viernes, 7 de octubre de 2016

Proyecto "Un país cada mes" Octubre. Canadá. Yann Martel.





Yann Martel es un autor discreto. O así se le suele definir. Tal vez se deba a que su éxito se debe a una única novela — y la película homónima — o al hecho que Martel en realidad, no se siente cómodo con celebraciones ni tampoco reconocimientos. De manera que avanza, silencioso y metódico, como parte del fenómeno de un libro que se resiste a desaparecer por completo de las listas de favoritos en su natal Canadá. El escritor, fiel a su espíritu meticuloso, suele decir de sí mismo que “prefiere el silencio al melodrama”, una puntualización que podría definir mejor que cualquier otra frase su modesta obra literaria.
Aún así, Yann Martel es famoso. Lo es por su corta pero sustanciosa obra, por su éxito resonante con la obra “La vida de Pi” y también por su especulación sobre lo divino. Quizás, eso sea uno de los elementos que hacen de la obra del escritor inolvidable y motivo de discusiones, a pesar de su insistencia que se trata sólo de “buenas historias contadas con pulcritud”. Martel sin embargo, toma el riesgo de analizar un tema de controvertido con una sencillez y sinceridad que sorprende: la fe, esa visión tan ambigua y en ocasiones incomprensibles sobre lo divino. Lo hace además con una refinada percepción sobre su peso y sustancia. No hay nada sencillo en la mirada de Martel sobre la curiosidad sobre lo desconocido, aunque lo parezca. Y ese quizás, es el más inteligente juego de espejos que el escritor crea en su obra.

Claro está, tener una buena historia es la génesis — y quizás la mitad del trabajo — de construir una gran novela. Y Martel lo sabe. Luego de un comienzo decepcionante (su primer libro “Seven Stories” se vendió poco y fue criticado con dureza en su país) decidió recorrer el mundo en busca de algo que contar a la altura de sus expectativas. Y la encontró, luego de un viaje a la India y asumir que lo que deseaba contar (o imaginaba podía contar) tenía mucho que ver con el cuestionamiento espiritual y también, con esa necesidad perentoria de encontrar respuestas a sus dolores personales. En un café de Pondicherry, al sur de Madrás, tropezó no sólo con una anécdota que sostuvo toda su visión sobre la fe y la maravilla por el mundo de lo desconocido, sino que además, pareció ser una puerta abierta para construir algo más profundo. Un anciano le contó que un náufrago había sobrevivido más de siete meses en compañía de un tigre de Bengala. Martel cuenta que de pronto, todo desapareció a su alrededor, mientras imaginaba la barcaza a la deriva, el hombre aterrorizado y el tigre que rugía en mitad de un mar violento. La detalló de tantas maneras y la recreó con tanta vitalidad que supo que era la historia que esperaba por él en el futuro. La novela que necesitaba escribir y que podría resumir no sólo su mirada hacia lo desconocido — una de sus obsesiones — sino también, hacia el poder de crear una nueva idea sobre la fe.

Martel regresó a Canadá obsesionado con la historia. Por meses investigó hasta que por inverosímil que parezca encontró al náufrago, que resultó también vivía en el país. Casado y padre de dos, se sorprendió que Martel conociera los detalles de una anécdota de juventud que nadie le creía demasiado. Contó su historia — ese viaje iniciático involuntario mar adentro — y de pronto, Martel encontró algo más que una historia sugerente. Encontró una respuesta a una vieja pregunta que le había obsesionado durante toda su vida ¿En que creemos? ¿Que nos hace mirar hacia el infinito, el desorden existencial y reconocer la huella de lo que llamamos divino?

Martel asume el reto con cierto desorden. Tanto así, que para el lector veterano la novela puede resultar irritante, tediosa o directamente desechable. Martel cuenta la peripecia asombrosa — nunca aclara si imaginaria o real — con fallos de ritmo y estructura. Además, la novela parece tener pequeñas blanduras que atacan su coherencia y que por momentos, hacen confusa la lectura. Pero aún así, Martel se esmera en mostrar la maravilla e inocencia de su protagonista — quizás reflejos de la suya — con una enorme gracia, desparpajo e ingenio. A medida que la narración avanza, descubrimos quizás al escritor que soportó el desaire de sus primeras novelas con buen ánimo y encontró algo digno de interés para continuar en el mundo de las palabras. Esa nostalgia de la belleza, la profundidad triste y brillante de un mundo dibujado con una milagrosa buena intención.

Martel escribe como un niño y no lo disimula. El estilo del escritor parece la suma de sus defectos y virtudes, como si de una narración oral se tratase. hay problemas de composición, una visión arbitraria de elipsis temporales, incluso innecesarias ruptura de discurso. Pero aún así, su estilo funciona. Avanza con sencillez entre preguntas existenciales de enorme profundidad y logra triunfar entre las trampas del sermón y el juicio moral. De la misma manera que lo hizo en su novela“Self” (libro que precedió a “la historia de Pi” y que también tuvo muy poco éxito) Martel elabora un lienzo sensible sobre la existencia y lo hace consciente de sus pequeñas desigualdades de forma y de fondo.

El mayor triunfo del escritor parece ser ese: plantearse preguntas y cuestionamientos de considerable profundidad emocional gracias a los defectos de su discurso. Persevera, avanza y expone una fecunda imaginación para poblar las creencias religiosas — o la ausencia de ellas — de personajes radiantes que consuelan pequeños sinsabores analizados de forma apresurada pero aún así, efectiva. Yann Martel se disfraza de copista, de narrador vagabundo, de juglar. Y se preocupa más por la historia y su capacidad para contarse, que por su pulcritud formal. Una noción que le brindó una enorme belleza emotiva a su más reciente novela “la altas montañas de Portugal”, un discreto homenaje a la libertad personal.

En la obra de Martel, “La Vida de Pi” resume todas sus buenas intenciones al contar los Universos que imagina. Con su voz cautivadora y poco convincente — por momentos hay una mirada confusa sobre las pequeñas vicisitudes que atraviesa su protagonista — el escritor intenta expresar esa fragilidad remota, de a piezas que crea toda historia que flota entre lo real y lo imaginario. Lo logra apenas, con dificultad, pero también con una enorme sinceridad que se agradece.

Tal vez por ese motivo, no haya una manera sencilla de describir la obra de un escritor que asume su capacidad para contar como un accidente eventual. La narración pende sobre un delicado equilibrio entre espiritualidad, filosofía, inocencia infantil y un gran viaje introspectivo que sorprende por su profundidad. La historia, bordeaba esa línea invisible entre la fantasía más pura hasta la dureza de comprender el alma humana como parte de una forma de pensamiento. La fantasía es la excusa para rozar esa sensibilidad del hombre que deambula hacia la esencia misma de su pensamiento, de su manera de ver el mundo. La religión, el pensamiento existencialista, el poder creativo de la mente humana, se entrelaza en una idea que intenta abarcar la raíz misma del pensamiento religioso. ¿Quienes somos? ¿Que es el mundo? ¿Como nos relacionamos con él? Una mirada sencilla pero aguda sobre la naturaleza del mundo interior del hombre y su entorno.

Y en tanto la novela avanza, mitad absurda, mitad hermosa, siempre evocadora, lo surreal parece tomar el lugar de la realidad. El mundo alrededor deja de existir para convertirse en algo más: un alegato a las ideas, al pensamiento, al instinto de bondad y espiritualidad que el libro sugiere es inherente a la mente humana. Resulta curioso que la relación entre Pi y el tigre Richard Parker marca uno de los pilares principales de la historia y se repite constantemente a lo largo del libro, del mismo modo que la religión marca de manera clara el ritmo del mismo: la relación de Pi con el Islam, el Cristianismo y el Hinduismo. No obstante, el libro jamás rebasa la línea de la experimentación y la reflexión para tocar el sermón moral. Sin duda un gran acierto de su autor, conseguir, a pulso y con un evidente esfuerzo poético, trasladar la fe — como idea y concepto — y la espiritualidad más arraigada a un terreno curiosamente anónimo y atemporal.

Con toda seguridad, Martel seguirá llamándose un hombre discreto, escritor de pequeñas historias que de otra forma, podrían pasar desapercibidas. Un copista que se dedica a recorrer el mundo mirando hacia el infinito como una forma de creación. Tal vez esa su mayor fortaleza: la franqueza absoluta de confiar en la ingenuidad como una forma de expresión.

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