lunes, 4 de agosto de 2014

Proyecto "Un autor cada mes": Susan Sontag.




Susan Sontag era una mujer silenciosa, o eso insisten sus amigos más cercanos. Introspectiva, dura e incluso severa, sus críticos tomaron su largos y empecinados silencios como una demostración de su soberbia. Pero en realidad Susan Sontag siempre fue una mujer que asumió el poder de la palabra como una parte indivisible de su personalidad: esa percepción de la palabra que crea, construye y elabora nuevas fronteras. La palabra como frontera entre el mundo personal y el mundo real.

Y es que Susan Sontag siempre fue un personaje, incluso para si misma. De la escritora con una prodigiosa capacidad de observación a la apasionada amante de la literatura, había un elemento en la Sontag real tan confuso como originario: el reflejo de la mujer que se soñó así misma como parte de una realidad construída a partir de ese yo fugitivo, del profundo análisis de su identidad. Tal vez por ese motivo, Susan Sontag siempre parece distinta, renovada: La Sontag de los años cincuenta, morena y con un aspecto ligeramente remilgado, sosteniendo un cigarrillo provocador con un gesto casi afectado. La Sontag rebelde, que enarbolaba su profunda obra literaria como una bandera para demostrar su apego a esa intelectualidad movediza, entre espacios, que la caracterizó. Finalmente la Sontag madura, con su hermosa melena de cabello abundante cruzada por el mechón de cabello blanco. Todos los rostros de una escritora que construyó para si misma un lugar dentro de su visión literaria. Y es que Sontag, más allá de su criticado nihilismo e incluso de su insistencia en reconstruir el mundo a través de conceptos más o menos pesimistas, era un espíritu juvenil empeñado en mirarse con cierta frivolidad. En el libro Swimming in a Sea of Death, el durísimo relato escrito por su hijo David Rieff sobre su larga agonía como victima del cáncer, el perfil que se dibuja de ella es la de una mujer en tensión, que se refugia en las palabras y el temor casi con una necesidad enfermiza. Incluso en los últimos días de su enfermedad, debilitada y abrumada por el dolor, Susan Sontag insistió en analizarse como un producto de su imaginación, con esa libertad que brinda el poder de evocación. Porque para Sontag, la vida era una sucesión de circunstancias, un firme argumento contra la nada y el vacío. Una búsqueda incesante de una individualidad que nunca termina de encontrarse. Porque quizás, Sontag buscó en las palabras no sólo un reflejo de su rostro más privado — de su espíritu, de su necesidad de contemplar la realidad desde la región fronteriza de lo racional — sino también un significado. Esa multiplicidad de rostros que se crean y se construyen a través de lo que se desea y se teme. Porque Sontag la escritora era obsesiva, ordenada, insistente. Un critico destructivo de sus propios errores, una obsesiva observadora de su circunstancia. Pero Sontag, la mujer, buscaba algo más en las palabras que esa necesidad reaccionaria de comprenderse. Nada tan simple como una interpretación de lo que le rodea — su vida, el sentido del absurdo de toda existencia — pero tampoco tan complejo como ese rostro seco y adusto de su propia voz intelectual.

Resulta curioso que la voz literaria de Sontag evolucionó a través de los años, en una especie de proceso intimista que de alguna manera, traza el arco completo de una biografía. Porque Sontag se sabía escritora — o quizás devota de las letras — desde muy niña. Ella misma insistió en que comenzó a escribir por necesidad, antes que por vocación. Un ejercicio solitario y consciente que la llevó a escribir a redactar extensos y minuciosos diarios donde analizó hasta el último aspecto de su vida. Y es que Susan siempre asumió lo intelectual como inevitable: sus abirragados cuadernos de apuntes, muestran a la escritura que despunta como una adolescente de pedantería aterradora. Y no obstante, también tenía un enorme sentido del humor, una visión humorista sobre si misma de la que probablemente no era muy consciente. No obstante, desde entonces Susan se tomaba así misma muy en serio: estaba ansiosa por vivir, por ser Susan Sontag, la mujer que escribía para sí misma, que esbozaba afanosamente en esa obsesiva búsqueda de la identidad a través de la palabra. Ansiosa — necesitaba, debía hacerlo - leerlo todos los libros disponibles, ver todas las películas a su disposición y escuchar todas las obras maestras de la música clásica. Una forma de rebeldía casi elevada para una muchacha de la provincia americana. Y todo lo hacia de manera muy melodromática, llevada por un impulso creativo y desordenado que la vida doméstica era incapaz de contener. Ella misma diría después que ya se sabía “distinta e insoportable” y que sus necesidad de crear y aprender era parte de esa “diferencia inalienable” del yo real que se miraba al espejo — una chica flacucha y pálida, asustada por su propio reflejo — y esa otra Susan, la que crecía a través de las palabras, las que se estaba construyendo lentamente a partir de la experiencia y esa vocación por la lucha interior que ya desde entonces la acompañaba.

Y es que Susan Sontag ya consideraba por entonces “imperdonable” el silencio, la indiferencia, esa anodina calma de la América Profunda donde creció, a merced de una educación provinciana y tradicional. En sus diarios, deja claro que “la curiosidad intelectual” lo es todo y que “hay que rebelarse incluso contra el propio espíritu conformista”. Tal vez por ese motivo, nada de lo que lee le parece lo suficientemente bueno, sensible, profundo, estimulante: encuentra fallos imperdonables a La montaña mágica y la escritura de Faulkner en Luz de agosto le parece grosera e incluso vulgar; leyendo a Gide encuentra por fin un alma gemela: “Gide y yo hemos alcanzado una comunión intelectual tan perfecta…”. Y sueña, Susan no sólo con esa comprensión profunda que encuentra en esa correspondencia intelectual, sino algo más profundo, más exquisito, incluso doloroso. Porque al fin de cuentas, Susan continúa creándose así misma, en un ejercicio de imaginación interminable.

Al crecer, Susan conservó el habito de inventarse un personaje de si misma. Lo hace a partir de ese aprendizaje acelerado — debo saberlo todo, quiero saberlo todo — y luego, ese análisis cínico de su propia vida como una experiencia irregular al que no logra encontrar verdadero sentido. Incluso siendo una mujer madura, reconocería que esa primera experiencia de escribir por necesidad — para describirse, para comprenderse — le permitió construirse un rostro reconocible, donde coincidieran la mujer de carne y hueso y esa otra, la que creaba a diario a partir de su ensoñación creativa. Escritora puntillosa, intelectual corrosiva, Susan jamás dejó de cuestionarse, de querer algo más allá de lo evidente. Siempre había un escalón al cual elevarse, una nueva visión de si misma que debía superar. Quizás por eso, sus críticos la acusaron muchas veces de ególatra, de simplemente escribir como un ejercicio de vanidad insuperable. Ella no lo negó jamás pero tampoco dejó de buscar en la sabiduría — con sus cientos de lecturas, su gusto por la música clásica, esa libertad de espíritu que debió ser escandalosa para la conservadora sociedad que la vio crecer — una manera de asumirse real. Años después, muriendo de cáncer, le mostró a su hijo esa visión de si misma tan infantil como frágil: le confesó que “por primera vez en mi vida, no me siento especial”. Un reflejo de la adolescente que miró a la mujer que sería en el futuro con osadía, con temor y quizás con esa inevitable sensación de triunfo amargo que brinda la busqueda interminable de la identidad.

Porque Susan, era una mujer voraz. Ella misma insistiría más de una vez, que la insatisfacción la había empujado siempre en todos los ámbitos y espacios de su vida. Después de su muerte, su hijo encontró entre sus papeles y archivos una colección de pequeñas reseñas de lo que ya no podría leer, comprender y escuchar. Y en aquel panegírico inesperado, brilla esa necesidad de Susan por empujarse más allá del límite, por exigirse una y otra vez, trascender de sus propia frontera entre lo que consideraba esencial y lo que aspiraba a poseer. Asombra que la misma Susan Sontag, a la que más de una vez se le acusó de “hosca y estéril” sea la misma que describió su primera aventura erótica — en esa mezcla de voracidad intelectual y sexual que para ella era el erotismo — a través de una enrevesada lista de obras musicales -Scriabin, Bartók, Shostakóvich- que escuchaban mientras hacían el amor. El éxtasis no puede ser más elevado: Sex with music. So intellectual! Susan Sontag — la mujer — enfrentándose a esa criatura nihilista de su imaginación, a esa voraz criatura que anidaba en su espíritu, tan exigente como indulgente que era ella misma.

Susan murió luego de una larga batalla contra el cáncer — sufrió la enfermedad por primera vez en 1975 y luego volvió a padecerla en el 2004, cuando sucumbió finalmente — y ese dolor silente, tenso, insoportable de la incertidumbre se refleja en sus obras como una ofrenda a su propia angustia existencial. De nuevo, la escritora lucha contra su terror, ese vacío diametral del espíritu arrasado por la angustia, con su arma más poderosa: la palabra que crea, que la aleja de la muerte o al menos, la consuela de su absoluta perdida de identidad. Quizás, por ese motivo, su hijo, que la consuela y la conforta, aún la mira como la mujer indestructible que sus palabras crearon a su medida y que de alguna manera, continuaba existiendo a pesar de la fragilidad de la enfermedad, de la cercanía de la muerte. “Mi madre se había visto siempre a sí misma como alguien cuya hambre de verdad era absoluta. Después del diagnóstico el hambre persistió, pero su desesperación no era por la verdad sino por la vida” cuenta David, asombrado por la fortaleza de su madre. Pero tal vez, Susan Sontag sólo hizo lo que mejor sabía hacer: pluma en mano recreó el mundo a su mundo, sin aceptar el destino común, la fatalidad de desaparecer. De manera que continuó escribiendo, siguió leyendo, investigando, soñando, creando, incluso en los últimos momentos. Continuó luchando a brazo partido contra la zozobra, como lo hizo tantas veces desde la página. Finalmente, muy cerca de la muerte, pareció rendirse. “Quiero decirte…” cuenta David que fueron sus últimas palabras. Y sorprende, imaginar que quizás sus últimas palabras, resuman una vida brillante, llena de la belleza del deseo y de la insatisfacción: quizás Susan Sontag volvió entonces a cuestionarse de nuevo, por última vez y vislumbrar, a medio camino entre el dolor y la ceguera del último pensamiento, su incombustible deseo de crear.


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5 comentarios:

Dalia Sánchez Caridad dijo...

Daliasanchez@gmail.com ;)

Alexandra Masson dijo...

alexandra.masson79@gmail.com

Unknown dijo...

Gracias por escribir de una forma que atrapas uno y terminar la lectura se convierte en un deseo maravilloso.

Carlos E dijo...

Gran y generosa idea cevillamizar@gmail.com

Unknown dijo...

iAngel.p93@gmail.com

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