lunes, 9 de abril de 2018

Crónicas de la nerd entusiasta: Todas las razones por las que a “A Quiet Place” de John Krasinski se convertirá en un clásico de culto.







En toda película de terror, el sonido — o mejor dicho, su capacidad para crear ambientes y atmósferas — es una noción sobre el peligro y el acecho que suele ser un recurso efectivo al momento de crear una estructura narrativa. Por ese motivo “A Quiet Place” del director/actor John Krasinski avanza con sigilo, en medio de un ambiente opresivo, angustioso y casi doloroso basado en lo que se anuncia, antes de lo que se muestra. La película es un ejercicio de tensión elaborada a través de una perspicaz idea sobre lo misterioso — una tensión que aumenta escena a escena hasta crear un cenit profundamente simbólico — y construye una versión sobre el miedo basado en algo más complejo que lo evidente. Desde esa primera línea que anuncia que han transcurrido 89 días desde una colosal tragedia apocalíptica (de la cual no tenemos idea o tampoco indicio) hasta esa extraña dinámica familiar que se entremezcla con pequeños golpes de efecto bien construidos. El resultado es una atmósfera malsana, inquietante, dura, hórrida pero sobre todo, una experiencia sensorial por completo nueva.

La película no se prodiga demasiado y convierte la acción en pequeñas estratagemas para develar información: La primera secuencia establece que está en juego — la supervivencia de la familia entera — pero también, la forma deliberada en que el terror se manifiesta. El ritmo es rápido, eficaz y cargado de metáforas — esa escena del niño sosteniendo un juguete que parece simbolizar la normalidad perdida — pero sobre todo, la comprensión que el mundo tal y como lo conocemos, desapareció por completo hasta convertirse en algo mucho más agresivo y peligroso. Con ciertos paralelismos con “La Niebla” de Darabont del 2007, es evidente que hay una percepción amplia y rudimentaria de la distopía transformada en clima de acecho, lo que brinda a la trama una solidez inesperada. La trama funciona desde lo minimalista, pero también, desde la concepción del miedo como un evento incontrolable. Hay algo muy semejante a la percepción de lo terrorífico emparentado con lo doloroso, que de Cormac McCarthy utilizó con gran tino en su novela “The Road” y que convierte a la manejo de la tensión en “A Quiet Place” en una búsqueda de argumentos sobre lo que se esconde en lo invisible.

La supervivencia es el tema principal en un argumento mínimo en el que John Krasinski y Emily Blunt construyen una versión sobre lo terrorífico que se cimenta sobre la incertidumbre. Por supuesto, Krasinski como director logra elaborar un lenguaje persistente sobre lo escalofriante en el que el silencio se sostiene como un elemento existencial de enorme dureza, pero es el Krasinski actor quien crea la percepción de la amenaza con una actuación efectiva y dura. En medio de un mundo en ruinas, que parece sucumbir con lentitud a una percepción del bien y del mal en eclosión de lo temible — la imagen del Supermercado en ruinas, tan tentador y tan inquietante a la vez — refleja un tipo de ruptura con la realidad que completa la percepción del silencio como fuente de peligro. La vida corriente parece haber desaparecido (con todos sus ruidos, trastornos y brillos) y de pronto, es ese mutismo aplastante lo que convierte a la acción en una búsqueda de motivos y dolores que elaboran una percepción del yo identidad y el yo colectivo devastado por un peligro sin rostro. El mayor logro de la película es convertir ese diálogo entre lo persistente y lo doloroso de lo absurdo (nunca llegamos a comprender exactamente que ocasiona la tragedia o que pasará a continuación, qué ocurrió en los ochenta y ocho días anteriores al comienzo de la narración) en una transmigración de lo temible y el suspenso convertido en una convicción del terror como forma de sufrimiento emocional.

Y por supuesto, por razones misteriosas que la película descubre con lentitud, todo transcurre en el más completo silencio. Los movimientos, las circunstancias, las interacciones. La percepción de la narrativa en el guión se analiza desde lo que no se dice (y se compromete como elemento primordial) y se construye como percepción anecdótica. Lo que pasa no es tan importante como lo que podría pasar si se llega a quebrantar esa regla tácita del completo silencio y buena parte de la película transcurre de forma elemental, hacia la percepción de lo que acecha y puede atacar en cualquier momento. Es terror puro pero a la vez es Ciencia Ficción convertida en suspenso. La combinación resulta de asombrosa efectividad y además, de convertir la historia que se narra en una combinación bien planificada de sobresaltos medidos por y a través de la ausencia de sonidos y de palabras. La conmoción, el miedo y la percepción de lo irreal prescinde del sonido y deja abierta la puerta a la brillante ejecución de una analogía sobre lo que es el ruido (como estratagema y base de la vida moderna) que se convierte en algo más poderoso y conflictivo. A medida que atraviesa los momentos más complicados, la película se pregunta si se puede prescindir por completo del ruido, el sonido, la palabra y llegados a cierto punto, esa noción se equipara a la idea de la no existencia, de la persistencia de la memoria de lo que no existe. El dolor y el miedo mezclados bajo una concepción dura sobre la historia que se narra bajo lo visualmente impactante.

El sonido además, comienza a convertirse en la amenaza en sí misma, una descripción de lo que espera más allá del silencio que todo lo rodea y sobre todo, lo sostiene como una noción elemental de la identidad colectiva que se enfrenta al desastre. El ruido toma entonces un espacio protagónico: los sucesos se transforman entre sí para asumir como elemento único y se presumen más poderosos como barrera hacia lo desconocido. El leve ras ras de los pasos sobre las hojas, las respiraciones que se contienen, los crujidos de madera y de telas. Poco a poco el guión analiza el sonido como un todo argumental y lo convierte un personaje dentro de la extraña dinámica de la película.

Pero claro está, el sonido se anhela, se necesita, como si la existencia misma y corporeidad se sostuviera sobre la plenitud consecuente de las escenas más tensas y terroríficas. Pareciera que esa plena expresión humana — los gritos, la desesperación, los terrores y dolores expresados a través de la palabra — se convierten en una posibilidad abierta que se concatena y se entremezcla con el silencio, como dos extremos de la misma idea que chocan entre sí en una batalla al extrarradio. Esa simplicidad de la lucha por la supervivencia, la cordura y la mera existencia frente a un enemigo del que sabemos pocos, convierte a “A Quiet Place” en una mirada renovada sobre cierto tipo de suspenso terrorífico equiparable al “Planeta de los Simios” de Franklin Schaffner (1968) o “El hombre Omega” de Boris Sagal (1971), al que además lleva a otra dimensión. Lo realmente importante dentro del terror del aislamiento, la frustración y el debate sobre el riesgo peligro tiene poca o ninguna relación con el suspense como advertencia (que no existe) sino que se asume como expresión del yo transgredido como elemento de poder puro. Krasinski construye al enemigo desde la percepción del vacío (durante el primer tramo de la película jamás vemos al enemigo al acecho) y ese no existir — también dentro del silencio — lo que predomina y persiste como una evasión de la búsqueda del sentido a lo que ocurre. Un silencio maldito que se extiende en todas direcciones a través de un núcleo argumental impecable.

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