viernes, 14 de octubre de 2016

Proyecto "Un país cada mes" Octubre. Canadá. Saul Bellow.




Saul Bellow envejeció con enorme dignidad literaria. Escribió hasta bien entrados los ochenta y lo hizo con el mismo talento infalible que mantuvo intacto hasta el último día de su vida. Unos meses antes de morir en el año 2005, todavía podía sostener largas y complejas entrevistas sobre sus temas preferidos. Hilar con enorme propiedad planteamientos dolorosos sobre la naturaleza humana y sus pequeños traspiés. Y hacerlo además, con una lírica consciencia de su importancia. Bellow sobrevivió a sí mismo, a su leyenda, a los largo años de crítica azarosa y a los dolores invisibles que la literatura deja tras de sí. Quizás, eso sea su mayor legado. Quizás ese sea la trascendencia que buscó con su obra y de una forma u otra, sigue sin alcanzar.

A los ochenta y cinco años, Bellow publicó su última novela “Ravelstein” tan descarada, directa y temeraria como cualquier otra de sus obras. Una novela muy judía — o de eso se le acusó, como si el contexto étnico fuera un defecto — que asombró por demostrar la lucidez del nonagenario escritor. Para muchos, se trató de comprobar hasta que punto la obra de Bellow seguía vigente y además de eso, asumir el hecho que la controversia que podía provocar era tan poderosa como siempre. Después de todo, el escritor creó varios de los antihéroes y villanos culturales más recordados de la literatura de las últimas décadas. Desde Augie March con su extraña moralidad y sus transformaciones sucesivas — como personaje frente al escenario de la Chicago de la Gran Depresión — hasta Moses E. Herzog, fracasado y suicida, que medita sobre el existencialismo mientras coquetea con la muerte. Bellow no tenía remilgos en criticar a la sociedad desde sus costuras con una corrosiva y casi violenta prosa pero además de eso, era un observador inteligente que sabía los límites entre esa durísima réplica a la normalidad y el sufrimiento cultural. Entre ambas cosas, Bellow asume la visión del llamado “Sueño Americano” desde sus dolores y miserias. Un retrato discordante de esa búsqueda ideal que parece culminar en fracaso.

Pero Bellow no se conformó con retratar la norteamérica herida, frustrada y existencialista sino que avanzó hacia algo más complejo. Siempre de la mano de personajes de abrumadora humanidad, tan cerca del desastre que por momentos resultan difíciles de comprender, Bellow se tomó para sí la tarea de reconstruir los tópicos y estereotipos del éxito para elaborar una durísima reflexión sobre el miedo. Excéntricos, desencantados, inteligentes, tan cerca del dolor irreflexivo como del ideal intelectual, los personajes de Bellow forman parte de una insólita galería de pequeñas escenas melancólicas. No hay nada casual ni tampoco complaciente en su amarga noción del mundo. En la tintura gris y plomiza de su paisaje sobre la realidad. Y quizás, ese sea su mayor triunfo.

Bello era un escritor incansable, que vivió a plenitud y que disfrutó de una vida emocional intensa. Nadie podría decir que este hombre vibrante, poderoso y vitalista tenía una mirada tan pesimista sobre el mundo, pero sus novelas eran el reflejo fidedigno de algo más insólito que la simple crítica. Como escritor, Bellow disfrutó de la posibilidad única de asimilar el horror mínimo de una época obsesionada con la soledad y lo expresó en sinceras obras que abarcaron todos sus registros. Una y otra vez, Bellow encontró en esa ambigüedad del bien y el mal, del antihéroe comprensivo y el villano d ocasión un vehículo extraordinario para crear un meditado discurso sobre la desesperanza. Mucho más incisivo que el de Roth (con quien se le suele comparar) y sobre todo, más realista que el de cualquier otro escritor de su generación. Con un pulso preciso para describir la nostalgia y una distancia emocional considerable para no sucumbir a ella, el mundo de Bellow es una mezcla de luces y sombras intelectuales de enorme belleza.

A Bellow se le solía acusar de narcisismo, rasgo que se acentuó a medida que su obra se hizo más conocida y sobre todo, representativa de su época. Aún así, conservó cierta visión sobre sí mismo pragmática. En más de una ocasión, el escritor llegó a decir que sus personajes, tan miserables en ocasiones y tan abyectos en medio de sus dolores tan cotidianos eran fragmentos de su propio trasiego vital, como si sus novelas no sólo reflejaran una convulsa etapa de ruptura — norteamérica en el trajín de abandonar la inocencia para volverse despiadada — sino sus transformaciones más íntimas. Con una percepción muy clara sobre la importancia de su mirada corrosiva pero también de sus dolores existenciales, Bellow supo mantener un precario equilibrio entre la pulsión autorreferencial y algo más complejo. Una especie de relato interminable sobre la vida que se transmuta en padecimiento venial y el vacío existencial que se extiende después.

Como maestro de la Melancolía humorística, Bellow narrar el presente en pequeñas trampas de la memoria, con un tono agridulce que en ocasiones resulta conmovedor y en otras, insoportable. Un combinación que hace de sus libros una contradicción sobre la forma y el fondo — Bellow que escribe sobre lo irrita y lastima a Bellow — y les dota de una insólita profundidad. El autor encontró la manera de comprender su sufrimiento personal como fuente de inspiración o lo que es lo mismo, un contexto inevitable para esa narración continúa que forma parte de su obra. Una sucesión equívocos tan profundos como dolorosos, tan chocantes como realistas.

Cuando en 1976 recibió el premio Nobel, Bellow declaró a quien quisiera escucharle que el premio era su mayor chiste, aunque jamás aclaró en realidad en qué consistía la jugarreta oculta detrás del reconocimiento. Con todo, Bellow no se rindió a la instantánea celebridad y consagración: superó las monstruosas expectativas que el premio trae consigo para continuar escribiendo tal y como lo había hecho hasta entonces. Su comprensión sobre la naturaleza humana se hizo más refinada que nunca. De pronto sus libros no eran sólo prodigios de comicidad y buen hacer sobre lo que la cultura contemporánea puede ser, sino también miradas muy sutiles sobre el sufrimiento oculto bajo la pátina de la cotidianidad. Sus obras se volvieron más sentimentales que nunca, como la exquisita The Actual (1997) y Ravelstein (2000), basada de manera tangencial en la vida de Allan Bloom. “Si el alma es la mente en su estado más puro, mejor, más claro, más atareado y más profundo”, escribió Cynthia Ozick en 1984, a propósito justo de esa poco explorada vertiente de sensibilidad del escritor. Una predicción que pudo ver cumplida décadas más tarde. “Bellow se ha encargado de devolverle el alma a la literatura norteamericana” añadió, como colofón a insistencia del escritor en la búsqueda de un sentido misterioso a la ternura secreta en las postrimerías de su obra.

Casi nonagenario, sin proyectos de nuevos libros, viajes o algún aliciente para crear algo nuevo de sí mismo — soy mi mejor personaje, llegaría a decir entre risas, para dejar constancia del intrínseco vínculo entre su obra y su experiencia — Bellow disfrutó de una serenidad que no disfrutó durante buena parte de su vida. De lector devoto en la Chicago de la Gran Depresión hasta trabajador esforzado en medio de la miseria, Bellow recorrió su vida con la misma apasionada energía que con que narrará historias más tarde. Una mezcla de entusiasmo y penuria que brindaría una identidad única e inolvidable a sus paisajes literarios. Un mapa espiritual que Bellow llenó de indicaciones y recordatorios, de recorridos asombrosos y pequeños dolores silenciosos que se abrieron en en todas direcciones para crear algo más profundo que una mera obra literaria. Porque Bellow escribió, pero también vivió a plenitud cada palabra en sus novelas, cuentos y ensayos. Recorrió el mundo pero también su mente y en medio de las fronteras invisibles del desasosiego y la impaciencia. Supo crear un lenguaje poderoso para contar las derrotas, para enaltecer la tristeza sutil y sobre todo, para vanagloriarse de los triunfos aparentes de una cultura obsesionada con el éxito superficial.

Pero sobre todo, escribió por placer. Una compulsión casi obsesiva que le sostuvo durante buena parte de su vida adulta. “Es el oficio el que mantiene cuerdo, bendito sea”, escribió a un amigo en 1969, en medio de alguna de sus usuales tormentas personales. “La única curación segura es escribir un libro”, le aseguró a otro 1960. En 2004, después de docenas libros e incontables peleas con la realidad, quizás descubrió que escribir no sólo le salvó la vida, le brindó en el mundo sino que también, definió su propia esperanza. Un legado mucho más poderoso del que jamás pensó lograr.

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