jueves, 7 de febrero de 2019

Crónicas de la Nerd entusiasta: Todas las razones por las que deberías ver “Velvet Buzzsaw” de Dan Gilroy.





El arte y lo sobrenatural se han mezclado con frecuencia de maneras peculiares y muy extrañas durante buena parte de la historia de occidente. Desde los dibujos de las cuevas de Altamira (destinados a potenciar la capacidad de cazadores y a predecir el éxito de cacería), hasta los íconos Rusos que supuestamente eran parte de delirios y profundos trances de éxtasis divino, el arte suele comprenderse como un puente entre la realidad y algo más intangible. Mucho más si la idea se retrotrae a cierta versión de lo estético como expresión de lo humano — o del espíritu humano, en todo caso — y la percepción del hombre como parte de algo más misterioso y peligroso.

El director Dan Gilroy toma la premisa y la convierte en algo más mundano, pero sin duda, intrigante en “Velvet Buzzsaw”, un extraño híbrido entre la comedia, la crítica, el slasher y el horror sobrenatural, aderezado con una buena porción sobre lo artístico como hipótesis sobre la identidad colectiva. Con toda su carga de cínica versión sobre el mundo del arte y sus intrigas, Gilroy (que también es guionista), pondera sobre temas tan dispares como la intención artística como objeto de investigación — ¿es arte cualquier concepto que pretenda serlo? — y la cualidad de lo sobrenatural como una abstracción del pensamiento humano. El subtexto de lo comercial, lo ambiguo y lo malicioso en lo artístico — ¿Algo es realmente artístico sólo porque sea considerado una forma de comunicación visual o de cualquier otro estilo? — evade una explicación sencilla y tiene como evidente objetivo, cuestionar lo perverso que se esconde detrás del refinamiento del arte. Claro está, el tema da para mucho y el director/guionista lo sabe: La película comienza como una sátira ligera sobre los festivales, conversaciones curatoriales y crítica especializada, hasta que toma un inesperado giro que la sitúa sobre la peculiar premisa de la muerte y lo sobrenatural, como una forma de belleza. Gilroy juega con símbolos habituales (su mirada sobre los grandes festivales de arte asombra por su humor negro y retorcido) pero también, elabora una teoría satírica muy sofisticada sobre el trasfondo del arte como comercio. Vendes el arte, vendes tu alma, parece sugerir la película en un extraño tono burlón que por momentos, es pura crítica durísima sobre el mundo que rodea el patrimonio emocional de nuestra cultura y que lo menosprecia con enorme facilidad.

La película no comete el error de tomarse en serio y ese es uno de sus puntos fuertes: La versión de Gilroy sobre la percepción del arte como parte de la necesidad del comercio intelectual, es dura pero también divertida. Los personajes van de un lado a otro, riendo, coqueteando entre sí, presumiendo sus conocimientos y por último, muriendo en medio de horrorosas escenas sangrientas que aún así, conservan un breve parpadeo de sofisticación. Como si no fuera suficiente, lo sobrenatural aparece en breves pinceladas que dejan muy claro que detrás de la elegante superficie de los artistas, vendedores, compradores y galerías, subyace una versión de lo real retorcido e inquietante. El director no se prodiga demasiado en explicaciones y experimenta en un discurso levemente dual sobre el origen de lo inexplicable: ¿Nace de lo artístico? ¿De su profanación? ¿De su percepción indirecta sobre la naturaleza humana? ¿Se trata de una percepción sobre un tipo de terror que subyace sobre lo evidente y crea una doble visión sobre lo que creemos real? El arte siempre ha sido un lenguaje subjetivo y el gran acierto de Gilroy es utilizar esa premisa para analizar las intrincadas relaciones entre lo asumimos evidente y lo que no lo es. El horror en “Velvet Buzzsaw” no es del todo coherente: se manifiesta en pequeños fragmento de información que se confunden con el argumento principal en pequeños golpes de efecto. Para la película, el peligro que acecha y lo aterrador que se esconde entre las sombras, es una versión retorcida del mundo elegante y pulcro de las galerías. Y es ese guiño — ese paralelismo entre dos ideas en apariencia desiguales — lo que dota a la “Velvet Buzzsaw” de su extraña personalidad.

Por supuesto, buena parte de esas contradicciones y juegos de efecto que sostienen la trama, tienen una relación directa con los personajes centrales. El egocéntrico, repugnante y snob grupo de galeristas, museógrafos, críticos y curadores que analizan la escena artística desde una frialdad casi quirúrgica, son el núcleo de esa percepción sobre el absurdo. Juntos, son el puente entre el arte y el gran público. Los custodios de la idea artística como algo más que una pieza costosa. Pero en lugar de asumir el arte desde su perspectiva sensorial, lo hace desde el punto de vista corporativos. A ninguno de los personajes de “Velvet Buzzsaw” les agrada especialmente el arte ni les importa en realidad, el destino o integridad de las obras artísticas. En lugar de eso, las consideran parte de un entramado más elaborado relacionado con símbolos de estatus que Gilroy muestra en alegre y cínica sucesión. Desde Josephina (Hawe Ashton), sufriente y abrumada por dilemas prosaicos que tienen muy poca relación con su trabajo como marchante, hasta la vendedora de arte Rhodora Haze (Rene Russo), que asume la compra y venta de obras como una frialdad despótica, la película medita muy de cerca sobre la trivialización de los símbolos de poder y de belleza, además de sacar conclusiones bastante elocuentes sobre la concepción de lo que consideramos valioso y lo que simplemente, forma parte del imaginario colectivo. Resulta un deleite perverso, la forma como Haze negocia con una habilidad propia de un vendedor entrenado, piezas extraordinarias que en el trámite, pierden su cualidad etérea y estética. Desde sus primeras escenas, la película deja muy claro que el arte sólo es valioso si es mercadeable. Y esa retorcida versión de lo artístico, es lo que al final, desencadena “el mal” (lo sobrenatural) que poco a poco, medra entre los personajes.

Es evidente que Gilroy disfruta burlándose con enorme crueldad del ambiente artístico. Con la precisión de un mecanismo extrañamente asincrónico, el guión recorre todos los puntos de vista sobre el arte convertido en objeto de comercio y además, el evidente desprecio que denota la actitud general del ambiente que rodea al creador y a sus creaciones. El punto máximo de la reflexión, lo encarna Morf Vandewalt (Jake Gyllenhaal), un crítico que tiene el poder destrozar — o encumbrar — a un artista según sus durísimos artículos. Y aunque jamás leemos o vemos en realidad como se desempeña el rol de Vandewalt como agente constructivo y destructivo de comercio del arte, las reacciones a su alrededor, lo hacen evidente. Gyllenhaal elabora un personaje entre lo petulante, lo frágil y lo ególatra, que en manos de un actor menos competente, habría resultado patético, pero que en las suyas, brilla como una gema falsa de escaso valor. El personaje deambula de un lado a otro y es el hilo conector entre los diferentes mundos y dimensiones del arte como producto. Mira, observa, comenta, analiza, critica. Todo desde una distancia aburrida y sarcástica del poder fatuo. Y cuando lo sobrenatural llega, es Vandewalt el que entra en un singularisimo juego de intereses, horror y asesinatos. Vender o comprar arte se convierte en una paradoja y una sentencia de muerte. Y mientras la trama transcurre, el mundo de Vandewalt parece venirse abajo dentro de la especulación inmediata sobre el origen del miedo y la violencia. Es entonces, cuando las relaciones misteriosas entre el arte, lo mágico y lo sobrenatural se hacen aún más duras de comprender y elaborar, lo que permite a la película remontar la dura cuesta del cliché. Y lo hace con una relativa facilidad que sorprende por su eficacia.

Lo intrigante, es que para el director/guionista, el motivo del horror — su origen y sentido — no tiene mayor interés, de modo que elabora la hipótesis sobre su existencia desde lo inevitable. El mal y el miedo coexisten en una colección de obras extravagantes y tenebrosas, que el espectador jamás sabrá si tiene sentido, forma o incluso, alguna percepción real sobre la conexión emocional y enigmática del arte con su creador. Gilroy no se deja llevar por la tentación de brindar al “monstruo” un rostro y dedica más atención, a la ambivalencia del tono y la forma en que se analiza las muertes y sus implicaciones. Con su tono burlón, las muertes — gore puro con un aire estilizado que llega a sorprender — son una versión alterada y sobre dimensionada de la crítica en el subtexto, sobre el arte vandalizado y subestimado. Pero Gilroy no se queda allí y ofrece todo un panorama sobre lo terrorífico que extiende su versión del miedo hacia algo más sustancioso y complejo. El arte que se convierte en vehículo de los lugares más oscuros de la mente humana, el asesinato como una expresión artística.

Sorprende que Gilroy logre la paradoja de orquestar personajes terriblemente repulsivos que a pesar de eso, pueden comprenderse e incluso, analizarse desde cierta distancia de la mera elucubración. El elenco coral resulta una brillante selección: sobre todo Gyllenhaal añade a su personaje capas de profundidad que se superponen unas a otra para crear una máscara rota de pura ambición retorcida. Es entonces, cuando el personaje abandona su cariz casi mezquino para encontrar algo oscuro y venenoso en medio de la desesperación. Porque Vanderwalt transita una desolación patética y cínica, pero el director sólo lo muestra cuando la sangre empieza a fluir.

Lo más intrigante de “Velvet BuzzSaw” es su acertada combinación entre géneros, que logra crear un híbrido extravagante que jamás pierde el ritmo ni su consistencia. Gilroy utiliza todos los guiños de género del terror a su alcance, para luego corromperlo dotándolos de una rara simbología que al final, resulta desconcertante. El tono del terror está allí, pero también la intención del director de crear una aliteración total que incluya todos los elementos sobre el arte y su trascendencia que ocultó entre la trama. Hacia la última media hora, el sentido alegórico de la película se hace más potente, sin perder su divertida y macabra perspectiva del horror. Un triunfo de puro buen manejo argumental que Gilroy logra con un pulso preciso y pulcro.

Lo mejor de “Velvet BuzzSaw” es que a pesar de su meta mensaje y la intención de la crítica directa, no parece sermoneadora en absoluto. El tono desenfadado del terror evidente la resta potencia a la dureza de subtexto que se adivina entre los rápidos diálogos y las escenas entre refinadas salas de arte. Al final, la película es una mirada a un mundo despreciable poblado de criaturas despreciables. Aún así, esa percepción no disminuye el impacto del asesinato, las claves del slasher en estado puro y tampoco, la idea de lo sobrenatural como vuelta de tuerca imprevisible. Al final, “Velvet Buzzsaw” es una mirada a nuestra cultura, a la patética fragilidad de la ambición de la época pero también, una película de terror con una fantástica muestra de imaginación y buen hacer. Toda una elegante rareza.

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