sábado, 22 de octubre de 2016

Cuentos secretos en reinos misteriosos y otras historias de brujería.





Cuando era un niña pequeña, me atemorizaba un poco el mar. Recuerdo encontrarme de pie, a la orilla de la playa cercana a la casa familiar de Higuerote y mirar con reverencia el horizonte cristalino y azul, titilando bajo los últimos rayos del sol. Que inmenso me parecía, interminable. El sonido de las olas reverberaba como un suspiro interminable y me hacia pensar en un animal portentoso, escondido al borde mismo de la arena. Sobresaltada, retrocedía cuando el agua me lamía los tobillos y me escondía detrás de mi abuela.

- Pero ¿Por qué le temes? - solía preguntar, sonriendo. Yo nunca sabía que responder. Asombrada, miraba el mar interminable y no sabía como explicarle, esa sensación de ser muy pequeña, casi frágil, en comparación. De sentir que el sonido ronco y elemental, como salido de la arena viva y caliente, parecía envolverme, tragarme. Era una sensación desconcertante que me sobresaltaba y me llevaba al borde de las lágrimas.

Pero no por eso, el mar dejaba de provocarme una curiosidad inmensa. Quizás se debía al miedo, no podría decirlo en realidad. Me asomaba por la ventana de la casa para contemplar la noche que se reflejaba sobre el agua inquieta y pensaba no en mi temor, sino en ese misterio que yacía en la oscuridad. Entre el cielo negro cuajado de estrellas y su reflejo infinito. Y es que a pesar de su belleza, había algo extraño y amenazante, o a mi me lo parecía. Mi prima M., se echó a reír cuando se lo comenté.

- En el mar no hay nada - dijo arrojando  piedritas a las olas tranquilas. Nos encontrábamos en el viejo malecón que se abría directo hacia el mar, como una puerta abierta a sus belleza inquietante - es agua nada más. ¿No lo ves?

No lo veía así, por supuesto. Cuando me despertaba por la noche, ya insomne a pesar de mis intranquilos siete años, miraba por la ventana de la vieja casa de la playa, pensando en esa misteriosa resonancia del mar. Esa capacidad suya para evocar lo misterioso, lo primitivo. Claro está, no lo pensaba en esos términos tan complejos: para mi solo se trataba de no comprender algo esencial, de sentirme desbordada de maravilla. Me preguntaba como lo habrían mirado los antiguos navegantes, aferrados sus velas, sorteando las olas fabulosas. Imaginaba a los heroes de los libros que había leído, gritando ante la fuerza de las olas, intentando no caer por la borda de sus embarcaciones, gritando de...

- ¿Aglaia?

La voz de mi abuela me sobresaltó. Me encontraba mirando el mar de nuevo - a una considerable distancia, claro está - envuelta en las fantasias de niña, pero sin que mis imágenes mentales me protegieran del sobresalto, esa mezcla de inquietud y asombro que el mar me provocaba. La miré avergonzada, sintiendome un poco tonta y queriendo remediarlo. Pero el sonido de las olas azules, chocando contra las piedras me atemorizaba, parecía llenar el mundo.

- Solo miraba...- comencé. Y me callé. Mi abuela me tomó de la mano, haciendome un guiño malicioso.
- ¿Me quieres acompañar a mi lugar favorito?
- Claro - y de inmediato, la curiosidad sustituyó al miedo. Caminamos tomadas de la mano por el caminillo de piedras blancas que rodeaba la casa y se alejaba de la orilla, hacia la montaña más allá. El olor salvaje de los árboles de caucho que se alzaban enormes junto al muro de la casa nos rodeó y se confundió con el profundo del mar. Era una combinación asombrosa esa, un olor jugoso y tan denso que tuve la sensación podía paladearse, como un fruto especialmente jugoso.

Caminamos en silencio, con el sol del mediodía cayéndonos a plomo radiante sobre los hombros. Nunca nos habíamos alejado tanto de casa: nos encontrábamos en ese lugar precioso donde la selva tupida que rodeaba la casa y la playa parecía hacerse intrincada y extrañamente silenciosa. Más allá, se elevaba la montaña verde esmeralda y el cielo azul, tan brillante que dolía. Un paisaje de sueños.

Finalmente y cuando comenzaba a impacientarme, mi abuela tomó un pequeño desvío del camino principal y llegamos a un claro inesperado, como un suspiro en mitad de aquel vergel. Me quedé de pie, un poco asombrada de encontrarme ese diminuto valle allí, que nacía espontáneo, en mitad de los árboles. Más allá, el mar era un borrón radiante, cerca y lejano a la vez.

- ¿Y esto? - pregunté, caminado con los pies descalzos sobre la hierba jugosa. Mi abuela se río y se sentó en medio del claro, mirando al mar.

- Es mi lugar favorito, ya te lo dije - explicó - ven aquí.

Después sabría que había descubierto aquel lugar más o menos a mi edad y lo había consagrado para llevar a cabo sus rituales privados, que ella misma se ocupaba de cuidarlo cuando visitamos la vieja casa y jamás había llevado a nadie a él...además de mi. Pero en ese momento, solo pensé en que era un lugar extraordinario, como suspendido en el tiempo, en mitad de ninguna parte, flotando entre dos azules: el del cielo y el del mar.

- ¿Y por qué lo es? - le pregunté de nuevo. Ya lo he dicho, era una niña muy preguntona. Pero eso no parecía molestar a mi abuela, que reía en voz baja ante mis insistencia. Me pasó un brazo por los hombros.

- Porque no se encuentra en ninguna parte. No es montaña ni es mar, no es cielo ni arena. Es mi lugar - dijo - si te sientas aquí, puedes contemplar el cielo horas y escuchar el mar al mismo tiempo, oliendo la brisa de la montaña, perfumada a caracolas de leña quemada. Puedes imaginar que flotas, en medio de la luz del mediodía y eres un poco agua, un poco viento, un poco fuego. Aquí en mitad de la Tierra.

Años más tarde, sabría que esas palabras suyas, formaban parte de un viejo ritual de bendición. Que ella solía realizarlo en momentos en que se sentía muy feliz o muy triste. Y que ese viejo valle, tan extraordinario en su humilde belleza, era parte de esa visión suya que la magia brota y nace de la tierra.

Pero en ese momento perfecto, yo no necesitaba saber nada de eso. Mire el mar, a esa prudencial distancia que lo hacia bello en lugar de temible y me sentí extrañamente atraída por él. Como nunca, o quizás por primera vez. Cuando mi abuela levantó el brazo señalando un punto en el horizonte, miré con los ojos muy abiertos.

- Cuando hay luna llena, el mar la recibe con destellos de luz - me contó - flota, sobre la linea del mar, como una delícadísima joya y me recuerda las historias que solían contarse sobre el mar que canta para las brujas. ¿La conoces?

- ¡No! - me apresuré a responder - ¿Me la cuentas?

- Hace mucho tiempo se decía que las brujas cantaban al mar para despertar a los Dioses que dormían en las olas - me explicó - todas, a la orilla misma de la arena blanca, levantando las manos para hacerse escuchar. Y el mar siempre responde, con una sonrisa, con olas tan enormes y llenas de espumas que es como su sonrisa. Se enreda en la oscuridad y en la luz. Y las Brujas danzan, con el cuerpo moviendose a esa divina música, escuchando las historias que el oceano quiere contarles. De un lado a otro, mientras La Luna cuelga sobre el cielo, mientras el tiempo parece detenerse y el mundo es solo mar y cielo, ese canto y la bruja que la escucha.

Imaginé la escena, maravillada. Las damas vestidas de blanco, moviendo los brazos a la orilla del mar. Y más allá, el brillo de la Luna Llena, abriéndose paso en la oscuridad.  Con olor a los árboles de Caucho de la montaña,  elevándose después a la cúspide más alta para mirar el valle en flor, este páramo diminuto donde mi abuela y yo conversábamos tranquilamente de esas cosas, bajo un sol oloroso a tierra y a cosas buenas que quemaba la piel y te recordaba con su pellizco, su belleza.

Y miré el mar en silencio, ya no con la sensación de temor que siempre me angustiaba sino con verdadero asombro. Lejano, exquisito, un gran espejo relampagueante donde se reflejaba el mundo entero. Y pensé en cuantas veces sonreímos para mirarnos en ese silencio profundo, en las risas de mis primas al bañarse en él, en la tranquilidad de las tardes púrpuras a la orilla. Un paisaje de sueños sin recordar, fragmentos de tiempo a medio escribir.

Unos días después, mi prima M. me miro boquiabierta mientras chapoteaba en la orilla del mar riendo a carcajadas. Se acercó a mi, mirándome con ojos redondos de sorpresa.

- ¿Ya no le tienes miedo? - preguntó.
- No. Ahora canta para mí - respondí.

Y el mar sonrío, en mi imaginación, acariciándome con dedos invisibles, en medio de ese radiante sol de lo que recordamos a medias y deseamos volver a vivir.

***

Han transcurrido tantos ya que la recuerdo la escena en medio de  fragmentos de imágenes. Las palabras convertidas en sueños que reinvento con las mías. Pero el mar sigue siendo el mismo, me acompaña a todas partes, se mueve silencioso y aromático en mi imaginación. Quizás por ese motivo, siempre regreso aquí, a esta orilla silenciosa, con las manos abiertas. La sensación que el mundo acaba y termina en la línea de la playa que se extiende en todas direcciones a partir de este alivio silencioso que me prodiga. Un páramo radiante sin nombre ni confín que se extiende hacia el infinito. Y lo miro, sonriente, en esta noche de Luna y estrellas silenciosas, imaginando un tiempo donde misterio contaba historia y las brujas estábamos allí para escucharlas. Quizás aún lo hace, pienso, con el agua rozándome los tobillos y el sonido del viento envolviendome, en una sonrisa y en un fragmento de sueño.

C'est la vie.

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