miércoles, 10 de febrero de 2016

Entre la incertidumbre y lo divino: ¿Quién cree en Dios en esta época y por qué lo hacemos?






Soy una persona que sin duda podría calificarse así misma como “buena”. Al menos, bajo la interpretación tradicional: Soy una ciudadana atenta a las leyes, buena hija y pariente, intento ser amable con vecinos y desconocidos, procuro cada vez que puedo ayudar al prójimo. No lo hago por ninguna razón en específica: supongo no tengo motivos para mostrarme agresiva o mucho menos violenta, irritante, directamente desagradable. O quizás se trate sólo que en esencia, soy una hija de mi tiempo a pesar de lo mucho que me molesta el pensamiento: una idealista sin remedio, con cierto pesimismo a cuestas pero convencida de las bondades de la nostalgia.

Cualquiera sea el caso, la cosa es que soy “buena personal”. Con todas las letras. De esas buenazas que dicen siempre “por favor y gracias”, que se preocupa por causas benéficas, que siempre se cuestiona a conciencia. Aún así, mi amiga P., convencida cristiana cree que iré al “Infierno”, lo que sea que eso pueda significar.

— ¿Al Infierno? — le pregunto sorprendida. La palabra tiene un tinte atávico. La última vez que la escuché con esa entonación de completa seriedad fue hace décadas en el colegio de monjas francesas donde estudiaba.
 — No es nada personal — me dice, moviendo las manos con cierta rigidez, como si lamentara darme esa noticia — pero se trata de algo…inevitable.

Nos encontramos sentadas en la terraza de su casa, pequeña y moderna y que cuelga sobre una Avenida concurrida de la ciudad donde vivo, Caracas. El sonido del tráfico nos llega a ráfagas y escucho a alguien gritando obscenidades mientras intenta atravesar por la avenida. La idea que P. acaba de expresar no parece encajar en ninguna parte de esa realidad simple y vulgar que nos rodea.

— ¿Me estás hablando en serio?
 — Me tomo en serio mi religión — me explica — y siendo que eres…bueno, pagana…

No añade nada. El primer momento burlón y ahora, ambas nos miramos con cierto sobresalto. O al menos yo lo hago: sigo sin comprender cómo una mujer de mi edad, con un cargo de considerable importancia en una empresa de recursos tecnológicas, moderna e independiente me dice algo semejante. Lo expresa con tanta convicción. Para mi, que crecí en un ambiente casi agnóstico y que la mayor parte de mi vida me he hecho preguntas muy concretas sobre la fe y la creencia, su postura me asombra. Y hasta me impresiona.

— Me estás diciendo que recibiré un castigo eterno — insisto. Mi amiga toma una bocanada de aire.
 — Sé que no entiendes de qué te hablo. Pero sí, es lo que creo y me preocupa. Me asusta un poco tu alma inmortal.

Comprendo cada vez menos la conversación. O mejor dicho sus connotaciones. Intento no mostrarme irritada ni tampoco directamente a la defensiva pero no me resulta sencillo. No entiendo ni tampoco logró encajar en ninguna parte de mi mente, esa reflexión inmediata de la religión como algo tangible y concreto. Algo más que una idea reconfortante o un consuelo para la incertidumbre. Me tomo un sorbo de café antes de responder cualquier cosa. El sorbo humeante me quema la garganta y me provoca una tosecita ridícula. Y también me da unos minutos para pensar antes de responder cualquier insensatez.

— Quiero recordarte que no soy cristiana — empiezo con amabilidad. Mi amiga asiente, toda paciencia y serenidad.

 — Lo sé. Por eso quería hablar sobre eso.

 — Lo que quiero decir es que lo que es bueno y malo para ti, no lo es para mi. Eso es algo natural. De manera que no me siento especialmente…condenada sólo por no ver el mundo de la misma manera que tu.
Frunce los labios, incómoda y evidentemente molesta. Suspiro, comenzando a irritarme de verdad yo también, aunque en realidad no sepa exactamente por qué. ¿Se trata de esa sensación de estar siento juzgada sin querer y sin duda sin desearlo por la capacidad para creer de alguien más? ¿O algo tan simple como el hecho que la mera idea de castigo Divino por algo que no comprendo me resulta abrumadora? No sé cómo encajar la conversación, aunque en general lo que me molesta es otra cosa. Es la imposición, la idea de la fe como forma de sujetar mi voluntad al miedo.

¿Cuántas personas han dicho lo mismo en el transcurso de la historia? Y no siempre con tranquilidad, sin temer al castigo, sin encontrarse horrorizadas por la posibilidad de ser encarceladas, torturadas o directamente asesinadas. El pensamiento tiene algo de melodramático pero en realidad, no lo es tanto. Después de todo, por casi quince siglos, la Iglesia detentó el poder absoluto — político, social, cultural y legal — en buena parte del mundo occidental. Tanto, como para convertirse no sólo en una referencia moral sino en algo mucho más peligroso: un juez capaz de acusar, condenar y asesinar.

Sí, lo sé, a la distancia parece muy injusto pensar de esa manera sobre la Santa Madre Iglesia. Las monjas del colegio donde estudié intentaron convencerme de ideas mucho más moderadas a fuerzas de castigos y largas semanas sin recreo — sí, así de contradictorio como suena — pero jamás llegué a creer que la religión dogmatizada fuera inofensiva. O simplemente, una consecuencia de ese pensamiento elevado que es natural en todo ser humano y que necesita organizarse. Para las monjas, mis insistentes preguntas sobre la naturaleza divina, el hecho físico del Cielo y el Infierno, lo pecaminoso y lo virtuoso era cuando menos escandalosas. En una oportunidad, la directora me señaló con su dedo sarmentoso y le puso nombre a todas mis inquietudes.

— En otra época te habrían llamado hereje — me dijo. Con once años, daba lo mismo me hubiese llamado por una palabrota en cualquier idioma. No entendía que quería decirme. Pero me gustó la connotación. Me gustó su disgusto. Y cuando investigué un poco, me gustó la palabra herejía.

No es que me considerara hereje o algo semejante, pero si me gustó pensar que antes que yo, buena parte de la humanidad se había cuestionado sobre el tema de las creencias con enorme frecuencia. Tanta como para llamarse de alguna manera o incluso para merecer castigo, terrenal o Divino. No es que me cautivara la idea del infierno (por entonces tenía una idea remota sobre el tema y le temía más al concepto que a la realidad física de lo que podía significar) sino que necesitaba hacerme preguntas sobre Dios, lo que podía ser y lo que podía implicar su existencia — tal y como lo concebía la Religión Cristiana — y dudar sobre el punto de vista — limitado, restringido y duro — de las monjas era un buen comienzo. Tanto como cualquier otro, supongo.

Una vez leí que en plena época de la Ilustración Europea se prohibían los libros que intentaban demostrar la existencia de Dios, por el mero de considerarse peligrosos e incluso una amenaza pública. Por lo tanto, también eran peligrosos cualquiera que se hiciera preguntas sobre el Cielo, el Infierno y la naturaleza Divina. No sólo se trataba de una objeción teológica: Hacerse preguntas era considerado directamente motivo de cuestionar la autoridad divina, lo que usualmente acarreaba la tortura o la muerte — con frecuencia ambas cosas — de quien se atreviera a desafiar la autoridad eclesiástica. La fe era un asunto de Estado y como tal, se castigaba.

Así que mi triviales preguntas sobre Dios, que podía ser el Cielo y el Infierno, no eran una novedad, pero sí, la manera como podían comprenderse. Mientras para las monjas de mi colegio era una flagrante falta de respeto, para el padre Jesuita que oficiaba las misas del colegio, era del todo normal, cuando no necesario, mi preocupación por el tema.

— ¿Iré al Infierno?
El padre Antolín me miró perplejo cuando le pregunté aquello. Catalán, deslenguado y en ocasiones más cínico de la cuenta, pareció encontrar divertido que una colegiala de nueve años cumplidos le preocupara tanto un asunto teológico de semejante magnitud. Y antigüedad.

— ¿Por qué? ¿Habéis matado a alguien recientemente?
 — La hermana Maria Rosa dice que soy contestona y gritona — le expliqué — y que Dios quiere que seamos mansos y…

No podía recordar que más seguía. El caso era que para acceder a las delicias del Paraíso, debía tener mucha más compostura y portarme mejor de lo que hacía, según Sor María Rosa. Y además, si era posible, subirme las medias bien y meterme la camisa en el filo de la falda. Antolin escucho todo eso con cierta expresión de sobresalto.

— ¿Le tienes de verdad miedo al Infierno? — me preguntó entonces. Me encogí de hombros.
 — No sé…
 — Piensatelo.

Era una pregunta con truco, como todas las que hacía Antolin. Tenía el raro hábito de obligarte a pensar con palabras y frases muy bien escogidas. Y hacerte preguntas, era sin duda uno de sus trampas favoritas. Me encontré pensando si de verdad me daba temor ese concepto, si realmente me preocupaba algo semejante.

¿Qué sabía del Infierno? La verdad que casi nada. Como buena hija de la recién Internet y la televisión de cable, tenía ideas festivas y muy melodramáticas sobre el castigo eterno. Demonios que aparecían en casas antiguas, hombres de cuernos que berreaban a la cámara. Aparecidos, monstruos inquietantes, la sempiterna amenaza que los “malvados” recibían su merecido antes o después. También conocía el poema “La Divina Comedia” y sabía que el poeta hablaba sobre el Infierno, un lugar de castigos imaginativos y mucho dolor, donde los pecadores iban a pagar sus culpas con toda una serie de castigos estrafalarios. Y también sabía, claro, todo lo que las monjas del colegio nos hacían aprender en clases de Religión. El fuego eterno, los demonios y la tentación. Pero no sabía otra cosa.

— Ya — dijo Antolin cuando me escuchó — ¿Te crees eso?

Eso si era una pregunta delicada. Sobre todo, era una pregunta que parecía contravenir esa fe ciega que las monjas insistían. Y se parecía mucho, además a la idea general que yo tenía sobre lo que enseñaban sobre la religión en la Escuela. ¿Como se sabía que esas cosas eran reales? ¿Cómo se podía probar algo semejante?

— Tengo miedo que sea cierto — admití aunque me costó hacerlo — que aunque yo no lo crea, resulte verdad y yo vaya al Infierno por hacer cosas locas.
 — El miedo es algo distinto. La fe es una convicción profunda del espíritu — me explicó Antolin — te asusta la posibilidad de castigo pero no crees que pueda existir. Y es lógico: toda la religión que te han enseñado depende exclusivamente si crees en eso. O en todo caso, si quieres creer en eso.
Me quedé muy quieta pensando, mientras Antolin seguía ordenando su diminuta oficina a mi alrededor. Repasé todo lo que había dicho, hasta volver a llegar a una única conclusión.
— ¿El Cielo y el Infierno no existen? — dije entonces. Antolin sacudió su enorme cabeza repleta de cabello hirsuto, con una sonrisa.
 — No he dicho eso. Yo creo que existe, por diversas razones personales y espirituales. Pero me temo que tu no. Entonces, la pregunta es ¿Que yo lo crea hace que sea real para ti?

¡Que complicada pregunta! Me quedé atolondrada, como si me hubiesen golpeado muy fuerte en la cabeza. Antolín siguió paseándose de un lado a otro, con los brazos cargados de libros.

— Pero…¿Entonces se trata si lo creo o no?
 — Toda religión se basa en eso — me explicó — las muy viejas, las nuevas. Las creencias libres. Las extravagantes, las tradicionales. Crees lo que escoges creer y vives tu vida según eso. Y al final…
 — ¿Cuando te mueres sabes si tenías razón?
 — O si estabas equivocado.
 — O No era ninguna de las dos cosas.

Que idea fascinante esa. De pronto, el Cielo que imaginaba — lleno de nubes y con seres brillantes volando de un lado a otro — se pareció más a una biblioteca que a otra cosa. Y el Infierno llameante que tanto me asustaba, a un lugar silencioso y vacío. Eso me daba más miedo que el fuego, pensé.

— ¿Ves? Eso es una creencia — dijo Antolin con una sonrisa — eso es algo que tu crees y se parece a ti. La religión al contrario, te ofrece una imagen que calce para todos y satisfaga a todos.

— ¿Y eso se puede? — me sorprendí. Sí, era lo bastante pequeña e inocente para no saber algo así.
— Se hace — respondió Antolin — Además, la Iglesia siempre ha dejado claro que hay que creer en Dios de una sola manera. Que Dios — su existencia — es tan evidente que no necesita demostración alguna. Y que por tanto, como no necesitaba demostrarse, tampoco explicarse. Y que la única forma de mirarla era la que la Madre Iglesia, la mejor informada sobre el tema supongo, podía darte.
— Eso da miedo — dije aunque no supe por qué. En realidad, me llevaría años comprender realmente ese miedo. Pero el anuncio, asombró a Antolin que me dedicó una larga mirada apreciativa.
— Es para asustarse.

Recordé esa frase muchos años después, ya convertida en una adulta y aún, un poco desconcertada por el tema religioso. Sobre todo, viviendo en un país como el mío, donde la religión suele mezclarse con todos los temas y volverse en ocasiones más que un dogma, una excusa para el autoritarismo. Venezuela, sincrética, tropical y sobre todo, tan rudimentaria en su manera de comprender cualquier corriente filosófica — ya no digamos la teológica — parecía el caldo de cultivo ideal para cualquier creencia extrema e incluso fanática.

— En Venezuela Dios es algo real y está en todas partes — me explica M., sociólogo y quien siempre le ha divertido mi interés por los temas dogmáticos — y es una herencia totalmente española. Hay una vieja historia que palabras más, palabra menos ilustra esa idea: Se dice que durante el reinado de Felipe IV de España, allá en pleno medioevo, hubo una discusión sobre un río que cruzaba varias provincias y cuya cauce estaba provocando todo tipo de conflictos entre las aldeas de la rivera. Pero cuando el Rey decidió canalizar el río para ayudar en la situación, una ilustre comisión de teólogos lo prohibió. ¿El motivo? Si Dios hubiese querido que el río tuviera otro canal, lo habría dicho. ¿Quién es el hombre para oponerse?
— Suena a Realismo mágico — comenté con un escalofrío. Mi amigo soltó una carcajada.
— Justamente esa herencia sobre realidad, fe y fantasía está tan arraigada en el gentilicio que ya no nos parece extravagante. Dios “envió” a un líder político para “salvarnos”. Dios “nos va a ayudar”.
Sí, no tengo dudas que Venezuela pone más de una vez en mano de lo Divino el presente y quizás el futuro. Candidatos Presidenciales declarándose ungidos por el “Altísimo”, otros dejándose ver manifestaciones de fe publicas. Dirigentes construyendo monumentos religiosos. Toda una serie de ideas que parecen sugerir que en Venezuela lo religioso y lo seglar se confunden con demasiada frecuencia o que incluso, son fuente para una forma de manipulación tan evidente como peligrosa.

Por supuesto, vivo en un país en medio de una profunda crisis social y moral que quizás está refugiandose en esa inmediata necesidad de justificar la debacle con el fundamentalismo moral y religioso. De pronto, el discurso oficial y el opositor, parece salpicado de cierta visión sobre la fe, una línea de reflexión tan caótico como la mayoría de las veces anodino. Lo cual, no debería sorprender a nadie, según M. que al parecer no se encuentra nada sorprendido por lo que le comento.

— La religión es la punta de lanza de cualquier pensamiento emotivo — me comenta — Venezuela atraviesa una crisis muy cercana al estallido, muy cerca del desastre. Como cualquier otra sociedad, se vuelve hacia la fe, lo divino, el “Dios mete la mano” para consolarse. No es nuevo ni será la última vez.

Heidegger solía decir“en el ámbito del pensamiento es mejor no hablar de Dios”, una idea que parece resumir lo que M. me explica o mejor dicho, toda esa percepción sobre la necesidad de creer, como un hecho casi instintivo y que nos une a todos por igual. Y creer no sólo en Dios — que ya es quizás una necesidad primaria de buena parte de la humanidad — sino en esa abstracción sobre la fe que incluye la posibilidad de esperanza, de consuelo e incluso, simple satisfacción espiritual que la mente humana necesita tan desesperadamente.

— Creemos porque necesitamos creer — me dice mi amigo cuando le digo anterior — creemos porque la naturaleza nos dotó de un reconocimiento de cierta incertidumbre y necesitamos nombrarlo de alguna manera. ¿Dios? ¿Dioses? probablemente tiene el mismo motivo y origen: consolar el miedo.

Pienso en el terror que me provocó las amenazas de las monjas que iría al Infierno por portarme “mal”. Eso, a pesar de ser una niña educada para ser educada, la mayoría de las veces obediente e incluso generosa. Pero para las monjas “la maldad” parecía nacer de cierta visión elemental sobre la desobediencia. Un “portate bien” que encajaba más con cierto código disciplina que con al moral. De manera que el bien y el mal, era un intento de orden, una necesidad de evitar lo impredecible. Ese vacío del caos que a la Religión parece preocupar tanto.

— Claro que le preocupa — dice mi amigo — ¿Como podría no hacerlo? Hablamos de algo para lo que la mente humana no puede protegerse. Sin Dios y sin una línea moral, el mundo es un vacío, un mar enorme sin limites. Una llanura sin especificaciones ni línea de dirección. Para la religión eso es inconcebible. Y para el mundo, que se acostumbró a la religión, también lo es.

Decía Emmanuel Carré, en su magnífico libro “El Reino” que el dogma de cualquier religión es la síntesis absoluta de la incertidumbre humana al servicio de una idea poética. Coloreamos lo inexplicable, lo temible, lo que no podemos analizar desde una óptica que nos produzca consuelo. Y ese es un pensamiento que se mimetiza con cualquier otro: creemos porque es inevitable hacerlo, porque deseamos encontrar sentido en ese caos existencialista, sin la menor coherencia, que con frecuencia sostiene la realidad. Cuando algo gravísimo e inexplicable sucede, lo inmediato es atribuirselo a la “Voluntad de Dios”, como si crear un misterio sobre otro misterio fuera más consolador que asumir que la realidad es un conjunto de variables que pocas veces coinciden entre sí.

Hay una frase de Bonhoeffer que siempre me ha gustado “el problema de Dios tiene su origen en Dios”, que parece sugerir que la misma sustancia en cómo concebimos a lo Divino, signa todo lo demás. Como las monjas, obsesionadas con el orden de los salones o el Padre Antolin que se hacia preguntas muy poco devotas. Como mi país, aterrorizado por el futuro, encomendandose al cuidado Divino o mi amiga, que de pronto siente una profunda y genuina preocupación por mi alma. ¿Hablamos de miedo cuando hablamos de religión? ¿Del terror al vacío justificándose con todo tipo de certidumbres metafóricas?

No lo sé. Quizás la fe sea uno de esos grandes misterios occidentales, de esos temores subyacentes que sobrevivirán a toda época y quien sabe si conflicto moral e intelectual. Ya lo insistió San Agustín “Si lo comprendes, no es Dios”. En otras palabras, lo Divino — o podría serlo — está más allá de lo que podemos intenter asumir lógico, coherente e incluso real. Y esa idea — de lo que nos salva, nos protege y nos consuela sujeto a la invisibilidad y a lo inexplicable — resulta cuando menos conveniente en un mundo cada vez más convencido de su necesidad de creer. Como diría Pascal “incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista”. Un juego de espejos donde parece reflejarse toda la razón humana.

¿Iré al infierno por esta reflexión? Sonrío mientras escribo esta línea.
Espero que no.

1 comentarios:

camachom28 dijo...

Como siempre, un agasajo leerte. Como latinos compartimos ese miedo (y otros tantos que acá en México tenemos en «exclusiva») y como bien dice M. es total y absolutamente comprensible. Desgraciadamenteen términos pragmáticos, la Fe se traduce en pasividad.

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