viernes, 21 de octubre de 2016

Proyecto "Un país cada mes" Octubre. Canadá. Margaret Atwood.




En una ocasión, Margaret Atwood confesó que lo cotidiano es su mayor fuente de inspiración, un hecho sorprendente en una época fascinada con lo extravagante y lo exagerado. Pero Atwood — discreta, incansable, prolífica — parece ignorar esa ráfaga de información inmediata disonante. Esa insistencia abrumadora de lo notorio. Sus obras son prodigios de buen gusto, escritas con un pulso narrativo firme pero sobre todo, la mirada puesta en la profundidad de los pequeños detalles. Para la escritora no hay nada sencillo. O mejor dicho, la complejidad de lo simple guarda un tipo de belleza que intenta expresar a través de una perspectiva literaria repleta de silencios y sensibilidad.

Atwood escribe sobre mujeres rotas, heridas, apasionadas y fuertes. También sobre hombres complejos, inusitados y derrotados por el dolor. Una insólita mezcla que en manos de un escritor menos hábil podría convertirse en una contradicción de forma y de fondo, pero que gracias a Atwood alcanza un poder casi lírico. Narra a sus personajes desde una aparente obviedad pero trasciende gracias al buen instinto que le permite crear algo más complejo de lo que puede analizarse a simple vista. De manera que las novelas de Atwood son líneas argumentales que coinciden en esa notoria percepción sobre la fragilidad humana. Con una prosa eficaz y una dureza sutil que por momentos puede resultar escalofriante, Atwood avanza entre paisajes corrientes para alcanzar algo más puro y poderoso que la mera intención de contar una historia. Logra mezclar sus propios sentimientos con personajes nítidos y vívidos que deslumbran al lector por reconocibles y perennes. Un triunfo de la imaginación que Atwood celebra con narraciones cada vez más complejas y entrañables.

Pero además de una narradora extraordinaria, Margaret Atwood es una perenne observadora. Una mente inquieta que escribe quizás en un intento de traducir la insólita vastedad de un mundo de ideas cada vez más complejo. La misma habilidad que le permite resolver con gran eficacia narrativa tramas enrevesadas, le brinda la capacidad de analizar el mundo como una gran hipótesis que debe ser explicada desde cientos de puntos de vista. Por ese motivo quizás, no hay nada que no interese a Atwood. Su extensa obra ensayística demuestra que esa noción particular de la escritora sobre la realidad, está en todos sus puntos de vista. Con una agilidad y agudeza que en ocasiones sorprende — y más de una vez, ha resultado incómoda — Atwood pondera sobre la realidad con la misma sutileza y buen hacer con que atraviesa la ficción. Perfeccionista y rigurosa, para Atwood la literatura es un reflejo inmediato no sólo sobre lo que ocurre sino de las infinitas implicaciones de cada hecho puede tener. Un ciclo de incontables variaciones que Atwood describe con cerebral sencillez y una enorme conciencia del poder de la palabra precisa. Las pequeñas escenas caleidoscópicas de Atwood parecen contener no sólo el mundo sino el Universo en todo su significado.
A la escritora se le ha llamado activista confusa, feminista estereotipada y también, en exceso racional al escribir los pausados y complejos paisajes emocionales de sus novelas. Pero Atwood no se permite la definición sencilla: cada una de sus novelas atraviesa un proceso de metamorfosis interno que recorre todos los registros y se sostiene con mano firme sobre el multiverso de la emoción humana. Lo logra con una agilidad que sorprende, que lleva a todos sus relatos a sorprender y la mayoría de las veces, a desconcertar. Atwood no tiene miramientos en asumir los espacios en blanco de sus historias: los utiliza como piezas modulares que encaja aquí y allá hasta entretejer la tensión que busca desde la primera página. Nada es lo que parece en las extrañas visiones de la escritora sobre el bien y el mal, el dolor y la ira, la soledad y el amor. Y sin duda, ese es su mayor logro.

Con todo, Atwood no se considera a sí misma una intelectual. Sí, por el contrario, una escritora obsesionada por comprender la naturaleza humana. De nuevo la aparente simplicidad de un motivo que resulta mucho más complejo. En cada una de sus novelas, Atwood intenta encontrar ese equilibrio entre la contemplación analítica de la realidad y algo más duro de comprender sobre el espíritu humano. Entre ambas cosas, la autora encuentra una grieta en la cual encajar esa verbalización de lo intangible. Una visión sobre lo abstracto que avanza sobre pequeños hechos encadenados unos con otros para construir lo que somos, la vicisitud de una cultura triste y ambigua que heredamos del cinismo. Un juego de artificio que la escritora utiliza con enorme precisión en la novela “Resurgir”, considerada una de sus mejores obras. En la narración retrospectiva del camino hacia la redención de una mujer divorciada y herida por un pasado tumultuoso, Atwood utiliza la ambigüedad en la descripción de los paisajes interiores de su personaje para reflejar algo más amplio y Universal. No hay nada casual o accidental en los dolores morales e intelectuales de los personajes de Atwood y mucho menos, en los de esta joven mujer que refleja como un espejo pulido los terrores y placeres de la pérdida de la identidad. Hay un retrato del dolor privado, de la angustia asombrada de lo cotidiano que se transforma en una entidad independiente en medio de la historia. Atwood persevera y avanza más allá, convierte a su personaje en un vehículo de frustración y dota al paisaje que le circunda de una personalidad que se opone a su angustia y que a la vez, completa el mapa árido de viejos demonios que atormentan a la mujer. Todo, construído como una progresiva noción sobre los pequeños horrores diarios, los traumas subyacentes del pasado y la incertidumbre hacia el pasado. Como en un juego de luces y sombras, Atwood retrata la desolación pero también la humaniza. La dota de una sencillez anecdótica que la hace conmovedora.

Con la misma habilidad, teje la trama en “El cuento de la criada”, una narración con tintes de contrautopía en la que la autora intenta un manifiesto social y cultural a través de los caminos de la ciencia ficción. Pero no lo hace abiertamente: la obra narra los terrores de un futuro cercano que para cuando la obra fue publicada (1986) se encontraba a escasas décadas de distancia, en un difuso pero cercano 2005. De manera que Atwood declara sus intenciones sobre el motivo y el objetivo de la historia — una temible y descarnada lucha por la supervivencia en medio de la teocracia radical — y deja muy en claro ya desde el principio, que la ficción especulativa es una excusa para analizar los paranoias del mundo Occidental que observa con ojo crítico. Usa la alegoría para reflexionar sobre las derrotas, temores futuros y grietas culturales de lo que se avizora como un futuro anónimo y totalitario. Pero no lo hace desde la grandilocuencia, sino desde las pequeñas rutinas cotidianas de su protagonista, su mirada realista sobre una situación extraordinaria que le afecta de manera tangencial pero que amenaza su propia existencia. Lo hace además con tanta habilidad que logra sostener una tensión implacable mientras cuenta con detalle los entresijos de un sistema monstruoso e inhumano. Atwood crea algo más grande que una mera moraleja moral: cuestiona el mismo hecho ético a través de un dolor sencillo y descarnado.

La habilidad de Atwood como escritora radica justo en esa mirada implacable: subraya esa perspectiva incompleta que se tiene sobre el otro, esa noción a partes que se elabora a través del conocimiento limitado del mundo. Hay una perfecta noción sobre el hecho que cada suceso cotidiano conlleva un significado ideal, una mezcla de mensaje y expresión esencial mucho más profundo y complejo que lo aparente. La búsqueda de una identidad a través de la vuelta de tuerca a las frases hechas, clichés y lugares comunes. La reconstrucción de lo obvio en la búsqueda de una idea mucho más profunda y significativa que analizar.

Atwood confía en sus personajes. Tanto como para crear un mundo realista para su existencia y las eternas existencias de las que recorren en los pequeños ámbitos de palabras que la escritora elabora para ellos. Para Atwood, nada escapa del ojo crítico y omnipresente del autor, nada es más importante que esa persistente mirada sobre lo visible y sobre todo, lo invisible en sus relatos. Elabora una teoría misteriosa sobre los motivos de la existencia, la complejidad inaudita de la mente y el espíritu humana. Pero además de eso, insiste en esa supra conciencia unida al lenguaje, una conciencia arbitraria sobre la identidad y lo Universal que desborda cada uno de sus relatos. Pequeñas piezas que analizan la raíz y la médula de lo que nos hace humanos, lo que nos brinda un rostro reconocible. Quizás lo que nos dota de una vitalidad única bajo ese espejismo de sencillez anónima que atravesamos a diario.

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