miércoles, 17 de octubre de 2018

El miedo, el terror y los monstruos de la imaginación: Un pequeño ensayo sobre la oscuridad de la mente humana.




Hace unos años, el escritor Stephen King comentaba en el prólogo de su recopilación de cuentos “Todo oscuro y sin estrellas” que el miedo es quizás es el sentimiento más sincero que puede expresar el ser humano. Después de todo, lo temible — a lo que tememos o lo que en todo caso, puede producir temor — proviene de una parte muy antigua y primitiva de nuestra mente. El miedo real, es algo más que una conjunción de ideas, es una radical confluencia de sensaciones y recuerdos a medio construir que elaboran una versión sobre lo desconocido a la medida de nuestra mente. De modo que, como diría el Rey del Horror, cada uno de nosotros tiene su particular monstruo del armario, la criatura funesta y perversa que aguarda en la oscuridad. La sombra espectral que sonríe entre las sombras mientras intentamos convencernos que se trata de algo que sólo podemos imaginar.

Por supuesto, el miedo — o la costumbre de analizar sus implicaciones como parte de la vida cotidiana — forma parte de nuestra cultura desde tiempos inmemoriales. Por siglos, la costumbre de compartir historias bajo el calor de la fogata doméstica fue parte esencial de los ritos cotidianos. Y los relatos de terror fueron patrimonio casi exclusivo de esa tradición oral. En buena parte de Europa, el hábito de contar historias terroríficas pertenecía a la antiquísima costumbre de la reunión familiar junto al fogón, quizás luego de la cacería o una opípara cena familiar. La costumbre además, formaba parte de la permanente idea de lo sobrenatural como parte de la vida cotidiana y lo que ahora puede resultarnos por completo desconcertante, la percepción del miedo como una dimensión de la belleza y lo profundamente significativo. De manera que el terror no sólo era parte de las tradiciones más antiguas de pueblos y tribus, sino un reflejo de todo tipo de atributos y virtudes. Las historias terroríficas tenían una importancia específica y también, un profundo significado en la memoria colectiva de buena parte del mundo antiguo.

Los primeros relatos de terror de los que se tienen constancia — y registro — provienen justo de las costumbres familiares y tribales alrededor del fuego sagrado. Hacia el siglo II DC, las historias sobre monstruos, fantasmas y terrores nocturnos formaban parte de una riquísima herencia cultural en buena parte de Europa y también en Oriente medio. De hecho, se trataba de una costumbre que formaba parte de cierta jerarquía intelectual y ya en Inglaterra, “los cuentos de sombras” se conservaban en buena parte de las Iglesias y Abadías como ejemplarizantes y más allá, huellas de un pasado pagano que la Iglesia se empeñaba en cristianizar. Los antiquísimos relatos celtas y de otras tribus — con su rico folclor y llenos de todo tipo de referencias mitológicas — se convirtieron en epopeyas religiosas en el que el poder divino triunfaba de manera invariable sobre el mal. Los Dioses se transformaron en demonios y los espíritus, en criaturas malignas capaces de tentar al pecado al hombre. No obstante, la noción sobre el miedo — la incapacidad del hombre para explicar lo desconocido y sobre todo, la incertidumbre sobre la existencia — continuó siendo parte de la percepción del terror como experiencia colectiva. Hay descripciones detalladas de celebraciones en las que la narración formaba parte integral de los ritos de paso, una visión muy amplia sobre lo sobrenatural que reflejaba las relaciones entre el hombre y el conocimiento. Una expresión de fe, de convicción pero sobre todo de asombro por lo invisible y lo inexplicable.

Gracias a esa comprensión del cuento de horror como elemento cultural, hacia el siglo XV la tradición había alcanzado una nueva dimensión: los relatos transmitidos de boca en boca, comenzaron a ser copiados y recopilados para su conservación y difusión. De la época datan las versiones tempranas de cuentos como La Cenicienta y Blancanieves, que por entonces eran consideradas como “leyendas de fuego” por su ingrediente estremecedor. No obstante, aún el miedo — o su capacidad para provocarlo — no era el elemento más reconocible en la mayoría de los cuentos, de manera que no recibían otra denominación que leyendas. A pesar de los intentos de copistas por conservar la mayoría de las historias tradicionales en papel y tinta, buena parte de las narraciones sobre monstruos, demonios, brujas y princesas continuaban formando parte de ritos y creencias domésticas que se transmitían de generación en generación como una forma de conocimiento familiar.

En el célebre ensayo “Un tratado sobre cuentos de horror” del crítico estadounidense Edmund Wilson, se analiza también el origen del cuento de terror como intento de transcripción y sobre todo, racionalización de un tipo de costumbre oral que se mantiene a través del tiempo como objetivo cultural. El autor sostiene que los cuentistas originarios fueron los que intentaron brindar un nueva comprensión al cuento y dotarlo de ciertas características literarias de las que carecía. De esta época de transición, provienen los primeros intentos por brindar al cuento de terror una cierta noción moral e incluso, dotar a lo terrorífico de cierta personalidad humana de la que hasta entonces habían carecido. La oralidad había transformado los cuentos y relatos terroríficos en una forma de entretenimiento. La recién nacida tendencia literaria vino a dotar de refinamiento y profundidad a la visión del terror como parte de la identidad del hombre y de su mundo intelectual. Según Wilson, esta lenta evolución permitió a la historia de terror encontrar no sólo una nueva forma de difusión — el papel podía conservarse y formar parte de una idea general sobre el relato mucho más específica — sino también, una visión elemental sobre su significado. Además, la escritura y reinvención del cuento de terror creó lo dotó de un inesperado simbolismo «Los autores no estaban interesados en apariciones por sí mismas; sabían que sus demonios eran símbolos, y sabían lo que estaban haciendo con esos símbolos» explica Wilson en su texto.

Otro escritor que también asume el hecho del cuento de terror como una transformación de lo oral a un género literario por derecho propio, es David Punter que en su obra “The Literature of Terror. A History of Gothic Fictions from 1765 to the Present Day” relaciona el término “terror” con la narrativa gótica de origen anglosajón, directa heredera de los primitivos relatos celtas basados en horrores inexplicables y sobre todo, la fábula moral reconvertida en noción espiritual e intelectual. Para el autor, el género del terror pasó a ser una colección de visiones sobre lo terrorífico a sostener toda una comprensión más o menos elaborada sobre el mundo del hombre y su circunstancia. Para el siglo XVII, el cuento de terror ya formaba parte de una dimensión muy amplia sobre la personalidad humana. Y es esa búsqueda, lo que permite que narración que analiza el miedo como parte del paisaje humano se haga cada vez más profunda, perversa y obtenga un enorme valor estético. Punter además insiste en el hecho que la rápida capacidad del terror para absorber todo tipo de tendencias lo convirtió en la herramienta ideal para contar los vericuetos y dolores más inquietantes de la naturaleza humana. “De Mary Shelley a Ambrose Bierce, de Dickens a J. G. Ballard, en todos los cuales hallamos rastros de lo gótico. Los conceptos de “gótico” y “terror” han aparecido entrelazados a lo largo de la historia de la literatura y lo que se precisa es una investigación de cómo y por qué tal ha llegado a ser el caso” sostiene Punter, que además asume que el terror como hecho folklórico es una indudable herencia de nuestra época. “El miedo nos simboliza y nos refleja” apunta en su libro.

Tal vez por ese motivo, las casas embrujadas, cementerios y lugares poseídos por fuerzas invisibles, forman parte de buena parte de las leyendas orales de todas partes del mundo. Una de las primeras historias sobre casas atormentadas por el recuerdo de muertes o tragedias recientes, es la que narra Plinio el joven en su obras. El escritor describe “una casa espaciosa y amplia, pero desprestigiada y funesta” en Atenas, sobre la que corrían todo tipo de rumores debido a los “hecho inconfensables” acaecidos en ellas durante décadas. La construcción había sido escenario de asesinatos y después, de la muerte de toda una familia, asesinato que Plinio describe como de tan horrible naturaleza, que provocaron el miedo de “la ciudad entera y todos quienes conocían las consecuencias de un acto tan atroz”. Según el escritor, la casa permaneció vacía por de décadas, debido a que “en medio del silencio de la noche, se oía un sonido de hierros y un ruido de cadenas, primero más lejos, luego más cerca”. Por último, Plinio asegura que en los terrenos de la casa “aparecía un espectro, un anciano consumido por la delgadez y el abandono, de barba larga, cabellos erizados” que “ llevaba y sacudía grilletes en sus piernas y en las manos cadenas”. Los rumores y terrores que provocaba los extraños sucesos, impedían que fuera comprada o alquilada por nadie, lo que motivó al filósofo Atenodoro — conocido por su escepticismo — a pasar la noche en ella y enfrentar al espectro. La historia avanza y en lo que parece ser una extraña mezcla de crónica y sucesos fantásticos, el filósofo narra que en mitad de la noche y en medio “del estrépito de objetos y la oscuridad”, logró comunicarse con la singular presencia que habitaba la casa vacía. Aterrorizado, Atenodoro pidió al espectro “revelar el motivo de sus horrores” y observó que la figura apenas visible señalaba hacia uno de los jardines interiores de la propiedad. El filósofo memorizó la ubicación y al día siguiente, regresó a la casa junto con varios testigos. Tras una excavación, se encontraron “huesos revueltos y metidos en hierro, que el cuerpo putrefacto había dejado desnudos y carcomido entre cadenas”. Cuenta Plinio que, una vez enterrados según los ritos tradicionales,”la casa quedó libre y en silencio”.

Sorprende que la descripción del escritor griego tenga tantos puntos en común con la mayoría de las historias actuales sobre el tópico. Como si se tratara de un legado tradicional basado en una serie de temores y percepciones sobre lo desconocido muy concretos, las “casas embrujadas” simbolizan un tipo de miedo relacionado de manera muy directa por los espacios y los lugares como expresión de una idea muy primitiva sobre los temores colectiva. Quizás por ese motivo, las historias siempre resultan idénticas, basadas en la misma reflexión sobre el horror y el espanto reconvertidos en una visión sobre la frontera de lo que consideramos personal e íntimo.

Lo maligno y lo sutil: El miedo entre la penumbra.
En una ocasión Washington Irving comentó que había comenzado a escribir por puro aburrimiento. Lo hizo, quizás, desde su respetable oficina como abogado y en los ratos libres de los que disponía luego de dedicarse a tan docta profesión. Pero la verdad es que el escritor — un hombre curioso, de enorme cultura y además, devoto de la literatura — parecía dedicar una considerable cantidad de tiempo y esfuerzo a lo que llamaba “sus pequeños esfuerzos literarios”. Quizás por ese motivo, sus obras, aunque cortas y la mayoría de las veces incluso sencillas en comparación al resto del quehacer literario de sus contemporáneo, resultan imprescindibles para comprender el espíritu romántico de la segunda mitad del siglo XIX. Con sus ambientes fantásticos pero también, su inclinación hacia lo lóbrego Irving construyó una visión sobre lo gótico netamente Norteamericana, con un aire desenfadado que desconcertó a los lectores de ambos lados del Atlántico y creo toda una nueva percepción sobre el género en el nuevo continente.

Y es que quizás, Irving logró lo que pocos escritores pueden: mezclar su propio estilo a pesar del enorme peso del género y el estilo literario en boga. Lo hizo, además, atravesando con esfuerzo esa visión sobre lo literario que suele limitar lo novedoso y también lo espontáneo. Ese academicismo que construye alrededor del escritor un terreno árido que debe atravesar a pulso. En el caso de Irving, ese trayecto hacia las páginas impresas del libro fue aún más trabajoso: no pertenecía a los círculos de escritores de su país, ni tampoco, formaba parte de su elegante vida cultural. Era de hecho un aficionado entusiasta que combinó sus agudas percepciones sobre la realidad con un desenfado inteligente en una sabia perspectiva sobre lo que podía ser la literatura. Una y otra vez, Irving pareció tropezar contra esa desconfianza que despertaban sus obras y sobre todo, esa percepción sobre su capacidad para crear y contar historias que parecía minimizar el valor esencial de lo que escribía y como lo hacia. Pero a pesar de eso, Irving continuó creando, reflexionando sobre el terror y lo autóctono de una manera por completo nueva y sobre todo, dotando a la tradicional novela gótica — ya por entonces en considerable declive — de un nuevo rostro que quizás, fue lo que le permitió perdurar y resistir el desgaste de la burla y la caricaturización.

Porque Irving fue un pionero nato: no sólo fue de los primeros autores en publicar cuentos cortos sino también, en el usar el humor y la sátira como ingrediente literario en una época severa y poco dada a la risa. El resultado fue una visión literaria que construyó un horizonte desconocido sobre lo que se podía contar y cómo se podía contar y más allá de eso, un análisis muy concienzudo sobre cómo se analiza así misma la literatura como reflejo de su tiempo. Quizás sin saberlo, Irving dotó a la literatura fantástica de una reflexión mucho más profunda — como mirada a lo cotidiano, como esa percepción de lo extraordinario que forma parte del mundo que consideramos normal — y también a lo gótico, con su insistencia en los detalles y lo inquietante como elemento creador. Pero más allá de eso, el escritor recordó las posibilidades de esa percepción de lo que se narra como parte de la cultura de todos los días, de la memoria popular y sobre todo, de lo que se considera parte del saber intrínseco a nuestra cultura. La historia que refleja la cultura y además, esa costumbre atávica que se convierte en narración.

De hecho, su obra más conocida “La leyenda de Sleepy Hollow” es el reflejo exacto de esa percepción de Irving sobre lo cotidiano. La historia no solamente transcurre desde lo habitual sino que además, describe entre líneas ese saber originario y oral que forma parte de la costumbre de tantos pueblos y lugares alrededor del mundo. Y lo hace con increíble gracia: El Sleepy Hollow de Irving es un pequeño y tranquilo valle en el Estado de Nueva York, habitado por descendientes holandeses. Como otras tantas localidades de la Norteamérica llena de emigrantes, el pueblo guarda sus costumbres, leyendas y opiniones sobre lo fantástico y lo natural. Una percepción tan desconcertante como originaria que crea sus propios monstruos y terrores, sus propias historias de miedo. Y es allí, donde Irving encuentra el momento y lugar idóneo para contar — a su manera precisa, rápida, concisa y siempre divertida — esa percepción sobre lo maravilloso y lo fantástico por la que parece sentir predilección pero también, esa noción sobre lo que atemoriza. Tal parece que el miedo tiene una raíz sustancial: una idea que subsiste en lo cotidiano y que se crea así misma. Y más allá de eso, un reflejo de esa particular cultura de lo absurdo — donde todo es posible y cualquier cosa podría suceder — que Irving retrata tan bien en sus historias.

Incluso los personajes de Irving siguen esa línea aparentemente costumbrista que de pronto, puede crear algo por completo nuevo y desconcertante: el Ichabod Crane de Irving no sólo el epítome de esa visión casi genérica sobre el antihéroe que luego se haría parte del imaginario de la literatura fantástica y gótica, sino que además juega con los estereotipos para crear una visión sobre el hombre y la credulidad por completo original. El maestro Crane no es agraciado, ni tampoco valiente ni mucho menos, un hombre inolvidable. Como reflejo de la historia que protagoniza, es un cúmulo de rarezas bien planteadas que sorprende por su singularidad: pobre pero en una elegante decadencia, lleva levita remendada y zapatos de tacón que conocieron mejores tiempos. Es tan poco agraciado físicamente que para lograr las atenciones de los lugareños se prodiga en favores y es un ejemplo de corrección y buena educación. Además de eso, es culto, disfruta el canto y como no, las leyendas tradicionales que disfruta contando con gracia y enorme entusiasmo. En resumen, un personaje que no parece encajar en ninguna parte pero en realidad, lo hace en todas. Un hombre cotidianos que sin embargo resulta extraordinario en su rareza.

Y es que en medio de ese equilibrio entre lo vulgar y lo inquietante, transcurre toda la obra de Irving. No sólo lo hace a través de esos pequeños contrastes que desconciertan por su limpieza y precisión — Su Ichabod Crane despierta ternura y a la vez cierta conmiseración — sino de esa comprensión sobre los ambientes y espacios como elemento terrorífico que con toda probabilidad, provienen de los numerosos viajes que el escritor realizó a lo largo de su vida. Para Irving el pueblo de Sleepy Hollow es otro personaje dentro de la obra, con sus momentos luminosos y otros sencillamente aterradora, extendiéndose alrededor de las ideas como un espacio necesario para comprender lo que se cuenta. El escritor logra no sólo incorporar elementos de la novela costumbrista — con sus descripciones elementales sobre campos y posadas — sino que dota al pueblo de una personalidad real, que se sostiene con una enorme facilidad y consistencia a través de la narración.

Incluso el conflicto de la novela — esa aparente comedia de equivocaciones entre Katrina Van Tassel, hija del un rico labrador y objeto del deseo de Ichabod y Brom Van Brunt, su rival — parece ocultar algo mucho más lóbrego e inquietante de lo que puede suponerse a primera vista. Para el escritor, el terror tiene muchas formas de expresarse…y si duda el humor es una muy poco habitual. Y es esa salvedad, lo que hace probablemente tan curioso esta recreación del género escrita por Washington Irving. Porque con una asombrosa capacidad para la ironía y la sátira, el autor convierte lo que podría ser un relato folletinesco y hasta ridículo en una entretenida parodia de los relatos populares de miedo y fantasía. En realidad, la novela de Washington tiene muy poco de terrorífica y si mucho de irónica, una visión definitivamente burlona del miedo, la superstición y la necesidad de la mente humana de crear sus propios monstruos. Con su Ichabod Crane torpe y su historia de amor contrariada por Katrina, el autor juega con los elementos tradicionales hasta brindar una perspectiva totalmente al relato tradicional de terror, a esa búsqueda de elementos de lo fantástico y lo onírico que el género del terror intenta conjugar.

Muy probablemente, sea esa característica de desenfado y burla lo que haga que la obra de Washington Irving haya envejecido con muchas más dignidad que otros relatos de terror de su época. Con su estilo ligero y su buen uso de la ironía refinada, parece abandonar esa retórica recargada que condenó al olvido a otros relatos contemporáneos y brinda al lector una rara oportunidad de conocer esa otra perspectiva del terror o mejor dicho, de la naturaleza humana.

No obstante, esa aparente talante desenfadado de la novela, se transforma en algo más: poco a poco Irving construye una mirada sobre el terror tan genuina que sorprende por impecable y aguda. Lo que parecía una mirada burlona a lo que produce el miedo — o puede producirlo — se convierte en el miedo mismo, con sus narraciones de leyendas sobre cortejos fúnebres, lamentos en los bosques, apariciones de mujeres misteriosas y por supuesto, la leyenda favorita del pequeño pueblo, el Jinete Sin Cabeza, el centro mismo de los terrores sutiles de un pueblo aparentemente crédulo.

Es entonces cuando la habilidad de Irving para crear ambientes dota a la novela de una peculiar viveza: el giro argumental que sostiene la historia ocurre con tanta facilidad y sobre todo, fuerza que no sólo brinda todo un nuevo cariz a la hasta entonces, divertida narración, sino que crea una nueva dimensión del terror. ¿Que infunde miedo? ¿Lo que tememos? ¿Lo que ocurre? ¿O esa misteriosa combinación entre lo que imaginamos y lo que ocurre en los límites de lo que asumimos real? Con una enorme habilidad y buen pulso, Irving dibuja un paisaje donde el terror se combina con una percepción muy fresca sobre lo que asumimos puede ser temible. Y lo hace sin dejar a un lado esa convicción tan evidente suya que en medio de la normalidad, puede abrigar lo terrorífico o lo que es quizás lo mismo: lo terrorífico se disfraza con enorme frecuencia de lo que consideramos habitual.

Al final, ese plácido Sleepy Hollow, con sus paisajes idílicos y somnolientos, rodeado de misterios y pequeños silencios, parece describir mejor que cualquier otra cosa, ese terror que el mundo moderno comprende tan bien: esa claroscuro entre lo que asumimos real, lo que puede no serlo y más allá, lo que resulta terrorífico por el mero hecho de existir en nuestra imaginación. Una imagen insistente sobre lo que somos y más allá, de lo que asumimos puede ser lo real. Un interminable juego de espejos.

El terror y lo cotidiano: La mirada escondida entre las sombras.
Shirley Jackson fue quizás la autora estadounidense que mejor conjugó la idea de la casa tenebrosa, el terror y el hecho mágico del cuento terrorífico en una única percepción sobre el bien y el mal. Jackson estaba obsesionada por la maldad y el misterio de una forma profunda y original que le permitió crear una percepción sobre el miedo que hasta entonces, había resultado desconocida para la literatura norteamericana. De origen, Jackson pareció encarnar la mitología del hecho inquietante: Era una mujer tenebrosa, rodeada de una extraña historia personal que la hacía tan desconcertante como cualquiera de sus personajes. Callada, distante, con un extraño y cínico sentido del humor, Jackson se alejaba por completo de la noción de la mujer sumisa de la década de los cincuenta, que causaba sorpresa y sobre todo, una profunda incomodidad. Según sus propias palabras y los testimonios de quienes le frecuentaban — un selecto grupo de amistades que conservó durante toda su vida — Shirley era una mujer “siniestra”. Lo decían sus compañeros de The New Yorker — en donde fue colaboradora por más de dos décadas — y también, quienes la conocieron en la revista “Woman’s Day” que jamás sospecharon que la mujer que escribía divertidos artículos sobre su vida cotidiana — sus pequeños desastres hogareños, sus problemas para encontrar la casa ideal en North Bennington, en Vermont e incluso lo raro que resultaba su matrimonio con otro escritor — también podía escribir sobre el horror, la muerte y lo desconocido con una prosa tan precisa como la que usaba para describir simpáticos dilemas provincianos. El contraste resultó casi aterrador para la mayoría de quienes le rodeaban. De súbito, la pálida mujer de antojos no parecía tan inofensiva ni tan corriente como la mayoría había supuesto.

Esa ambigua percepción sobre Jackson se mantendría por el resto de su vida. Sobre todo, luego que Jackson se convirtiera en el símbolo de la mujer norteamericana de clase media gracias a sus artículos: muchas lectoras se veían reflejadas en la placidez doméstica de sus relatos — En 1952 se publicarían con el titulo Life Among The Savages — y sobre todo, en su particular sentido del humor para sobrellevar las mínimas desgracias cotidianas. Jackson era capaz no sólo de narrar lo que ocurría en los suburbios norteamericanos sino que además, lo hacía con sensibilidad, buen gusto y elegancia. Para mediados de 1947, la escritora era una pequeña celebridad literaria y sus artículos gozaban de la lealtad de un nutrido grupo de lectores que le seguían de publicación en publicación. A la vista de sus fanáticos, Jackson era un ama de casa modélica con enorme talento para la escritura.

Entonces, en 1948 se publicó el cuento “La Lotería” y Jackson rompió el delicado equilibrio entre su engañosa imagen pública y su ambición literaria. Para entonces, ya la escritora había publicado la siniestra novela “The Road Through The Wall” y algunos otros relatos, pero “La Lotería” fue un golpe de efecto de profundo significado que devastó la trivial noción que hasta entonces se tenía sobre el trabajo de la escritora. El cuento no sólo es una magnífica obra de terror, sino que además analiza el género desde una perspectiva novedosa que desconcierta por su dureza. Jackson crea un ambiente malsano y espeluznante basado en los detalles y con la misma placidez de sus narraciones domésticas. Además, la historia construye una inesperada dimensión macabra de lo que horroriza. Se trata de un miedo primitivo y casi doloroso que sorprende por su efectividad. Un cuento de horror folk que desde su engañosa apariencia de vulgaridad cotidiana, logra el efecto inmediato de horror puro. A primera vista, no hay nada destacable ni especialmente peligroso en el pueblo pequeño y tranquilo que describe la escritora. Hay una atmósfera cotidiana en las charlas triviales de los personajes, incluso en el inocente sentido del humor con que bromean entre sí. Pero de súbito, toda la narración toma un arco retorcido que es quizás, el rasgo más duro de asimilar de la narración. El horror y lo siniestro llega como una ola, atraviesa el paisaje y lo transforma en una oda a lo temible, lo que se esconde debajo de la máscara corriente que todos llevamos en alguna oportunidad. Con “La Lotería” Jackson incursiona en una nueva dimensión de lo terrorífico y lo hace con un pulso que sorprende por su eficacia. Una obra maestra de enorme alcance literario que prácticamente de la noche a la mañana, la convirtió en una de las escritoras más importantes de su generación.

La reacción no se hizo esperar: con su estilo brutal y explícito, “La Lotería” aterrorizó al público devoto de Jackson y convirtió la admiración en una ola de indignación sin precedentes. The New Yorker recibió todo tipo de cartas y reclamos de lectores, que acusaban a la escritora de “causar el pánico” y “de grotesca”. Jackson no sólo no respondió directamente a la polémica, sino que además pareció encontrar humorístico la cólera que provocó la mera insinuación del horror en medio de la normalidad. En el artículo que Jackson escribió sobre el escándalo que provocó la publicación del cuento «Biografía de una historia», la escritora incluye fragmentos de las cartas que recibió pero también, usa el paralelismo del linchamiento público que padeció durante varias semanas para demostrar que el terror descrito en el cuento no es otra cosa que una metáfora. Con una escalofriante frialdad, Jackson logró crear un duro paralelismo entre “La Lotería” y lo que estaba ocurriendo bajo el ojo ciego de la sociedad estadounidense. El país se encontraba en plena caza de brujas política y en los albores de la Guerra Fría. La violencia verbal y la acusaciones estaban en todas partes y de pronto, el pequeño pueblo imaginado por la escritora — y sus secretos — no parecían tan lejos de la realidad.

De hecho, toda la obra de Shirley Jackson tiene el mismo elemento coloquial de dura alegoría sobre la realidad que le rodea. Cada una de sus obras se sostiene sobre un elemento mágico que se hace cada vez tenebroso a medida que la narración se hace más compleja pero también humana. Para la autora, la fuente de inspiración primaria no era lo sobrenatural sino las pequeñas vicisitudes que le rodeaban, convertidas en pequeñas escenas cotidianas con un reborde maligno. Lo tétrico no es el motivo ni el objetivo central de su obra, sino algo más cercano a la amargura y al miedo. Al horror reconvertido en algo más abrumador y doloroso. Una mezcla de frustración, apatía y angustia que transforma cada una de sus novelas en una percepción hórrida sobre los dilemas existenciales corrientes. La prosa de la escritora se convierte en paisajes anómalos y deformados de lo cotidiano. Una mirada a los infiernos invisibles poblados de rostros comunes.

En una ocasión, Shirley Jackson dijo que sus monstruos siempre sonreían. Que habitaban en las relaciones de familia, en los círculos de amistades, en los polvorientos rincones de las casas que la escritora imaginaba como una visión del miedo y la belleza. Sus criaturas son hombres, mujeres y niños, la mayoría de aspecto agradable, con un retorcido sentido del humor y una conciencia de sí mismos que sorprende por su agudeza. Y entre toda esa placidez burguesa, habita un dolor y una maldad de enorme densidad. Capas tras capa de sufrimientos, frustraciones y temores convertidos en una oscuridad plausible y conmovedora.

Se suele insistir que las mujeres son el motor esencial de toda la obra de Jackson. No obstante, no se trata de una predilección de género o una opinión de la escritora sobre lo femenino, sino algo mucho más orgánico y complejo. Las mujeres en la obra de la escritora son elementos imprevisibles que transforman la narración en un recorrido sorprendente y lleno de matices. Las describe llena de delirios, angustias y debilidades. Pero también, tan poderosas, inquietantes y macabras que ese simple giro de la manera como el género percibe a lo femenino, dota a sus obras de un elemento incontrolable. Las mujeres de Jackson son fuerzas de la naturaleza, incógnitas y reflejos de lo incierto y lo tenebroso. Al contraste, muestra a lo masculino desde lo previsible. Simplificaciones casi maliciosas que logran crear una rara tensión insólita al fondo de cada narración.

El monstruo de sonrisa sangrienta: El miedo y la inquietud convertidos en mitología.
Para Stephen King, la normalidad es una gran simulación. El escritor es capaz de describir el ocio y detalles en apariencia insustanciales, para elaborar algo mucho más complejo y violento. En todas las novelas de King, el suspense es una criatura extraña, ambivalente y casi corriente, sostenido sobre esa pasividad insistente que convierte la incertidumbre en algo por completo nuevo. Una irrupción en la irrealidad que se manifiesta como un gran estallido sensorial. Lo anormal que crea y medita sobre lo fundamental de lo consideramos real. Como escritor King intenta reelaborar las reglas del miedo y lo hace con una precisa construcción de ideas: Ninguno de los libros de King carece de un poderoso, profundo e incluso conmovedor elemento humano. Todos los monstruos de King se miran al espejo y se sobresaltan con la imagen que les devuelve el espejo — como ese tétrico vecino de Salem’s Lot encerrado en un ático, incapaz de afrontar la raíz de su nueva naturaleza — o Christine, convertida en vehículo de venganza y nuevos vicios. En cada una de sus obras, lo que aterroriza se esconde bajo el tejido de la realidad, conspira para aparecer y desaparecer entre paisajes tan rutinarios que resultan incluso vulgares. Con la misma capacidad para el desencanto de Shirley Jackson para el tema común y los pequeños horrores alambicados en lo desconocido íntimo, King se supera a sí mismo y elabora un lenguaje poderoso para hablar de algo tan antiguo como evidente: el mal aciago, elemental, poderoso, convertido en símil de la naturaleza humana.

Para King el terror es indivisible de lo evidente y palpable. King encuentra una manera concreta, realista y práctica de describir sucesos imposibles, que crea una inmediata complicidad con el lector. Para King, lo imposible y maravilloso forma parte de un sustrato de la realidad misma, lo que le permite convertir a cualquier narración en una reflexión sobre el mundo como mirada elocuente sobre la identidad y la individualidad. Cada novela de King tiene la elocuente capacidad de narrar hechos de naturaleza violenta y sobrenatural desde un ángulo cotidiano: asesinatos cometidos por hombres y mujeres corrientes, monstruos que habitan pueblos de aspecto anodino, violentas visiones sobre la naturaleza humana disimulados en el cariz de lo obvio y lo natural. Para King, el terror nace de la capacidad del hombre para temerse a sí mismo — la cualidad monstruosa confundida con el temor subyacente que reelabora una idea de lo habitual — y también, para encontrar en lo desconocido, una mirada hacia lo inquietante como terreno fértil de la fantasía colectiva. El bien y el mal para Stephen King forman parte de una dimensión de enorme peso real: tal vez por ese motivo sus personajes hacen frecuentes referencias a la cultura pop y de hecho, es uno de los pocos escritores de terror que crea dimensiones del género para sostener sus historias. Con frecuencia, las situaciones que describe están profundamente relacionadas con pulsiones primitivas, reconstruidas desde un cariz diáfano y pulcro. Pero debajo de esa apariencia inofensiva, el terror palpita como una transgresión a las leyes de la realidad. Una proeza argumental que el escritor construye desde lo notoriamente obvio hacia algo más inquietante, profundo y enrevesado. La raíz de un mal primigenio que parece palpitar en cada una de sus novelas como un dimensión invisible en la que el terror es una forma de expresión de ideas tan antiguas como la humanidad misma.

Tal vez ese es el motivo por el cual, todas las novelas de King tiene una cierta percepción de lo inevitable que las hace familiares, unidas por un hilo conductor que desarrolla un sustrato coherente entre todas. Incluso antes que King decidiera darle sentido y forma a la idea con la saga “The Dark Tower” y crear un universo metaficcional de enorme complejidad, sus narraciones parecían analizar temas semejantes pero a través de una serie de matices retorcidos y de enorme valor argumental. Eso, a pesar de su aire localista — tan norteamericano — que en ocasiones convierte la narración — cualquiera de ellas — en una asimilada reflexión sobre la cultura y su trasfondo sobre lo que crea y sustenta el miedo. Por supuesto, King es un buen hijo de la norteamérica saludable y progresista, lo que hace que sus novelas estén plagadas de banderas de la Unión, discos de vinilo, celebraciones del cuatro de Julio y grandes nociones sobre la sensibilidad del país. Pero es justo ese elemento doméstico y costumbrista, lo que permite a King desarrollar un escenario bajo el cual subsiste el miedo como elemento real. La oscuridad bajo la oscuridad. Los terrores siniestros escondidos bajo una pulcra postal de lo inevitable, obsoleto y venial.

King creó toda una nueva mitología del terror, basada esencialmente en el mal absoluto y encarnado bajo una percepción de la identidad cultural. El mal en las novelas de Stephen King es tradicional pero también, extrañamente relacionado con los miedos que se transforman en nuevas versiones de la realidad. King tomó los temores de la infancia, las supersticiones colectivas, la vulnerabilidad de la comprensión del miedo como una parte indivisible de la mente humana y la desarrolló como un ente individual capaz de sostener un sentido de la vulnerabilidad completamente nuevo. Y quizás, ese sea su mayor mérito como autor.

Todos hemos tenido miedo alguna vez. Quizás a lo desconocido, o a lo que no podemos explicar. Es una idea que tiene mucho que ver con la supervivencia o incluso, la idea de asumir el peligro como parte de lo cotidiano. Y es justamente en esa grieta entre lo normal y lo inquietante, esa predilección por intentar explicarnos por qué sentimos miedo — o que nos lo provoca — lo que hace que nadie sepa muy bien a que teme, pero sabe que lo experimenta. No es casual, por tanto, que oír relatos de miedo o ver películas de terror desata los mismos efectos físicos que el peligro real: se acelera el ritmo cardíaco, aumenta la presión arterial y la respiración se acelera. La adrenalina nos prepara para enfrentarnos a ese miedo invisible, a ese terror oculto que parece sobrevivir a la racionalidad. Una idea tan infantil como quizás inexplicable.

De manera que ese gusto por el terror, tiene mucho que ver con nuestra manera de manejar nuestra propia visión del mundo: el temor como emblema y símbolo, el temor como metalenguaje de nuestra visión del mundo. Es de hecho, bastante probable que lo que tememos no tenga que ver con el monstruo de la pantalla o la escena de nuestro libro favorito, sino con ese terror en sombras de nuestra imaginación.

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