lunes, 10 de octubre de 2016

La fotografía como una visión del Yo creador: Los rostros desconocidos en la búsqueda de identidad artística.




Cindy Sherman es un personaje dentro de sus fotografías. O al menos, eso asegura en cada oportunidad que puede. Para la fotógrafa de New Jersey, la fotografía es algo más que un medio expresivo: es una construcción elaborada de símbolos de cuales se apropia para crear un paisaje irreconocible sobre el lienzo de su cuerpo. De manera que Cindy desaparece, se diluye, se oculta quizás bajo el personaje que cobra vida a través de la imagen. Una combinación de crítica social, de análisis de la realidad pero sobre todo, de esa aspiración de Sherman de elaborar un discurso visual basado en sus sucesivas transformaciones. En el trabajo de Cindy Sherman no hay sencillo, tampoco fácil de digerir. Es una interpretación del dolor social y cultural plasmado sobre el propio rostro, creado a la medida de las pulsiones personales y abstractas de su autora. Pero más que eso, es una búsqueda consciente de significado. Una mirada apasionada sobre la capacidad de la fotografía para transmutar la identidad en algo poderoso, inexplicable y duro de analizar a simple vista.


Tal vez por ese motivo, su exposición más reciente lleva el título de una de las películas más dramáticas del director Douglas Sirk: “Imitación a la vida” es una reflexión absurda sobre la vida y la muerte, la identidad y la individualidad, todo unido bajo la pátina retorcida de una comprensión alegórica sobre lo que norteamérica puede ser. Sherman, que siempre ha utilizado su trabajo para bordar el trasfondo social y político de la cultura en la que nació, parece muy consciente de la analogía entre título y las obras que muestran su dilatada trayectoria. Después de todo, la muestra recorre a través de 120 fotografías su obra, obsesiones y pasiones. La fotógrafa no es una artista que se prodigue con facilidad y resulta complicado adivinar sus razones y motivaciones. Oculta detrás de la fachada de la autorrepresentación — con la que juega y elabora un discurso tan complejo que en ocasiones resulta desconcertante — la Sherman real se mantiene a una cuidadosa distancia de cualquier explicación obvia sobre sus motivaciones. Camaleónica y adusta, Sherman recorre nuestra época, sus temores, dolores y esperanzas a través de identidades enmascaradas, juegos de espejos y fragmentos de personalidades superpuestas, que crean un diorama difícil de escudriñar. Como una imitación a la vida o mejor dicho, una realidad aumentada donde lo que somos y seremos se reconstruye como una metáfora dual.


Más de un crítico ha calificado el trabajo de Sherman como una ansiosa revisión sobre la confusión, el miedo reprimido y el dolor existencialista bajo la máscara de la comedia social. Pero Sherman, que parece ajena a cualquier intento de desmenuzar su cuidadosa estructura de diálogo interno, jamás se ha tomado la molestia de responder preguntas precisas sobre lo que desea mostrar — y lo que muestra — a través de sus fotografías. Su insólito mapa de mujeres y hombres solitarios, destrozados por la evidencia cultural, reconvertidos en piezas de un mecanismo agresivo, crean una expresión sobre la individualidad que choca de manera frontal con nuestra percepción de la masa. ¿Qué piensa Sherman sobre las mujeres que parodia? ¿Se trata de un juego tramposo donde su identidad es un lienzo en blanco para analizar el dolor privado? ¿O algo más enrevesado relacionado con la angustia social sobre una sociedad que presiona hacia la homogeneización?


Resulta difícil definir incluso lo más básico en el trabajo de Sherman: ¿A quién dirige su discurso duro y analítico? ¿Hacia donde dirige la crítica que en apariencia sostiene su lenguaje visual? ¿Hacia la sociedad que usa como telón de fondo? ¿La identidad personal que ofrece contexto? ¿Qué hace que el trabajo de Sherman sea una combinación improbable de arte, cinematografía y fotografía? ¿Intenta crear un discurso que supere el mero instrumento de expresión y difusión para mostrar algo más profundo? ¿Es su obsesión por la autorrepresentación una manera de demostrar la psiquis abstracta y fragmentada de nuestra época?
La muestra “imitación a la vida” se exhibe en el museo The Broad, en los Ángeles, capital mundial del entretenimiento. No se trata de una decisión casual: Sherman admitió en el pasado y lo hace en la actualidad, que sus referentes son por completo cinematográficos, una mirada a ese discurso barato y en ocasiones vulgar que llena la pantalla chica norteamericana. “Crecí viendo la televisión (Dimensión desconocida y Alfred Hitchcock presenta se encontraban entre sus series favoritas). Creo que me han influenciado más las películas que el arte” admite la fotógrafa con una rara sinceridad, en la entrevista que le hace la directora Sofia Coppola y que se muestra durante la exposición en un loop infinito. Desconcierta las docenas de capas de significado que puede suponer el hecho que Sherman decida presentar una de sus mayores retrospectivas no sólo en una ciudad que representa la frivolidad del espectáculo, sino además rodeada de todo tipo de representaciones sobre lo superficial, lo confuso y lo banal de nuestra época. ¿Se trata de un señalamiento directo a nuestra sociedad ególatra e infantil? ¿O una opinión concreta sobre la forma como Cindy Sherman — la artista, la fotógrafa — percibe al mundo? Quizás, la respuesta se trate de un punto intermedio entre ambas cosas.


Lo cierto es que Sherman lleva casi cuarenta años debatiendo en voz alta sobre la identidad y la representación. Y lo ha hecho, con maniobras de enorme valor artístico que han convertido su obra en un referente inmediato en cuanto al uso del cuerpo como recurso expresivo se refiere. Sus tipologías — su rostro desapareciendo y apareciendo en numerosas representaciones sobre la actualidad, la historia reciente, pequeñas escenas históricas — son de hecho, una imitación a la vida. Tan vívida y realista en su necesidad de construir una versión de la realidad, que en ocasiones resultan inquietantes. Todo el trabajo de Sherman está dirigido hacia una evidente intención de hacer saltar por los aires los límites de la individualidad. Es a la vez, una artista en busca de responder sus cuestionamientos pero también, un artífice de un lenguaje visual que busca reflejar todo tipo de ideas sociales. Con sus máscaras, pelucas, escenas de enorme detalle, el rostro convertido en una pieza accesoria de una propuesta compleja, Sherman intenta dirigir la mirada hacia lo que tememos y nos obsesiona. Sus personajes — caricaturas casi obscenas de lo real y lo pragmático — sorprenden por su densidad. Amas de casa en batas estampadas al pie de cocinas suburbanas que miran con desparpajo y timidez a la cámara. Mujeres con la piel requemada por el sol y el rostro deformado por cirugías plásticas, que intentan sonreír desde escenas de cartón piedra de colores irritantes. Una mujer con el rostro desfigurado, llevando traje taller y peluca amarilla, apretando los puños en lo que parece un paroxismo de ira. Un hombre retorcido, con las manos extendidas hacia el espectador, la lengua lasciva mostrándose en la boca entreabierta. Todas las veces Cindy Sherman. Todas las veces el mismo mensaje perturbador.

Cindy Sherman quiso ser pintora, pero finalmente encontró en la cámara el mejor medio para distorsionar lo que le rodeaba hasta crear un universo alterno poblado de sus horrores y pequeños monstruos invisibles. En una época donde la fotografía era un vehículo de realidad en estado puro — el documento por el documento en mitad del dolor aciago de guerras y una sociedad cambiante — Sherman utilizó la imagen para mostrar lo que escondía su imaginación y su mente con tan buen tino que marcó época y estilo. “La fotografía puede hacer que la gente crea cualquier cosa”, confesaba Sherman en el documental de 1994 “Nobody is here but me”, en la que por primera vez, analiza su trabajo desde cierta distancia intelectual. Para Sherman, que por entonces ya disfrutaba de un considerable reconocimiento público y artístico, describió la fotografía como “Un medio eléctrico para crear una nueva forma de vida”. De manera que sus mujeres autorepresentadas no eran mujeres en realidad, sino contradicciones al estereotipo. Tópicos rotos y vueltos a reconstruir, para hablar sobre historias imaginarias, sobre el pasado y el futuro de lo que pudo ocurrir antes que la imagen las captara, de como la fotografía capta lo inexistente para crear un poderoso discurso. Por eso, las obras de Sherman jamás tienen título — la artista evita dárselos — para brindar al espectador la total libertad de asumir la historia que contienen, llegar a conclusiones libres sobre su origen y significado.


En el documental — que recoge la influencia de la fotógrafa en varias generaciones de artistas — la actriz Jamie Lee Curtis habla sobre el impacto que tuvo sobre su visión y análisis sobre la identidad femenina la serie “Untitled Film Stills” que no sólo le brindó reconocimiento mundial a Sherman sino que además, la puso en el ojo del Huracán de toda corriente artística basada en la exploración de la identidad como punto esencial de su discurso. Lee Curtis, que se confiesa no sólo admiradora de la obra de Sherman sino una “obsesiva observadora de su mundo”, comenta el poder de seducción que sus fotografías ejercieron sobre su imaginación “Conseguía crear toda una película en un solo instante. Una película que nunca veríamos, pero de la que conocíamos a la protagonista, y sabíamos que le había pasado en ese momento. Y de la que teníamos muy pocas dudas sobre lo que habíamos visto. Nos explicaba en un instante, lo mismo que la gente de Hollywood hacía en dos horas y por lo que cobraban millones de dólares”. Para la actriz, la capacidad de Sherman para contar historias — y más allá de eso, para analizarse y analizar la cultura a través de ellas — es de capital importancia para asumir las implicaciones de su obra.

Sherman dijo una vez que siempre (se) fotografía estando a solas. O lo intenta, en todas las ocasiones posibles. Rodeada de pelucas, prótesis, maquillaje, ropa de todos los estilos y momentos históricos, imita la vida de una manera tan vívida que su expresión resulta indivisible de la realidad. El artificio de la autorepresentación alcanza entonces su mayor poder para seducir la imaginación. Una y otra vez la artista deja de existir en favor de sus personajes, se hunde en la necesidad de dar vida a través de la imagen, de fundir y reconstruir los elementos de su personalidad en ideas mucho más profundas de la que se puede suponer en una primera mirada. Y es entonces cuando el espectador se cuestiona no la veracidad de lo que mira — el engaño maravillado y denso — sino de la mujer que se esconde detrás de los cientos de rostros. ¿Donde está Cindy Sherman? ¿está detrás la máscara? ¿Frente al ojo de la cámara? ¿O en las interpretaciones del espectador? ¿En la mirada insistente que desmenuza su personalidad hasta hacerla irreconocible? ¿Puede comprenderse a sí misma a través del acto íntimo de la fotografía? ¿O se libera Sherman de toda atadura emocional con respecto a su trabajo al fotografiarse? El trabajo de Sherman recuerda el hecho que la identidad moderna es una serie de fragmentos mal encajados de cientos de ideas que no encajan en realidad en ninguna parte. Y quizás, ese es su mayor mérito.

“Cuando era niña me encantaba disfrazarme y maquillarme”, cuenta la artista en el documental que se repite hasta el cansancio en la sala donde se exhiben sus obras. “Tendía a lo grotesco. No pretendía ser la bailarina, ni la novia o cualquiera de esas cosas que gustan a las niñas. Me convertía en la bruja fea o en una viejecita. Aparte de que siempre me han encantado las películas de terror. Comencé a pensar que había nuevos ricos que siempre querían tener encima del sofá aquello que estuviese de moda en ese momento. Quería hacer algo para desafiarlos”. Toda una declaración de principios que analiza no sólo lo que Sherman fotografía sino esa obsesión que la lleva a intentar trasponer las dimensiones de la imagen como documento inmediato. A Sherman no le interesa la consecuencia o la visión de lo que fotografía como forma de expresión formal, sino que está en la búsqueda de transmitir obsesiones personales que de un modo u otro se empalman con la visión periférica que lo visual ofrece sobre el mundo y sus imperfecciones. Sherman busca — y en ocasiones, lo encuentra más de una vez en la misma imagen — las grietas en esa concepción del mundo sobre el concepto de la normalidad, en esa venial complacencia del nombre del otro, de la visión del otro. Del no existir a menos que sea dentro de lo que se crea como expresión personal.

Sherman se ha esforzado por tocar todos los temas, pero para la artista, la obsesión primordial parece estar relacionada con la muerte y el humor. La decadencia física, la fugacidad de la belleza y la juventud, lo grotesco de las transformaciones estéticas de una época obsesionada con la autoimagen, se suceden como sujetos de investigación en la obra de la fotógrafa. Y siempre lo hace desde un cierto distanciamiento humorístico. Como si reír — o hacer reír — fuera su manera de elaborar una mirada sobre la fragilidad vulgar de lo cotidiano.

A Cindy Sherman se le califica como la artista norteamericana más importantes de las últimas década, esencial para comprender el postmodernismo y sobre todo, la capacidad dual de la fotografía para exponer crítica y sobre todo, interpretaciones sobre lo obvio a través de la imagen. No obstante, Sherman jamás comenta sobre el sentido último de su fotografía, sus objetivos o alcances. Y no lo hace, justamente, porque hay una reflexión amplia sobre lo que su trabajo puede ser que excede cualquiera de sus explicaciones. Así que Sherman calla, mientras el ojo del espectador fomenta y elabora teorías cada vez más extrañas sobre lo que la artista desea expresar con su trabajo. La forma en que se mira así misma. Todo un fenómeno de elaboración de conceptos que desborda a la artista en una asombroso juego de espejos que incluso para ella misma, resulta en ocasiones inexplicable.

Tal vez sea ese silencio — esa renuncia a explicarse — lo que hace de la obra de Sherman tan sorprendente en nuestra época ególatra. O quizás se trate de algo más cercano a esa capacidad suya para expresar lo cliché sin expresar un juicio específico. Entre ambas cosas, el rostro misterioso de Sherman — el que no se ve y que esconde con habilidad entre cientos de disfraces — sigue siendo la mayor incógnita a comprender.

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