismo que intenta sobrevivir a Chavez. La ideología sin nombre.




Hace casi una semana, mi amigo Felipe (no es su nombre real) fue agredido durante una de las tantas jornadas de represión que padeció Plaza Altamira. Resultó golpeado y con dos dedos de la mano derecha fracturados, luego que un funcionario de la GNB lo confundiera con un manifestante y le arrojara al suelo, donde fue pateado hasta casi quedar inconciente. En medio de la confusión, logró escapar y llegar a lugar seguro. Según sus propias palabras, lo que vivió no resultó tan grave como pudo haberlo sido: "No me detuvieron" insiste con cansancio, algo que al parecer para él es un consuelo.

Lo es porque Felipe trabaja en la administración Pública y de resultar detenido su situación pudo haber sido considerablemente peor de cara incluso a su estabilidad laboral. De hecho, ahora mismo y solo por sufrir una agresión, es bastante delicada: Cuando intentó que el Seguro Médico cubriera los gastos  de las lesiones, de inmediato recibió una notificación donde se le explicaba que "era mejor" no lo hiciera. Su historia sobre lo ocurrido fue recibida por el departamento de Recursos Humanos de la dependencia Ministerial donde trabaja con mucha desconfianza. Insistieron en dejarle claro lo grave que era "encontrarse en un núcleo Fascista" y que "acusara a un Soldado de la Patria" de una agresión como la que sufrió. Felipe, intentó explicar al funcionario que le atendió que todo se trató de un momento confuso, en medio de la multitud que corría asustada y las bombas lacrimogenas, pero finalmente, fue acusado de "colaborar con la derecha". Cuando conversamos, hace un par de días, estaba convencido sería despedido, incluso cuando desistió de utilizar el seguro médico e incluso de hacer una denuncia judicial sobre lo ocurrido.

- Toda la gente con quien trabajo sospecha de mi - me explica. Su voz cansada tiene un tinte de pura angustia que me desconcierta - no quieren saber sobre nada de lo que sucedió y algunos me han pedido no les hable mientras estemos en la oficina. Así es el ambiente que se vive ahora.

Felipe es Chavista. No Madurista, como me insiste con frecuencia. Comenzó a trabajar en la Administración publica durante el segundo mandato de Chavez y de pronto comenzó a disfrutar de una improbable bonanza económica. La prosperidad que le brindó su fidelidad con el gobierno se tradujo en toda una nueva postura política, en apoyo incondicional a toda maniobra oficial y además, una convicción casi religiosa en la ideología de la llamada "Revolución" chavista. Pero con la muerte del Presidente Hugo Chavez, las cosas parecieron cambiar un poco. Felipe siguió siendo un entusiasta chavista, aunque no se encontraba muy convencido de la escogencia de Nicolas Maduro como sucesor político del difunto Presidente. Pero aún así voto por la opción Chavista en las elecciones presidenciales de Abril 2013 y también celebró el triunfo de Maduro, aunque no con tanta sinceridad como solía celebrar las victorias electorales de Chavez. Ya por entonces, la visión de la Revolución roja parecía inclinarse un poco hacia otra nueva interpretación de la política "del pueblo". Felipe fue uno de los sorprendidos por el pequeño incidente de la toma de posesión de Nicolas Maduro, cuando un espontáneo le arrebató el micrófono y gritó alguna consigna de apoyo. En el pasado, el mismo individuo había llevado a cabo la misma proeza durante una alocución de Hugo Chavez Frías, que lo ignoró por completo. Pero Maduro no solo se quejó en público sino que además hizo encarcelar al audaz, que además resultó ser un joven con problemas mentales. Una escena pequeña, casi anecdótica, pero que parecía decir mucho del recién estrenado Presidente.  En esa oportunidad Felipe me comentó que le parecía "exagerado" pero después insistió en "había que obedecer" la ley. No respondí nada, aunque el incidente y la reacción de Nicolas Maduro, me alarmó. Me pregunté si el talante del nuevo Funcionario a cargo de continuar el "legado Chavista" era mucho más duro y agresivo de lo que había sido el de su antecesor.

A la vuelta de varios meses, Felipe comprobó en carne propia la visión del Poder de Nicolas Maduro. Nos encontramos en su casa, en donde se encuentra recluido luego que recibiera una notificación de su superior directa en la cual se le informa "fue suspendido en sus funciones" por una averiguación "administrativa". Felipe tiene miedo pero también está profundamente enfurecido. Pero más allá de todo eso, se siente directamente decepcionado. Para él, lo ocurrido, es una traición al legado Chavista, a la visión del "Comandante Supremo" sobre la inclusión.

Lo escucho, conteniendo mis propios argumentos. Quisiera recordarle la lista Tascón, que dejó sin empleo a cientos de Venezolanos debido a sus opiniones politicas, las jornadas que siguieron a las elecciones presidenciales, donde un grupo de funcionarios públicos fueron despedidos por expresar su parecer sobre la situación en sus redes sociales, las cientos de denuncias de exclusión y abuso de poder que se acumulan contra las instituciones chavistas. No lo hago. Probablemente él ya lo sabe. Incluso, supongo que estaba al tanto como yo que eran ciertas. No obstante, ahora esa realidad sinuosa, extrañamente anónima, lo incluye, es parte de su vida. Cuando le pregunto que piensa, mueve la mano inmovilizada con un gesto lento y borroso.

- No es tan sencillo: el mundo de la administración pública no es como el privado y eso es normal, dependes del Gobierno y se te exigen ciertas cosas - me explica - pero nunca pensé que pudiera ser de esta manera, que simplemente pudiera...

Silencio. Miro su apartamento, un lugar bonito y cómodo que pudo comprar gracias a un generoso crédito bancario, las fotografías de sus recientes viajes, esa aroma de prosperidad que muy pocos Venezolanos disfrutan actualmente. Y sé que siente miedo, que de pronto, para Felipe todo no se resume a la idea política sino a algo más sustancial y peligroso, quizás. Asumir que el poder en Venezuela se ejerce con puño de hierro, que el limite entre Estado y Gobierno se desdibujan peligrosamente en beneficio de la ideología. Felipe me mira cansado, agobiado, cuando se lo comento.

- No sé que hacer - me comenta, y lo hace con total sinceridad - no sé que va a pasar ahora.

Ni yo tampoco. Cuando nos despedimos, la pregunta que parece flotar entre ambos parece resumir no solo el miedo que siente Felipe sobre su futuro inmediato sino mi propia visión sobre lo que ocurre, que a través de él, parece ser más evidente y preocupante que nunca ¿Qué ocurre en Venezuela?


Julia (no es su nombre real) es chavista incluso antes de que el chavismo existiera, me insiste siempre entre risas. Y es verdad: cuando eramos compañeras de campus y salón en la Universidad, Julia era una convencida del discurso reivindicatorio, de la justifica social y la lucha de Clases. Además, convencida feminista, su lucha cultural tenía mucho de emocional, visceral. Con la llegada de Hugo Chavez al poder, Julia se sintió parte de una transformación histórica y a pesar de su desconfianza inicial por el Uniforme militar, se unió gustosa a toda esta nueva política de la Inclusión que prometía reconstruir a Venezuela desde sus bases. Quince años después, Julia aún viste de rojo y lucha como puede contra la exclusión social, pero no se llama así misma Chavista.

- Eso ya no existe - me dice. Aprieta los labios, se le ve agobiada y cansada. Nos encontramos en su oficina del centro de la Caracas, donde atiende como abogado a clientes que nunca llegan a pagarle, que lo hacen regalandole comida e incluso ropa. Julia los atiende a todos, con la buena voluntad del convencido, pero está exhausta, herida.
- ¿Crees que no sobrevivió a Maduro?
- El Chavismo murió antes que Chavez - me responde. Y es extraño me lo diga: hay una enorme fotografía del Presidente fallecido en su oficina, colgado en la pared sucia como un Santo inverosímil. En la imagen se le ve delgado y nervioso: lleva la banda presidencial, traje y corbata. Reconozco la fotografía: inmortalizó la primera presidencia de Chavez en una única captura. La miro, asombrandome de lo joven que se veía el llamado "Comandante Supremo" por entonces y del hecho que quince años después, una de sus fervientes partidarias no solo lamente su muerte, sino la del ideal político que el lider carismático encarnó. Julia también lo mira y la noto tensa, nerviosa.
- ¿Como legado político o simplemente como ideario cultural? - pregunto.
- Murió como una propuesta política que estaba tan relacionada con su lider que dificilmente pueda tener consistencia sin su presencia física - responde - coño, no es tan complicado. Chavez creó a su alrededor una plataforma política basada en su manera de ver el mundo. Eso fue necesario mientras la revolución se construía pero...

No respondo. Recuerdo que cuando Chavez enfermó y en medio de la incredulidad general, Julia se preocupó precisamente por lo que podía significar su ausencia física. Recuerdo que conversamos sobre el tema y varias veces me insistió: "Si Chavez muere, será el desastre". Nunca entendí muy bien su argumento - probablemente se debió a que no pensaba realmente que Chavez pudiese morir -  hasta vivir el turbulento gobierno de Nicolas Maduro. Julia suspira cuando se lo comento.

- Chavez asumió toda la responsabilidad de encarnar su proyecto. El Venezolano es emocional y politicamente infantil, imagino que intentó aglutinar esa visión del lider como el Mesias, el padre sustituto - me explica - pero necesitaba más tiempo, para construir el proyecto sobre las ideas, para mostrar la Revolución como un conjunto de ideas. Ahora mismo, la Revolución es el miedo de perder lo que se tiene, el recuerdo del lider muerto. No prosperará algo así.

Lo que me comenta me parece confuso y hasta desconcertante, pero finalmente tengo que aceptarlo. De hecho, la presencia de Chavez es omnipresente en todas partes, no solo en la visión Chavista, sino en el discurso opositor. A un año y pocos meses de su muerte, Chavez continúa dominando la escena política. Su sucesor, desdibujado y torpe, parece diluirse en su enorme presencia.

- No solo eso: Chavez no dejó directrices claras de un después. El proyecto tiene raíces socialistas, pero en realidad es un híbrido de ideas humanistas que se está desvirtuando - me insiste - no es esto por lo que voté.

En realidad, la Venezuela del 2014 no el proyecto político por el que buena parte de Venezuela votó. Durante las elecciones del 1998, Chavez a pesar de su verbo encendido y su propuesta de Refundar la República, ofrecía una conservadora visión de Centro Izquierda. El socialismo vino después, aupado por el electorado fiel y la aclamación callejera. Julia me escucha en silencio cuando se lo comento.

- Se cometieron errores - admite - Chavez improvisó, maniobró lo mejor que pudo entre radicales, los poco convencidos y la adoración popular. Pero esto...

Con "esto" se refiere a lo que justamente está ocurriendo en las calles ultimamente. Julia ha recibido a docenas de victimas que necesitan un abogado que no pueden costear. La mayoría Chavistas, son los heridos, los agredidos anónimos de la protesta callejera y que no confian en los recursos de "derecha" para ejercer su legítima defensa. Julia me habla de heridos, de palizas públicas, de toda una serie de hechos violentos que la dejan abrumada, preguntándose a quien ayudó a llegar al poder.

Porque Julia votó por Maduro con toda la buena fe de su visión de construir la llamada "Patria Grande", ese concepto brumoso que parece abarcar los logros chavistas en una visión de futuro imprecisa. Pero aún no entiende muy bien en que momento la linea general impuesta por Chavez se desvirtuó, se convirtió en algo más. Caminamos juntas por el casco histórico, plácido y radiante bajo el sol de la tarde. Engañosamente tranquilo.

- Gravísimo lo de la Represión desmedida, las violaciones a los DDHH, la violencia sin control en las calles - me explica. Julia escucha con incredulidad los informes de la Fiscalia y la Defensoria y poco a poco, comienza a tomar conciencia que el manejo del poder es partidista. Nunca lo aceptó antes, siempre defendió lo que mejor pudo la manera de gobernar de Chavez, personalista y autocrática. Pero "esto", me repite, es "demasiado".

- No sé a donde iremos a parar - comenta. Suspira, sacude la cabeza - no sé que pasará en este País.

Tampoco tengo la respuesta. Y es que quizás, me digo con un escalofrío, mirando el rostro cansado de Julia, su pequeña oficina desordenada y más atrás, la Caracas que parece flotar en la ventana abierta, eso sea lo más preocupante.


Una idea de país cada vez más rota, signada por la ideología del revanchismo. De la exclusión y la violencia como lenguaje político. Un país en plena transformación.

C'est la vie.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Más allá de la Frontera: El dolor compartido de una ausencia dolorosa.



Durante los últimos años, Venezuela se ha convertido en un país de emigrantes. Casi a diario, un Venezolano toma la decisión de abandonar el país y huir de la violencia, de la ideología del odio, simplemente del futuro convertido de incertidumbre. Poco a poco, La Venezuela joven, la emprendedora, se ha convertido en una diáspora que recorre el mundo con un mensaje melancólico, con la mirada aún en la Tierra que abandonó. Porque Venezuela, dejó de ser una herencia para convertirse en el temor de una generación traumatizada.  Y es que quizás, esa imagen del gentilicio roto a fragmentos, es la que mejor describa a la  cultura de la violencia que prosperó en nuestro país durante década y media. La identidad del país casa, el país hogar, el país perdida en medio de la desazón y la zozobra.

Pero aún así, Venezuela sigue siendo parte de la historia de una buena cantidad de todos los ausentes. Porque el Venezolano que emigra, se lleva al país en la piel. Se lo lleva en lo que extraña, en lo que aún sufre, en los pequeños sobresaltos, en las sonrisas prestadas, en la mirada casi furtiva a lo que se dejó atrás. El país que es un recuerdo, el país que se idealiza, el país que se llora y se celebra, a pesar de la distancia. Y que sufrimiento pequeño, hiriente, es ese del que desde la nueva vida, mira la antigua con lágrimas en los ojos. El que siempre lleva a Venezuela, entre los dedos, en la mirada. El que incluso en el resentimiento, también la recuerda. Venezuela como la patria de la melancolía y los temores. Venezuela a secas.

Quizás, las últimas semanas de protesta han sido la mejor prueba de ese vinculo, misterioso y doloroso, que todos los emigrantes aún sostienen con el país. Una prueba de fuego para esa solidaridad a la distancia. Con ese temor, del que aún se siente parte de esta circunstancia país que nos desborda, que calza y borda una idea que incluso nos supera como  nación. Porque el Venezolano es Venezolano, más allá de la tierra que pisa. El Venezolano es una anécdota, una escena que no se olvida. El Venezolano es su propio país.

Pienso en eso, mientras converso con mi amiga Valentina, que vive en Buenos Aires desde hace un par de años. Durante las semanas de Protestas, Valentina ha sido parte de ese grupo de Venezolanos que ha levantado su voz para expresar la solidaridad, para exigir respeto y para recordar que el país, no está solo, incluso en medio de la complicidad hemisférica. Porque para Valentina, la cosa es muy clara: "Quiero hacer algo" me dice, en esas apresuradas conversaciones en el Chat. "Aunque sea poco, me desespera sentir que no puedo hacer nada más".

Pero lo hace.  Valentina ha llevado el mensaje Venezolano a una Buenos Aires que quizás lo ignora. Levanta pancartas, participa en concentraciones. Participa en el activo debate de Redes Sociales. Y como sufre a Venezuela Valentina. Hace unos días, unos de sus amigos fue detenido durante la Represión en Plaza Altamira. De inmediato, con la voz a la distancia, Valentina llenó las redes de denuncias. Gritando como puede y como mejor puede ese gentilicio que aún duele tanto que hiere.

"Quisiera hacer más" me insiste "Pero no sé como".  Y siento su tristeza. Su angustia, esa añoranza del ahora que se construye, del rostro del país al que pertenece y a la vez, es una gran ausente.


Mimi vive en Costa Rica desde hace unas pocas semanas, de manera que las protestas Venezolanas de alguna manera también sacudieron el reajuste personal, el temor del nuevo camino que comienza a recorrerse. A diario, Mimi es otra de las Venezolanas que vive su vida a medias, que contempla impotente la Venezuela que se sacude en angustia e incertidumbre, sin poder hacer otra cosa que observar. Para Mimi, la situación es la misma que para cientos de Venezolano que a pesar de la ausencia, continúan siendo parte del país que se desmorona: con madre y hermanos aún padeciendo la realidad del Venezolano de pie, para ella, no es una decisión de conciencia, sino una necesidad urgente. Como otros tantos, Mimi levanta su voz para expresar esa frustración de no poder hacer otra cosa que observar, que esperar, con la impaciencia aterrorizada del testigo, que podrá ocurrir en el país.

Varias veces, Mimi me ha comentado que necesita descansar, desconectarse. Pero que no puede hacerlo. Me lo dice con una tristeza infinita, en esos pequeños mensajes sin voz de los 140 caracteres de Twitter. Pero la angustia es real, esa necesidad de asumir su responsabilidad en el país a pesar de la distancia. La responsabilidad que incluye la sonrisa y la lágrima. Y esa soledad del que mira la tierra Natal casi con añoranza.

María Andreína vive en Canadá. Emigró justamente unos días después de la muerte de Hugo Chavez y según me comentó en una oportunidad, siente el mismo miedo que le provocaron esas primeras horas que siguieron al fallecimiento del Presidente. Me cuenta, en uno de esos correos dolorosos que mirar a Venezuela a la distancia es "Como caminar a ciegas". Y que dificil es soportar la incertidumbre de lo que pasa en casa, en familia, en las calles donde creciste y la ciudad donde viviste, cuando intentas mantenerte a flote en otra Tierra, en otra vida que no termina de avanzar, un instante detenido entre lo que dejas atrás y ese necesario transcurrir hacia la decisión que tomaste, hacia el recomenzar no sólo tu vida, sino quien eres, más allá de la frontera. Para María Andreína, la incertidumbre se resume en ese puñado de noticias que llegan a destiempo y quizás de manera insuficiente, esa sensación de profundo desconcierto de no comprender que ocurre realmente. Y desde otra vida, María Andreína insiste en asumir la bandera del Venezolano anónimo, en continuar con la lucha. Venezuela que somos todos, aquí y allá.

Mario se define a si mismo como "patacaliente". Y lo es: no solo es un ciudadano del mundo sino además, un hombre que disfruta de esa experiencia irremediable de recorrer la vida al paso de su curiosidad. Pero siempre regresó a Caracas, a esta ciudad rota a la mitad, a este país inestable. Lo hizo, hasta que en una oportunidad alguien le arrojó una piedra mientras paseaba a su perro - esa simplicidad de los momentos más hirientes -  y por centímetros, estuvo a punto de morir por un gesto irracional que nunca llegó a comprender. Una vez le leí asegurar que esa misma noche tomó la decisión de Emigrar, a un país donde su vida estuviera garantizada o al menos respetada. Y lo hizo: Hoy, catorce meses después de eso,  Mario vive en Ciudad de México. Sin embargo, es otro Venezolano que sigue mirando hacia el verde del Ávila, que sigue siendo parte de este país que somos todo, esta linea que nos une y que pareciera formar parte de una identidad mucho más profunda y dolorosa.

Hace unas semanas, Mario compartió en su frontPage de Facebook una foto suya junto a una numerosa protestas de Venezolanos en ciudad de México. Con su perenne sonrisa amable, Mario parecía el mismo chico que vi por última vez unos días antes de irse y abracé, sabiendo que probablemente nos llevaría unos buenos años volvernos a encontrar. Y me hizo sonreír,  mirarlo levantar el puño, con una bandera entre las manos, reclamando justicia para el país que aún es parte suya, que forma parte de esa visión de si mismo que lleva allí a donde esté. Mario, otro de los Venezolanos que a la distancia, nos recuerdan que el país, más que un gentilico, es una identidad compartida.

José lleva trece años viviendo en Toronto. Una vez le pregunté que era lo que más recordaba de Venezuela y me dijo que muy poco. Lo dijo con esa sinceridad suya, directa y sin matices: "Hace tanto tiempo que me fui, que olvidé lo bueno del país". Fue una frase dura, que sin embargo pareció resumir el inevitable proceso de erosión del que emigra, del que va perdiendo poco a pocos recuerdos para sustituirlo por otros. Pero José, aún es Venezolano: Lo he visto durante las últimas semanas, reclamar el derecho del país, exigir como esa insistencia del que padece, los derechos conculcados por la violencia. En una ocasión, me dijo: "No puedo con la angustia de mirar a Venezuela desde lejos, de pensar en lo que están y poder hacer muy poco". Pero la solidaridad no se olvida. La solidaridad del que reconoce su propia visión de país, más allá del habitante, del que forma parte de una idea de nación que rebasa la simple territorialidad.

Marianna vive en España (por ahora en Dueñas, mientras su espíritu nómada decide el siguiente destino) y está embarazada. Venezolana en la diáspora, los primeros meses de su embarazo estuvieron llenos de las imágenes del país que sufre, que reclama, que se debate en las calles en medio de la violencia y al represión. Por semanas, Marianna fue protagonista: Varias veces la leí reclamando derechos, exigiendo la paz para un país que sangra. Finalmente dio un paso atrás y no porque tuviera menos impetu en reclamo: El pequeño #BabyBrave como llama al futuro bebé que nacerá en unos meses se volvió prioridad. Y aún así, Marianna continúa mirando a Venezuela, incluso desde la preocupación lejana de quien intenta sobrellevar el dolor a su manera. Porque más allá de cualquier cosa, el País corre en las venas.

Igora vive en París, pero Venezuela la lleva en todas partes, como un equipaje discreto que en ocasiones es demasiado pesado. No solo porque aún su familia padece el país, la realidad, la incertidumbre, sino porque para ella, Venezuela es un reflejo de si misma. La leí, durante los primeros días de la protesta, exigiendo información, enfurecida por la confusión en las redes sociales, por la censura, por el simple aislamiento. Con esa determinación que la hizo prosperar en medio de un país hostil y extraño, Igo aún lucha con esa Venezuela que no forma parte de su vida, pero si de su historia. La Venezuela que le arranca lágrimas. La Venezuela que es una parte suya tan profunda que en ocasiones es indistinguible de si misma. "A veces hay que mirar a otra parte para no volverse loco" me comentó ayer en un apresurado mensaje via Twitter "Pero no siempre puede hacerse. Duele mucho".

Y es que el Venezolano en otras latitudes sufre, padece. Lleva el país como norte, aunque no sea parte de su futuro. Esa historia compartida a trozos, esa visión del mundo que nos une a todos. Los huérfanos de un gentilicio que aún más allá de la frontera, forma parte de quienes somos y más allá, de quienes seremos como parte de ese país intangible, el país que se lleva a todas partes, el que forma parte de cada uno de nosotros.

Quizás, el país más real de todos.


Gracias a Valentina, Mimi, Mario, María Andreina, Marianna Di Fernando, José Arato e Igora Latorraca por dejarme contar sus historias.

martes, 18 de marzo de 2014

Un fragmento de Realidad: La vida en el barrio, la Venezuela excluida, la visión de Venezuela más allá de la ideología.






Cuando Gladys (No es su nombre real) me invitó a su casa, estuve a punto de negarme. De hecho, lo hice. Con la natural desconfianza de quien creció en un país violento, la invitación me provocó viejos temores y algunos muy nuevos, que no sabía que estaban allí. Pensé en secuestro, en alguna elaborada trampa criminal desconocida que me convertiría en victima, en el simple hecho que no entendí, de inmediato, las intenciones de una mujer a la que había visto a lo sumo seis o siete veces en mi vida. Intenté explicarselo sin herirla, pero no supe hacerlo. De manera que lo admití con cierta tristeza.

- Tengo miedo.

Gladys no respondió de inmediato. Nos encontrábamos en la misma esquina en que nos hemos encontrado durante las últimas semanas, a cuadra y media del Estadium deportivo de la calle donde vivo. Le entregué, como siempre, uno de mis volantes. Esta vez con unas cuantas citas de Gene Sharp, el celebérrimo ideario de la revolución pacifica. Lo leyó con interés - aunque no tanto como las noticias que incluí más abajo - y luego, como si se lo hubiese estado pensando por meses, me invitó a su casa. Así, con toda simplicidad, con una amabilidad antigua que yo, sobreviviente a una Caracas árida y dura, no entendí muy bien.

- Hija, yo la voy a cuidar. No le va a pasar nada. Pero quiero vea como es aquello - me explicó. Cuanta inocencia. No había ninguna malicia alguna en su invitación, pero sobre todo, había una genuina franqueza en el ofrecimiento. Quiero que vea como es aquello. ¿No era eso de lo que habíamos conversado por días? ¿No era sobre lo que yo le había preguntado insistentemente? La vida del barrio, la manera como los que enfrentaban día a día la violencia, intentaban comprender la Venezuela actual, agresiva y cruda. Me sentí incómoda, hipócrita. Me sentí, de nuevo, ignorante de la realidad del país donde vivo, un visitante casual en la realidad.

- ¿Por qué me invita? ¿Sólo por lo que hemos hablado? - tenía que preguntarselo. Había una pieza en todo aquello que no terminaba de encajar. O al menos, así me lo parecía. Gladys me dedicó unas de sus miradas muy ancianas, amables. Pero había algo triste en su expresión, en sus arrugas de puro agotamiento.
- Yo quiero que usted vea lo que pasa en donde yo vivo. Quiero que entienda, porque algunas cosas son como son, que no las va a entender solo hablando conmigo - me explicó - mija, si quiere no venga, pero mi casa es como yo me entiendo, como entiendo el país y todas esas cosas que nos preocupan a todos, como dice usté.

La respuesta me produjo escalofríos. Me hizo sentir una curiosa sensación de peso y responsabilidad. Una puerta abierta al diálogo, una ventana para mirar el mundo desde el otro lado, comprender a Venezuela integralmente. ¿No era eso lo que había intentado hacer en un ejercicio de conciencia? ¿No era esa visión de las cosas, mínima y disminuida por mis propios prejuicios, lo que intentaba transformar en respeto por el otro, por lo que ambos asumimos como país? Finalmente, la vergüenza me coloreó las mejillas. Que conformistas podemos ser, me dije. Que poco responsables somos sobre los conceptos que insistimos nos pertenecen. Cuando apoyé con cariño mi mano en el hombro de Gladys, tuve una clara sensación de comprensión sobre lo que creo y lucho: incompleto y sin sustancia. Necesito comprender, observar, para respetar lo que somos, para aspirar un futuro donde todos podamos asumirnos como parte de una idea de país que nos incluya, con nuestras diferencias y opiniones. Porque Venezuela aspira a ser una nación, más allá que fragmentos de ideología y el primer paso es sin duda, el de ser ciudadanos.

- Gracias por invitarme - respondí por último - Iré con todo gusto.
- Yo la cuido mija - repitió, como si para ella fuera importante que lo supiera. Y había algo más en esa frase, en esa mirada sincera. Una muestra de confianza.

La acepté.


Antimano tiene un rostro muy joven y cansado.  Esa fue la impresión que tuve, cuando me bajé del autobus junto a Gladys y miré la populosa calle que conduce al centro mismo del barrio.  Porque a pesar del concreto roto, de las paredes sucias, de los edificios medio derruidos que inclinan la cabeza, la calle está viva, muy viva. No en vano, Antimano,  es uno de los barrios más populosos de Caracas, aunque no es el más grande, ni mucho menos. No podría compararse con Petare, gigantesco e intrincado, emblemático en Latinoamérica, simbolo como las Favelas Brasileras, de la cultura del desarraigo cultural. No obstante, con sus 150.971 habitantes, en si mismo una pequeño mundo, una frontera con la Venezuela consecuencia directa de años de maltrato cultural y social. Cuando camino con Gladys por la calle frente al Seguro Social de la Localidad, la zona tiene un aspecto arrasado, agrio. Y sin embargo, Antimano no es ni mucho menos un lugar tenebroso. Hay una animación ruidosa en todas partes, esa energía juvenil, desordenada y sin duda peligrosa que parece definir al barrio en Venezuela.  Un pequeño parquecito en una esquina está lleno de niños que gritan y saltan de un lado a otro. Más allá, en una de las esquinas, hay un mercado popular abarrotado de compradores. El tráfico de automóviles, avanza en procesión, entre corneteos y gritos de conductores. Los autobuses avanzan casi a sacudones, mientras una riada interminable de usuarios, la mayoría de ellos muchachos y muchachas con camisa azul, suben y bajan a la carrera, entre risas.  El bullicio es ensordecedor y se confunde con el olor de los pinchos de carne que se venden en los pequeños puestos de comida callejera. Una gran multitud de transeúntes atraviesa el pequeño bulevard con dificultad,. Aquí por supuesto, tampoco pasa "nada". La vida transcurre exactamente igual como lo ha hecho durante treinta o cuarenta años. La vida en el Barrio tiene poco o nada que ver con la ciudad que se perfila al otro lado de la autopista, tan cercana. Aquí, lo real es otra cosa. Así me lo explica Gladys mientras caminamos juntas, conversando en voz baja en medio del escándalo que nos rodea.

- Las cosas aquí son duras pero siempre ha sido la casa de uno - me cuenta. Una enorme cola de compradores espera en un abasto pequeño junto a la calle transitada.  La entrada esta cerrada y enrejada. Un vigilante de uniforme remendado deja pasar a un comprador de vez en cuando. Un cartel me explica que solo puede llevarse un artículo a la vez. "Pero hay" agrega Gladys. Como también hay en el Mercal más allá, que no distingo en medio de la multitud. Un grupo de motocicletas desfila entre el tráfico. Llevan camisa rojas. Me detengo, casi de manera involuntaria, pero Gladys no parece preocuparse. Aquí, ese mito Urbano, esa invocación de violencia llamados "los colectivos", son el vecino, el amigo, el hermano. De manera que cruzan, de un lado a otro, con la camisa roja bien visible. Uno de ellos lleva una bandera y otro, un saco de harina precocida. El zumbido de los motores me marea, o quizás sea solo está sensación de encontrarme en otra Caracas que no reconozco, que no tiene el menor parecido con la que creí, pero que existe y es real.

Hace un rato, cuando nos encontramos en la puerta de la Universidad Católica Andrés Bello,  Gladys me pidió que no llevara el celular, ni tampoco nada de "esos aparaticos", de manera que por ahora, no habrá fotografías. ¡Y que decepción me produce eso! Hay tanto que mirar aquí, tanto que contradice a la idea que suele tenerse sobre Antimano, sobre el barrio caraqueño en general. Sí, hay prolifera el escándalo anarquico, hay ese caos casi crítico que me deja un poco sin aliento, amedrentada y confusa. Miro a todas partes, con esa paranoia usual, esperando la agresión y la violencia. Pero encuentro algo más: Vida. Y no es idea romántica, la idealización de lo cotidiano. Es la vida de los rostros cansados, de los gritos y la familiaridad. Del sonido de la calle cada vez más extraño, agudo. Gladys se enfrenta a todo, lo atraviesa con una serenidad que me asombra y que no puedo imitar. Caminamos juntas y en un gesto casi maternal, ella se vuelve a mirar cada tanto, para asegurarse que sigo cerca, que estoy bien quizás. Sonrío, y me pregunto que encontraré aquí, en medio del olor a gasolina y a basura, de humo y de algo más nítido pero profundamente humano que no sé definir muy bien.

Por supuesto, la omnipresente imagen política cuelga en todas partes: en las paredes atiborradas de afiches de papel de numerosos candidatos de las incontables elecciones celebradas durante los últimos años  , indistinguibles unos de otros. Curiosamente, el rostro del actual Presidente, se desdibuja en la profusión del ya tradicional monograma de los ojos de Hugo Chavez, que llenan cada espacio en las paredes, vallas, postes de luz. Chavez nos observa de todas partes, como el padre ausente y querido. De hecho, para Gladys lo es. Me cuenta que cuando murió, ella y sus vecinas salieron a ese mismo boulevard a llorar, a lamentarse. Un duelo que les tomó semanas superar.

- Es que el Comandante metió la mano aquí - me dice. Empezamos a subir una escalera de concreto muy empinada que nos conducen a un callejón de paredes altas sin friso. El barrio comienza aquí, pienso nerviosa. Aquí comienza ese lugar temible, esa visión de Venezuela que se estigmatiza y que poca gente conoce. Gladys me va explicando del Barrio adentro, tan útil, que se construyó en "La Colmena", la parte más alta del Barrio y también del nuevo alumbrado público que ilumina la "Cruz verde", una zona tan  peligrosa que por años, nadie se atrevía a pasar luego de caer la tarde. Otra realidad, me digo, con los dientes apretados de miedo. Otro país. ¿Como vamos a entendernos? ¿Cómo vamos a comprender el futuro que deseamos construir si una parte de Venezuela no reconoce y además desconoce a la otra?

Las escaleras se hacen cada vez más empinadas pero también más abiertas y amplias. Lentamente, avanzamos hacia una calle, de aspecto casi tranquilo. Las casas, con sus puertas enrejadas y pintadas en colores muy vivos, tiene un aspecto casi infantil. Allí, el bullicio de más abajo apenas se escucha. Hay una ristra de montaña que sobresale de los balcones mal construidos. De las farolas cuelgan papagayos rotos. Y esa imagen, más que otra cosa, me entristece y me enternece. Otra vida.

La casa de Gladys es pequeña pero pulcra y ordenada. La sala donde me encuentro está pintada de azul y tiene docenas de fotografías colgadas en las paredes, enmarcadas en madera. También hay esculturas de Santos y Vírgenes y recortes de periódico. Hugo Chavez me sonríe desde una vieja fotografía amarillenta entre todos. Otra divinidad más entre la mirada devota de Gladys.

- Cuando me mudé para acá, fue porque me sacaron de abajo, de Carapita - me explica Gladys. Nos tomamos un poco de té de manzanilla, sentadas en los muebles de mimbre. Afuera, escucho los gritos de niños jugando y música, un gran estallido de música caribeña que al principio es solo un rumor pero que de pronto, aumenta tanto que las ventanas de la casa tiemblan. Sin inmutarse, Gladys la cierra y el sonido disminuye un poco - eso fue hace como cincuenta años. Mi marido y yo construimos la casa a punta de ladrillos y de trabajo como zapatero. Pero es una casa bonita. Mi hija mayor vive arriba, mi hijo en el cuarto chiquito de la platabanda y mi hija duerme conmigo.

Gladys es viuda y se ocupa de ayudar en casas de familia para mantenerse. También cose. Pero al final, debe vender dulces caseros, cuidar niños ajenos para lograr reunir el dinero suficiente para subsistir.  No le molesta, me dice. Le gusta trabajar y ella disfruta del trabajo duro, me aclara: "No soy ninguna floja, aunque mis muchachos dicen que trabajo mucho" me explica con una sonrisa. Los  muchachos son una hija que estudia educación en el Pedadogico y su hijo, que es mecánico y vive junto a su esposa y un bebé de meses en la segunda planta improvisada de la casa. La casa respira una prosperidad muy discreta y humilde. Las paredes están bien pintadas, los cuartos ordenados. La plantabanda de la que me habla, hace las veces de terraza y segundo piso improvisado: rebosa en flores. La estructura parece pendular peligrosamente sobre vigas oxidadas de metal y de hecho, está a medio terminar. Pero las Trinitarias de un encendido color fucsia se derramaban en el concreto roto y humedecido por el moho que se cae a pedazos. Hay una belleza trágica en la imagen. Una especie de postal del desarraigo, de la tristeza anónima.

- ¿Como era todo por aquí antes del Gobierno de Chavez? - le pregunto. Gladys suspira. Le dedica una mirada cariñosa a la fotografía del Presidente muerto. En el gesto hay una profunda devoción que no comprendo, pero es real y respeto.
- Aquí nos moríamos de mengua mija. Nadie le importaba que pasaba pa' arriba de los escalones. Si te dolía la cabeza, se te rompia una pierna, te pegaban un balazo, habia que bajar pal Seguro. Y eso si es que te atendian - me explica - pero el Presidente trajo a los muchachos cubanos y entonces tuvimos médicos cerca. Tuvimos luz, en los postes. Se arregló la avenida, la Plaza la arreglaron de las aguas negras. El Comandante le metió el pecho al barrio. Aquí era invivible antes.

No pregunto nada más. La dejo me cuente sobre como "El Comandante" puso a trabajar a funcionarios de la Alcaldia para remozar calles y avenidas, para reconstruir el tendido de aguas negras. Todavía no funcionan bien, me dice. Cuando llueve todavía la mitad de la calle se inunda. Pero "lo intentó", me insiste, con cariño.

- El Comandante quería hacer muchas cosas por los pobres pero no le alcanzó el tiempo - me dice. La tristeza en sus palabras es infinita. Dolor genuino - pero ahora, todo se quedó así.

Me muestra el resto de la casa. Todo tiene un aspecto impecable, aunque ligeramente maltrecho. En silencio, me pregunto que sentirá la hija de Gladys, una muchacha veinteañera y que su madre insiste en llamar "alebrestada" en esa casa minúscula, pulcra, que comparte con familia y hermanos. Ya Gladys me ha comentado que su hija es "rebelde", que es de las que "protesta". Pero no la entiende.

- Esta jovencita, a esa a uno no le gusta nada - me explica. Veo a través de la puerta entreabierta, la habitación de la muchacha desconocida. Podría ser la mía, con su cama desordenada, sus posters de películas, libros ordenados en una repisa, y fotografías pegadas a la pared. Gladys me cuenta que durante las últimas tensas semanas de protestas, tiene miedo que a su hija "le pase algo".

- ¿Que la detengan? - pregunto. Gladys me mira y entiende muy bien lo que quiero decir. Pero no se irrita. Como con su sonrisa paciente, me invita a mirar el barrio desde la platabanda como toda respuesta.

Y lo veo. Entre los escombros de la casa a medio construir, entre los charcos de agua levemente malolientes. Entre los aullidos del perro del vecino, que comienza a ladrar nada más escucharnos caminar entre las cascarillas de madera podrida que llenan el suelo sin frisar.  Veo el mundo desde su perspectiva. La calle donde nos encontramos solo es una entre decenas, que se entrecruzan de un lado a otro, en una red complicada de faros de luz enmarañados. Aquí y allá, grupos de adolescentes juegan y ríen. Más allá, la montaña se ve verde, exquisita y fragante. La linea del Metro es visible desde aquí y justo en el momento que miro, el tren está cruzando, un reflejo de plata lejano. Pero también está el peligro, la sangre que se derramada. Gladys me cuenta que anoche, mataron a un muchacho por la calle que sigue a esta. Ella escucho los disparos y despertó a la hija. Las dos, miraron asustadas por la ventana entreabierta la carrera de dos figuras que nunca distinguieron en la oscuridad. Y luego silencio. Nadie se atrevió a moverse. Nadie lo hizo de hecho, hasta que casi el amanecer, una Patrulla silenciosa llegó para ocuparse del cuerpo de la victima. Cuando le pregunto si conoce al fallecido, se encoge los otros con tristeza.

- Otro más que no conoce al barrio todavía - me dice. Y la palabra tiembla un poco, se mueve de un lado a otro en mi conciencia. El barrio que amenaza, pero que es hogar, que es la vida que circunda, que es el país que heredó décadas de maltrato económico, del olvido excluyente. ¿Quienes somos para juzgar? ¿Para asumirnos capaces de desmerecer el sufrimiento ajeno, el colectivo, el que ignoramos? Lo pienso mientras camino con Gladys por la calle. Me presenta a sus vecinas. Todas sonríen, se interesan por lo que hago.

- ¿Para qué quiere escribir de esto Mija? - me pregunta una cuando le explico.
- Quiero saber como piensa usted para entender mejor el país - respondo. Hasta a mi me suena adulcorada y simplona la respuesta. Porque estoy rodeada de realidad, de trozos de Venezuela que hasta hoy me eran desconocidos. La música de nuevo, palpita en el aire. Hay risas y conversaciones. Un televisor encendido. Alguien comenta que el agua se fue otra vez, otra voz responde que "Cuando no". Aquí no pasa nada. Aquí no está pasando otra cosa que la vida que transcurre, que la vida que se construye a diario con esfuerzo. La vida que se sobrevive. Y no es metáfora.  Aquí no hay partidos políticos. Aquí no hay héroes y villanos televisivos. Aquí hay quien ayuda, quien hace y colabora. Quien teme, que se resguarda. Aquí hay la vecina de toda la vida que se ocupa de la anciana de la esquina, que el hijo está preso en Tocorón y sufriría de hambre y abandono de no ser por el grupo de bienintencionados vecinos que cuidan de ella. Aquí hay esa visión de la comunidad que se asume única, la complicidad casi obligada. Aquí hay la llaneza de saber como es la vida más allá de la proclama política, de la furiosa visión de la Venezuela sin nombres. Aquí la política es retórica, es un voto que se exige. Pero la vida transcurre por otro lado, la vida es real. Y nunca sencilla. Lo entiendo cuando  una de las vecinas de Gladys me dice que no "me quede demasiado" porque "se me nota que no soy de por allí".

- Y es peligroso - añade. Lo hace señalando a un grupo de adolescentes, los mismos que vi jugando al entrar. Varios nos observan. Uno rie. Y vuelven a olvidarnos. Pero sé que nos están mirando, que me miran. Me recorre un escalofrío. Gladys sacude la cabeza, me pone la mano en el hombro.
- La muchacha es amiga mia y viene conmigo - dice al grupo. Me lo dice a mi y se lo dice a ellos, que no sé si la escuchan. Pero igual, me dice que mejor "hacer caso". Me despido de todas y una de ellas, una señora de cabello blanco y delantal, me bendice con un gesto cariñoso.
- Cuidese mi amor, que en esta vida uno nunca sabe de donde vienen los tiros.

Que curiosa frase. Casi poética, profundamente triste. La repito en voz baja mientras bajamos de nuevo los escalones. Solo entonces noto que todos están pintados de un color distinto. Brillan en medio de la semipenumbra, como si el color tuviera la cualidad de iluminar esa tristeza del abandono por el mero hecho de existir.

- Los vecinos somos quienes nos ocupamos de nuestras cosas. El Gobierno nos olvidó otra vez - me dice Gladys. Estamos de nuevo en el Boulevard. El pequeño Mercado cerró, pero la Plaza más allá sigue llena de gente. Alguien escucha un programa radial a todo volumen. Un viva Chavez se escapa de un espontáneo - nosotros solo contamos con nosotros. Estamos solitos otra vez.

La vida transcurre en el barrio fuera del tiempo de las marchas, de la bandera levantada, de la exigencia. Cuando me subo al autobus, con una bolsa de pan dulce que me obsequió Gladys, se me llenan los ojos de lágrimas, aunque no sé por qué. Ella sonríe, estira la mano y me acaricia la mejilla. La Venezuela que somos, el país posible.

- Cuideseme mucho mi muchacha loca - me dice - mañana nos vemos en la esquina pa' que me cuente como anda la cosa.

Reímos la dos. La miro por la ventana mientras el autobus se aleja. Y el corazón se me encoje, de dolor y cariño por este país que quiero, que deseo reconstruir y no sé como. Por esta esperanza de futuro que intento asumir como parte de un sueño en común.

¿Quienes somos Venezuela? ¿Quienes somos parte de esta gran realidad rota a fragmentos? ¿Cómo nos reconocemos? ¿Como nos reconstruimos?

No lo sé, pero creo que finalmente, comenzamos a tránsitar el buen camino.

C'est la vie.

lunes, 17 de marzo de 2014

Latinoámerica hipócrita: Venezuela ante la indiferencia hemisférica.

Imagen: Campaña de @_calavera_




Desde hace unos diez años, latinoamerica dio lo que se suele llamar , "un golpe de timón" hacia la izquierda. Por supuesto, que nuestro continente, tan adolescente y explosivo, llevaba sus buena décadas dando bandazos hacia lo radical y esa interpretación poco sustancial del humanismo, en buena lid. Pero con la llegada del Presidente Hugo Chavez al poder, su influencia, su discurso incendiario y sobre todo, la chequera de Petrodolares a la disposición de la ideología, la izquierda logró remontar la cuesta de la lucha para convertirse en real opción. De pronto, el hemisferio entero se llenó de promesas de un mundo mucho más justo, más equilibrado y empático. La política de la gente para la gente. Muchos se sintieron identificados y reconfortados por los vientos de cambios. La gran mayoría aplaudió el renacimiento del viejo discurso reinvidicador y otros, en los que me cuento, debo decir, esperamos con cierta incredulidad, el resultado de la aparente transformación esencial del discurso político. Y lo admito, no me disculpo por mi escepticismo: crecí en un país revolucionario, donde muy temprano me convertí en disidente y "enemiga" (sin otra arma que mi opinión) de un gobierno todopoderoso. De manera que ese reverdecer del ideal utópico, con la mirada soñadora del Che Guevara a la cabeza no me convenció demasiado. Ni tampoco me animo a recorrer los caminos "de la revolución" a pesar de estar convencida que Venezuela merecía y reclamaba justicia social, no digamos latinoamerica. Pero, como buena ácrata, esperé, en la orilla anónima de la historia. Para saber que ocurría.

A la vuelta de quince años, la izquierda gobierna con comodidad en Latinoamerica. Algunas experiencias son exitosas y dignas de admiración, otras son desastres ideológicos, y por supuesto, unos pocos, meros experimentos sin sustancia. Pero el caso es que la Izquierda, la humanista, la autoproclamada liberadora, se encuentra en una posición de poder realmente importante y significativa. De la lucha clandestina a los reclamos armados, se pasó a la lucha en altas esferas, a la diplomacia hemisférica. Las armas son otras, pero uno asume, en su inocencia como observador, que los objetivos son los mismos. O deberían serlo ¿No? O podrían serlo ¿No?

Realmente, la respuesta, la real, la simple, es mucho más compleja que el simple cuestionamiento. Porque estoy convencida que la izquierda histórica atravesó lo que probablemente sea su mayor prueba de integridad demostrando su hipocresía, su lamentable visión partidista y que, sin duda, el poder transforma los ideales en pequeñas historias trágicas donde los ciudadanos tienen poco o nada que decir. En otras palabras, la Izquierda que exigió durante tanto tiempo reconocimiento y elaboró una identidad alrededor de su propia cualidad martir, no logra comprenderse más allá de la simplicidad de la ideología de extremos. Los villanos y los héroes son los mismos de siempre, solo que para la infantil Izquierda de nuestro continente, la ideología disculpa a unos cuantos y condena al resto.

Nos encontramos en Venezuela Marzo de 2014. Durante las últimas cinco semanas, el país se ha visto sacudido por una serie de protestas donde una parte de la población exige reconocimiento y también, reclama derechos cercenados por vía política durante los últimos meses. La población que protesta ha sufrido maltrado, represión desmedida, torturas. Se cuentan veintiocho asesinatos por bala en circunstancias confusas, sin que aún exista una investigación de por medio. Y como si todo lo anterior no fuera suficiente, el presidente en funciones no solo estimula la exclusión y el odio a través de su discurso, sino que además, utiliza las fuerzas de seguridad del país como arma política. En medio de la represión, de miedo, el ciudadano volvió su mirada hacia fuera de las fronteras, en una pregunta lógica hacia los tradicionales defensores de los derechos humanos, hacia quienes durante décadas presumieron de asumir la lucha de los valores éticos y sociales como parte de su discurso.

¿Que respuesta obtuvo?

De Rafael Correa, Presidente de Ecuador, recibiño desprecio. El Presidente, con su verbo vivo y encendido que recuerda de vez en cuando al fallecido Hugo Chavez, se apresuró a respaldar a Maduro, declarando "Nosotros sabemos muy bien lo que está pasando en Venezuela, sabemos muy bien de dónde viene esa violencia: de esa derecha fascista". El presidente declaró lo anterior incluso antes de hablar telefónicamente con Maduro para conversar sobre la crisis que enfrenta. Lo hizo con la convicción del izquierdista que se sabe en el Poder, del consumir de ideología que aprendió bien pronto como estigmatizar al enemigo para construir un monstruo invisible a quien responsabilizar de los errores.

Memoria corta la de Correa: en el año 2005 no solo guardó silencio durante el derrocamiento del gobierno de Lucio Gutierrez, sino que además se benefició de la crisis institucional. Pero ya sabemos. Los izquierdistas de nuestra región, olvidan pronto.

Con Cristina Fernandez, incluso la respuesta fue más directa: Sin comerla ni beberla, calificó a las protesta callejeras protagonizadas por ciudadanos Venezolanos como "Intento de Golpe Suave". Lo hizo, en  en el marco del discurso de apertura de un nuevo período legislativo en el Congreso Nacional e insistiendo en hablar de democracia al simple acto electoral. Cristina no mencionó en ningún momento - y por ningún motivo - los desmanes, crimenes y asesinatos ocurridos en las calles de Venezuela. Eso no es realmente importante si quien infringe la herida es izquierdista. Aquí hablamos del voto, del elemento electoral. Una vida humana nunca será tan valiosa para uno de nuestros izquierdistas hemisféricos como el hecho de la urna y el resultado electoral.

Memoria corta, también, la de la señora Fernandez: Parece haber olvidado que durante el año 2000, apoyo sin reservas las manifestaciones que obligaron a Fernando de la Rua a renunciar a la presidencia.

Con Evo Morales, las cosas siempre han sido claras: su apoyo a la Revolución Bolivariana es tan profundo como incondicional. No importa la violencia callejera, las madres llorando a gritos los hijos fallecidos. Lo importante para el Presidente Evo, es sin duda, esa estrategica complicidad con un Gobierno al cual debe no solo presidencia sino la prosperidad de su país. El presidente, además, insiste en la tesis conspirativa y no duda en declarar: “Lo que está pasando en Venezuela es provocado por el Imperio, (para) acabar con la Revolución Bolivariana de Venezuela”, aseveró Morales, en declaraciones divulgadas la agencia oficial boliviana ABI.

El Presidente Evo solo mira el color ideológico, y no, su propia historia: Evo Morales, fue el lider de un nutrido  movimiento civil que durante años utilizó la protesta callejera como forma de lucha. Finalmente y luego de años de persecusión y enfrentarse al poder,  su esfuerzo y la ayuda desde la sombra de Hugo Chavez, logró expulsar de la presidencia a Sanchez de Lozada en el año 2003. Lo demás, incluyendo elecciones y una preponderancia como simbolo hemisféricos de la izquierda tradicional, parece tener más peso que lo realmente sustancial de su antigua lucha.

Ahora bien, el caso más interesante de todo resulta el de Pepe Mujica, convertido durante los últimos años en un idolo Pop mediático por su buen desempeño gobernante y sus frecuentes golpes de efecto, gracias a los cuales construyó una imagen de lider pacifico, la izquierda "progresista" que los humanistas de caviar celebran con tanta frecuencia. Claro que, a Pepe Mujica se le olvida con alguna frecuencia que su camino tuvo poco de democrático y si mucho de resistencia: durante los primeros años de la década de los sesenta, Pepe Mujica Tupamaro y sobreviviente a la clandestinidad, se levanto en armas contra el gobierno electo del Uruguay.

Pero el propio presidente ya no recuerda esas cosas. Para él - y su numerosos partidiarios - Pepe es una especie de idolo a la medida de esa visión humanista tan moderna, tan consumible. Un actor a la medida de esa izquierda que no recuerda épocas sangrientas de luchas y enfrentamientos con el poder. Y es que comprendamoslo, Pepe es un desmoriado. Hace unos días,  leí en un artículo del periódico “El Mundo”, que el celebérrimo y pintoresco presidente de Uruguay, había roto el silencio autoimpuesto por la estrategia política y había manifestado su “preocupación” por lo que ocurre en Venezuela. En realidad,  su inquietud parece ser la posibilidad que el presidente de Nuestro país tome las “armas” para contener a la oposición. Mujica, héroe de los progres y los izquierdistas de caviar de latinoamerica, fue en voz baja, en medio de una tertulia y comentó al vice Presidente de EEUU Joe Biden, su pequeño malestar por el tema. Hablo en nombre de su país, comenta la nota. Y además así, de paso, se ganó de nuevo la simpatía de sus numerosos fans, que de inmediato respiraron aliviados ¡Ah, pero Pepe lo hizo! ¡Comentó sobre Venezuela!

Sí, lo hizo. Y SORPRESA, se enfrentó a los “malvados manejos” geopóliticos que lo obligan al silencio. ¿No lo sabía usted? Mujica debe cuidarse mucho de defender a la victima, porque es un símbolo nacional de la izquierda pop y cult progre. Así que el Presidente, con sus sandalitas de cuero y su discurso de Señor mayorcito amable, comentó, así de pasadita, lo mucho que le preocupaba el tema. No lo hizo de manera oficial. Pero lo hizo vamos, ¿No es ESO lo importante?

Lo hizo,Después de que Venezuela sufrió 28 asesinados por ataques de fuerzas de seguridad, grupos paramlitares, anarquía. Lo hizo, luego que Venezuela ha vivido un clima de guerra, con casi treinta casos de torturas verificados. Pero solo ahora,  Pepe Mujica “teme” que Maduro tome las armas. Lo teme, como buen estadista, como una especie de preocupación a la lejanía, como una posibilidad insustancial. Y por supuesto, no deja de insistir en el hilo constitucional, en lo importante es que “ambas partes” mantengan las formas democráticas.

Claro, hay que disculparle al Buen Pepe, que ignore olimpicamente las noticias rebotadas por cientos de medios de comunicación en el mundo, sobre represión desproporcionada, destrucción de la propiedad privada, censura, asesinatos a mansalva. ¡Es que Pepe no lo tiene que saber!

O mejor dicho, a Pepe no le importa saberlo. Su prioridad no es el ciudadano que lucha, sino la forma democrática de Maduro. Usted sabe, el mismo presidente que a gritos llama “Cobardes y Fascistas” a una buena parte de la población. El mismo que solo lamenta los asesinatos de sus afines políticos, el mismo que insisten en que “hay que soportar a la oposición”. Pero ¿Qué es eso para Pepe? ¿Qué implicaciones pueden tener esa visión de una democracia rota y vilipendiada?

Aterrador como un líder político que conoce los alcances del Terrorismo de Estado, sea capaz de disimular a conveniencia lo que ocurre. ¿Alguien imagina como sería la protesta unánime, sostenida, de los “pueblos del mundo” si los 28 fallecidos fueran “victimas de la derecha? Desde el primer asesinato, de ser Congruente, Pepe Mujica habría manifestado “preocupación”. Pero: Bolsillo en mano, rodilla en tierra.

Las disculpas al silencio del continente sobran. Pero no hay una explicación política, diplomática y mucho menos “social” que pueda justificar por qué una vida vale menos por su ideología. Ni una.

Pero nada, vamos. Hay que alegrarnos. ¡Todos a celebrar que Pepe Mujica levantó timidamente la mano! Un consuelo para los heridos, para las madres que lloran a sus hijos, para los hogares que sufren la detención de uno de sus miembros. Pero Pepe hablo y eso debe expresar algo ¿No? Debe tener algún significado en el complejo juego político extra fronteras que disminuye e invisibiliza al ciudadano que protesta.

No lo culpo, si como yo, se queda en silencio ante mi pregunta.

Esa es la Latinoamerica que heredó las tan cacareadas luchas sociales. Esa es la Izquierda, que no deja de insistir en el Poder para el pueblo. La izquierda que asume el valor de las luchas de acuerdo a la ideología y no a su justicia. La izquierda que solo demuestra, de nuevo, que toda batalla política que invoque el humanismo, necesita congruencia para ser creíble y sobre todo, trascender en el tiempo.

Lamentable, asumir el poco valor del ideal más allá del poder.

C'est la vie.