miércoles, 10 de septiembre de 2014

El mapa del caos en un país sin nombre.






Hace unas semanas, Pedro (no es su nombre real) conducía por una avenida transitada de Caracas. En medio del caos del tráfico de la ciudad, maniobró entre dos automóviles que intentaban abrirse paso en el hombrillo y golpeó a uno de ellos, un pequeño Fiat Uno que debido al impacto, derrapó hacia la izquierda y se estrelló contra una de las bardas de seguridad. Aturdido y preocupado, Pedro se apresuró a detener su automóvil unos metros más adelante y corrió hacia donde se encontraba el accidentado. El otro conductor, que a no ser por un pequeño rasguño en la frente, había salido milagrosamente ileso del suceso, se encontraba de pie junto al vehículo, mirándolo preocupado. La mayor parte de la carrocería se encontraba dañada y el cristal del parabrisas, había estallado por completo.

— Esperemos a tránsito — sugirió Pedro, sin saber que otra cosa hacer. El otro conductor, aún confuso y dolorido, aceptó. El tráfico a su alrededor se hizo cada vez más denso y complicado. Varios motorizados se aproximaron a mirar y rodearon los automóviles con gestos amenazantes. Pedro y el conductor accidentado decidieron entonces conducir sus vehículos hasta una calle cercana y aguardar que algún funcionario de seguridad pública llegara al lugar.

Esperaron por casi dos horas. En todas las veces que intentaron comunicarse con algún organismo público — incluido el cercano módulo policial a seis calles de distancia — recibieron respuestas vagas sobre cuando podría acudir un fiscal de tránsito para dirimir el incidente. Cuando Pedro intentó dialogar con la voz en el auricular que le insistía “No tenía idea de cuando pudiera llegar un policía”, le reclamó su irresponsabilidad con respecto a un acontecimiento ciudadano bajo su jurisdicción.

— Lo lamento, ciudadano. Yo no tengo la culpa que usted maneje mal.

Desconcertado, Pedro no supo que responder. Escuchó durante casi medio minuto el silencio al otro lado de la línea, hasta que comprendió que su interlocutor, había colgado. Cuando intentó llamar otra vez, nadie le contestó. De hecho, sólo obtuvo respuesta de una linea ciudadana privada de ayuda al conductor, quien finalmente logró que un funcionario de tránsito terrestre se presentara en el lugar, casi cuatro horas después de haber ocurrido el incidente.

Para entonces, tanto el conductor del automóvil accidentado como Pedro, aceptaron por las buenas las indicaciones del Fiscal de llegar a un “acuerdo rápido”. Nadie discutió el posible hecho de corrupción y de hecho, parecieron asumir como necesario que ocurriera. Pedro me cuenta que se sintió profundamente avergonzado cuando le extendió la licencia al funcionario y también, varios billetes bien doblados debajo. Pero lo hizo, a pesar de la vergüenza, la incomodad y la humillación. El Fiscal de tránsito lo aceptó sin inmutarse y poco después, Pedro conducía hacia su casa, con la sensación extraña y dolorosa de encontrarse atrapado en una red de burocracia y corrupción de la que no podía escapar. Y es que como me explicaría después, mientras esperaba en el calle vacía, rodeado del sonido del tráfico, exhausto, preocupado y enfurecido, tuvo la exacta noción que el clientelismo en Venezuela sobrevive desde la base.

— Es imposible huir de la corrupción en Venezuela — me dice con voz cansada — es imposible no asumir su existencia. La podredumbre viene de la base, lo esencial. Es un terreno movedizo en el que tarde o temprano, caerás.

Un pensamiento inquietante pero muy realista. Durante los últimos doscientos años, Venezuela ha hecho honor a su identidad tropical y caribeña admitiendo la utilización y existencia de la corrupción en todo ámbito posible. Desde la manipulación de los hilos de poder a grandes esferas, el robo y saqueo del erario público, hasta las pequeñisimas situaciones como la que vivió Pedro, la corrupción parece estar en todas partes, atacar y pervertir todos los aspectos de la vida cotidiana. Todas las formas de expresión de poder que Venezuela asume como necesaria. Se diría que la corrupción en el país es histórica, inevitable y originaria.

— En realidad, más que todo, es un rasgo de la personalidad del Venezolano — me dice Antonio Suarez, antropologo dedicado a la investigar sobre los fenómenos sociológicos que padece el país a partir de sus herencia histórica — Venezuela nunca fue concebida como una ciudad, mucho menos un asentamiento urbano. Venezuela nació como una Capitania General, un deposito de armas, explosivos y soldados. Era un territorio de paso, siempre en reconstrucción. Un lugar sin ley, donde se llevaban a cabo negociaciones de beneficio y poco a poco, la noción de la trampa como parte de la visión legal — o mejor dicho, lo que se asumía como legal — tenía un enorme ingrediente de conveniencia. Venezuela era un punto de tránsito entre España y otras ciudades del Continente. Nunca fue construida ni pensada como algo más que un terreno neutro, sin ley, en medio de otros grandes asentamientos del continente.

En una ocasión leí que Venezuela había heredado su carácter festivo y su gentilicio bullicioso de la combinación étnica que la ha hecho célebre. Probablemente también, sus peores defectos. Y es que la Venezuela del siglo XXI, que padece la ideología del odio, que se encuentra sumida bajo los efectos de un Gobierno paternalista y sobre todo, que se mira así mismo como una estructura de poder única, es una deudora de esa visión de la nación como borrosa, a medio construir. Porque Venezuela, el país, es el resultado de una larguísima disputa por el poder que parece extenderse por siglos y que tiene cientos de implicaciones distintas. Desde la percepción del poder como autoritario, hasta esa conclusión del servicio público como jerarquico, Venezuela jamás ha comprendido el liderazgo e incluso, las manifestaciones políticas y sociales, como parte de un lenguaje ciudadano concreto. Para el Venezolano, heredero de una tradición centenaria que celebra la picardia, la trampa y el desvio legal, mira al poder como una figura de autoridad que puede ser burlada y que de hecho, se burla, esencialmente porque carece de cualquier base moral como para contradecir esa visión esencial. La corrupción, por tanto, es otra de las tantas formas de comprender el poder, no como un límite contestario en las atribuciones de un funcionario con la función de servicio público sino como elemento alienante que debe ser constreñido y enfrentado desde la noción de trampa y delito.

Mi amiga Alicia abandonará Venezuela en seis meses. Como tantos otros emigrantes, dedica su tiempo a ordenar todos los requisitos legales que necesita para poder hacerlo. Cuando le pregunto si le ha resultado dificil el peregrinaje legal que presumiblemente ha llegado, sonríe casi con tristeza.

— No he tenido que hacer nada — comenta. La miro sin enteder.
— ¿Como lo evitaste?
— Pagando.

Me lo cuenta con toda naturalidad: no sólo contrato a dos funcionarios públicos que le ayudaron a apostillar por vía expedita todos los documentos que necesitaba, sino que no dudó en usar contactos y sobornos para agilizar procesos que de otra manera le habría semanas llevar a cabo. Me lo explica con esa calma un poco burlona de quien se mira como victima, antes que como parte de un problema general y mucho más grave del que supone. Una idea alarmante, porque supone esa noción del Venezolano que la corrupción es parte de nuestra sistema de vida y más allá, un elemento indispensable en las relaciones de poder que llevamos cabo.

— ¿No decidiste emigrar justamente por ese tipo de cosas en primer lugar? — le digo. Se encoje de hombros.
— Sí, pero aún así, es inevitable que se recurra a la corrupción en este tipo de casos.
— ¿Qué lo hace inevitable?
— Tu lo sabes, el sistema funciona de esta forma: Venezuela se comprende así misma desde sus defectos. La corrupción del país forma parte de nuestra manera de asumir quienes somos o como comprendemos al país real.
— ¿Y colaboras con ella por inevitable?
— La uso por necesaria.

La idea me desconcierta. ¿En entonces la corrupción un matiz de nuestra percepción del país anónimo, del que se construye desde lo doméstico a lo público? ¿La corrupción forma parte del entramado de nuestra identidad cultural? ¿Quienes somos, como parte de esta super estructura fallida que parece sostener a un país que se desmorona a diario? ¿Cual es nuestra responsabilidad al momento de asumir la idea del país que heredamos y con el que finalmente debemos lidiar?

— No tenemos la culpa que el país sea así, nadie la tiene — me dice Jorge. Administrador dedicado a la contaduría, es un experto en las pequeñas trampas engañosas que limpian el rostro de varias empresas de cara a la ley. Lo hace sin arrepentimiento alguno, me explica. Me deja muy claro que sabe que lo que hace es un delito, pero que también que el clima legal y cultural de Venezuela lo propicia.
— Es decir ¿Venezuela hace que sea por completo necesario recurrir a lo ilegal? — le pregunto. Me dedica una mirada dura.
— Venezuela es un país que se construyó sobre lo ilegal — me responde — Somos una sociedad que celebra al “vivo”, al que encuentra la manera “fácil” de hacer las cosas. Al que logra burlarse de lo que se estipula la ley. Es una costumbre que tiene mucho que ver con nuestra idisioncrasia. Incluso nuestra forma de analizar el gentilicio.

Me cuenta que la gran mayoría de los funcionarios de cualquier Ministerio público, no se niegan a una negociación extra legal para agilizar un procedimiento. Lo hacen sin menoscabo del cargo que detentan y con cierta percepción que es parte de lo que asume es natural dentro de la administración pública. Más allá, gran parte de los empleados de diferentes ministerios y oficias gubernamentales, se hacen la vista gorda con evidentes y recurrentes actos de corrupción. Lo hacen con la convicción que el entramaado juridico y legal de Venezuela no solo admite la irregularidad sino que la facilita, la utiliza como medio para obtener ventajas y prebendas de poder. Y las interminables implicaciones parecen crear una amplia sucesión de visiones sobre el poder cada vez más retorcidas, inestables y sobre todo peligrosas. La corrupción como parte de la idea del país e incluso de la identidad de sus ciudadanos.

O al menos eso lo que cree Ana, que utiliza lo que llama “su gestor” de confianza cada vez que necesita obtener o tramitar un documento público. Me dice que nunca hace preguntas — ni necesita hacerlas —, sólo paga lo que sabe facilitará un engorroso proceso que no solo evita llevar a cabo, sino que le parece innecesario. Y es que para Ana, Venezuela cimentó las bases de una cultura que asume la corrupción y la ilegalidad como parte de sus costumbres, como esa noción de identidad inevitable que parece ser parte no sólo de nuestra concepción como cultura, sino como sociedad.

— Por ejemplo: hace un mes necesité renovar la licencia de conducir. No había citas y llamé a mi Gestor. Seis días después, la tenía en la mano — sonríe cuando me lo cuenta — no tuve que esperar, ni tampoco hacer colas. Simplemente pago por un servicio, utilizo los medios a mi alcance.
— Un servicio ilegal — le recuerdo. Ana se encoge de hombros.
— En Venezuela la corrupción es parte del paisaje Urbano. Todos la miran, saben de su existencia y nadie se queja. Te beneficias tu, se beneficia el empleado. Es una larga sucesión de pequeñas incidencias que hacen la corrupción inevitable. Yo no tengo la culpa.

De nuevo la frase. Me irrita escucharla en tantas ocasiones y también, aceptar, casi a la fuerza que la mayoría de los venezolanos lo consideran cierta. Y es que Venezuela se contempla así misma como falible, débil, una combinación de trampa y astucia la mayoría de las veces torpes. Una nación que cimenta su interpretación sobre su identidad y personalidad sobre la trampa, lo que considera evidente, quizás criticable, pero que aún así, analiza como parte de su idea de país. El país de las coyunturas, a medio completar. El país de paso. El país siempre en construcción.

Camino por una de las calles del casco histórico de la ciudad. Un muchacho con camisa azul de secundaria espera para cruzar en medio del tráfico desordenado y ruidoso. La luz del semaforo para peatones se encontra en rojo, pero aún así, se arroja en medio de los automoviles que zigzaguean de un lado a otro, de las motocicletas que atraviesan los escasos espacios abiertos a toda velocidad. Lo hace con una alegría casi infantil, inocente, con los brazos sobre la cabeza, sorteando el peligro con asombrosa habilidad. Luego le veo correr calle arriba, con un aire triunfante. Y comprendo que la noción sobre lo correcto — y lo que no lo es — tiene lineas muy confusas en Venezuela, que la mayoría de las veces se mezclan y casi nunca, para bien.

C’est la vie.

2 comentarios:

Aurelia dijo...

Me han dicho varias veces que la mejor manera de lograr el pago de mis prestaciones es mediante un gestor. Me he negado por principio. Pero los años pasan, el dinero no aparece y las necesidades apremian. Veo compañeras que se jubilaron el mismo año cobrar. Es posible que un día cruce la línea y busque el gestor. Es posible que ganen los que me dice que soy idealista o estúpida. Al fin y al cabo soy solo humana, una humana que parece no compartir los valores de la mayoría, en el país que le tocó nacer.

Ana Brett dijo...

el soborno es nuestro sistema económico, es lo que hace que aumenten los precios, los que tenemos mediana empresas y cumplimos con la ley nos pesa demasiado, pues estar al día es costoso, sin embargo en la medida de lo posible lo hacemos. Pero el sistema tan cerrado y las grandes multas, las leyes que cambian día a día hace que sea muy díficil emprender.

Sin embargo, quien paga maltrata más al país. Es toda una campaña la que hay que hacer, pues ser ciudadano implica cumplir la ley. soy arquitecto y veo cada día el daño que el soborno, la mojada de mano, le hace a nuestra ciudad, pues como cada quien hace lo que le da la gana, la ciudad termina llena de parches. ese termina siendo nuestro lenguaje urbano. La ciudad que nos merecemos por mojar las manos, por flojos, por no hacer las cosas bien.

Por eso digo, es toda una campaña, pues el que paga perjudica al país, nos empobrece pagar, no puedo felicitar a los vivos. Nadie que viva del dinero y del esfuerzo de otro debe ser felicitado.

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