jueves, 17 de agosto de 2017

La belleza de la violencia: Buenas razones para ver “Kagemusha” de Akira Kurosawa.






El cine Japonés siempre se ha considerado una rareza, una visión extrañamente ambigua e incluso inquietante sobre las obsesiones culturales de las cuales se alimenta. Y sin embargo, es también una de las muestras artísticas más importantes del continente asiático: en un país donde las tradiciones parecen mezclarse con una alta tecnificación, el lenguaje artístico parece atravesar una constante transformación, una mirada extrañamente desigual sobre el pensamiento autóctono. Nada es lo que parece en el cine Japonés y mucho menos, a través de esa sutil mirada de uno de sus más reconocidos exponentes como lo es Akira Kurosawa.
Porque Kurosawa, a pesar de las constantes críticas sobre lo que se suele llamar su “occidentalización”, es quizás uno de los autores japoneses que mejor ha sabido captar ese elemento trascendente que distingue al arte nipón. No sólo su filmografía es un sólido compendio de símbolos y metáforas sobre ideas culturales muy tradicionales sino que también, logra encontrar un equilibrio entre el homenaje y la mera necesidad de contar una historia, objetivo de todo cine que se precie o al menos desde la visión tradicional del Séptimo Arte. Y Kurosawa logra ambas perspectivas, con un pulso envidiable pero sobre todo, con ese buen hacer del artista consumado. Construye, recrea, depura, el cine y su propuesta no sólo a través de la sensibilidad visual sino también de una profundidad de planteamiento que permite a su trabajo cinematográfico crear un lenguaje propio y siempre original.

“Kagemusha” es considerada una de las películas más emblemáticas del director: no sólo mezcla las raíces tradicionales — en argumento y puesta en escena — tan elementales en el cine japonés, sino que además, le brinda una vuelta de tuerca totalmente nueva a una historia que forma parte del folclore del país. Por supuesto, el film medita sobre los mismos temas y obsesiones inevitables en el cine de Kurosawa (una visión dura y cruda del poder establecido, la crueldad que supone conquistarlo a cualquier costo y en constante enfrentamiento y la devastación que provoca mantenerlo) pero más allá de eso, es una fresco muy preciso sobre la cultura Japonesa como telón de fondo a una confrontación clásica entre el bien y el mal. Porque el poder siempre será el motivo de las luchas, incluso las más idealistas y quizás por ese motivo siempre será un elemento ubicuo e inevitable en cualquier aproximación al dolor del espíritu humano. Y Kurosawa lo sabe, lo admite con una sinceridad que desconcierta por su crudeza.
“Kagemusha” es también una película que intenta mostrar esa percepción de Kurosawa sobre el cine, a mitad de camino entre la belleza preciosista y un profundo planteamiento argumental. Porque mientras la puesta en escena se recrea en una asombrosa calidad técnica y una meticulosa reconstrucción de la época, el argumento se cuestiona sobre el poder político y su necesidad represora, el poder como motivo del dolor y el enfrentamiento entre pueblos e incluso, como una mera expresión de la violenta naturaleza del hombre. Una serie de reflexiones entrecruzadas entre la concepción del dolor y la violencia y algo más sutil, a mitad de camino entre una propuesta idealista y algo más turbio.
A nivel visual, Kagemusha impresiona por su calidad técnica y su visión exquisita sobre una época especialmente dura de la cultura Japonesa: Kurasawa construye un verdadero mundo a la medida de los Samurais, construyendo una espléndida recreación del lugar y la época. El estilo narrativo parece sostenerse sobre esa rigurosidad visual, que brinda a la película un tono lento, comedido pero en absoluto abrumador. El director, con un conocimiento sorprendente del ritmo y la forma cinematográfica, logra crear un sentido del valor de la imagen único. Nada es casualidad en cada una de las escenas de Kagemusha y sin embargo, hay una espectacularidad visual que sólo puede ser fruto de una cuidosa planeación. Es esa dualidad, esa doble interpretación, lo que brinda a la película sus mejores momentos, lo más extraordinarios: la Cámara en manos de Kurosawa no solamente cuenta una historia, sino que además la analiza en planos cerrados e intimistas, como si cada personaje tuviera — y de hecho tiene — una historia que contar. La narración transcurre a la medida de un discurso superior y sobre todo mucho más profundo de lo que supone, de lo que se asume como una idea única y más allá, como una recreación histórica propiamente dicha.
La historia cuenta una un hecho histórico de considerable importancia del Japón del siglo XVI pero aún así, Kurosawa logra crear un planteamiento nuevo, que sorprende al espectador que presumiblemente conoce al detalle los hechos que rodean la historia. Una y otra vez los arcos argumentales construyen visiones por completo novedosas de lo que se supone ya conocido y quizás, este es el mayor logro de Kurosawa, en un género que hasta entonces, había sido tocado por la filmografía japonesa de la misma forma y bajo la misma perspectiva. Y es que sin duda, Kurosawa encontró como ensamblar una historia de profundo interés visual con un homenaje evidente a su cultura y a su manera de concebir su propia visión del pasado. Entre ambas cosas, hay una visión constante, elocuente y sobre todo directa, sobre la opinión del director sobre la cultura a la que pertenece y más allá, al tema específico que construye un argumento narrativo y visual único: ¿Quieres somos enfrentados a la sed de poder, a la necesidad de conservarlo, a la lucha por acumular más del que poseemos? ¿En que nos transforma esa ambición tan humana, tan inherente al carácter y personalidad del hombre Universal? ¿Quienes somos más allá de la idealización del espíritu humano?
Para Kurosawa el poder político parece ser el núcleo de todas las pequeñas tragedias que acaecen en su percepción sobre el mundo que le rodea: una y otra vez lo muestra como símbolo de la corrupción moral y sobre todo, de la capacidad del hombre para destruirse así mismo. El director, quizás con esa sabiduría trascendental que siempre intentó transmitir a su obra, logra con “Kagemusha” un alegato muy personal sobre los peligros del poder convertido en instrumento de la violencia y lo que resulta aún más inquietante, enfrentado a la moralidad como límite concreto contra su voracidad. Pero Kurosawa no intenta pontificar sobre el tema: escoge el camino más difícil y analiza la idea mediante un intrincado conjunto de imágenes, esa expresión sincera de un deber ser ético que parece esconderse entre la sucesión de espléndidas imágenes con que el director metaforiza su punto de vista.
Kagemusha puede ser considerado un film sencillo entre la compleja filmografía de su autor, pero aún así, asombra porque desde esa sencillez, es capaz de evocar y construir un elaborado manifiesto sobre ideas bastante complejas. La delicadeza visual de Kurosawa se muestra de nuevo en esa percepción del espacio y el tiempo casi teatral, pero sin caer en lo artificioso. Y es que para Kurosawa el cine es un manifiesto visual, una obra de arte, más que un mero planteamiento técnico. Y en “Kagemusha” con esa depuradísima estética que inunda todos y cada uno de sus encuadres, crea un fresco no sólo sobre lo que asumimos como arte visual sino también algo más profundo, espiritual y doloroso. Una combinación que parece dotar de belleza incluso a las escenas más duras y sangrientas, en medio de batallas y jinetes que cabalgan hacia la muerte honorable. Un extraordinario escenario que Kurosawa logra sostener pulso, con una efectividad que sorprende y que es quizás su mejor triunfo.

0 comentarios:

Publicar un comentario