miércoles, 10 de octubre de 2018

Crónicas de la feminista defectuosa: Pornografía, sexo y otras ideas culturales. ¿Qué tiene que ver el amor en todo esto?




Hace un rato, alguien compartió en mi frontpage de Facebook una imagen que insistía en que “Si te ama, no verá porno”. Leí la frase con una cierta sensación de desconcierto, sobre todo por el hecho básico que la pornografía (como parte de la cultura popular y sobre todo, de la forma en que comprendemos lo sexual en nuestra época) poco o nada tiene que ver con el amor como expresión individual. Mucho más complejo, resulta el hecho de relacionar la emoción romántica — cualquiera sea su acepción cultural — con el hecho del sexo por el sexo, cuestión que forma parte de la historia de la humanidad desde sus orígenes. Entre ambas cosas, existe el insistente cuestionamiento sobre por qué el sexo crudo y directo — sin el aparente atenuante del amor — continúa provocando sobresaltos en una sociedad donde se ha desacralizado casi cualquier cosa. O mejor dicho ¿qué es lo que hace el sexo continúe siendo un tabú que requiera una justificación concreta para su existencia?

Es una pregunta tramposa, sin duda. Unos días atrás, leía un artículo que hablaba sobre la “polémica” que habían causado en Grecia las reproducciones de las obras Atenienses sobre el amor que llenan las calles en homenaje a la cultura ancestral. Se trata de imágenes de hombres en pleno acto sexual homosexual, además de algunos detalles sobre el amor “efebo” tan corriente por la época. Por supuesto, se trata de imágenes lo bastante explícitas para provocar un sobresalto a los más conservadoras pero que demuestran, que el sexo como identidad es quizás la huella histórica perdurable y tan antigua como la necesidad del espíritu humano para expresarse. Más allá del “escándalo” (que también suelen producir de tanto en tanto las vívidas escenas sexuales en las paredes de Pompeya) el hecho simple es que el sexo es una percepción de lo natural y lo primitivo, destinada a prevalecer a pesar de cualquier prejuicio y temor.

Pero hablemos de la pornografía, cuyo mera mención parece causar tanta inquietud y preocupación. El siempre provocador Andy Warhol insistía en que el sexo es más excitante en la pantalla y entre las páginas que entre las sábanas. Una idea que se suma a los argumentos que definen el concepto de la pornografía actual. El sexo que se asume egoísta: un lenguaje destinado a un consumo muy especifico y, yendo más allá, a una visión muy concreta sobre lo que ofrece. Su público lo acepta de esa manera y lo disfruta.

La pornografía es, en esencia, subversiva. Es de hecho, una visión de la cultura que muy poca gente asume como real por descarnada y consumista. El sexo ya no como expresión de lo erótico (o lo que asumimos filosóficamente como sexual), sino de lo evidente: deseo, lujuria, obsesión por lo genital. Tal vez por ese motivo la pornografía para mujeres sea, más que una reinvención de la pornografía como concepto, un replanteamiento de lo que se considera pornográfico.

No es casual que la primera vez que se utilizó la palabra pornografía asociada con un producto para el consumo femenino no fue en imágenes, sino entre las páginas de un libro. Ann Snitow es de quienes afirman que los conocidos libros de romance de la serie Harlequin no eran considerados otra cosa que pornografía para mujeres. A pesar del pánico que causó la idea entre feministas y conservadores, la idea estaba clara: lo que proponen Snitow y otros críticos es que la sexualidad femenina, a diferencia de la masculina, no se estimula sólo de lo que se mira, sino además de lo que se siente, lo que la conmueve, lo que se imagina. De manera que esas novelas, con sus tórridas escenas descritas con una meticulosidad excesiva, eran la puerta abierta hacia esa necesidad del sexo por sexo pero a través de una visión mucho más intricada que el simple porno de exhibición de genitales fotografiados.

Peter Parisi, incluso antes de que Snitow analizara el romance literario en ediciones baratas como una forma de pornografía para las mujeres, decía que eran en esencia pornografía para personas que sentían vergüenza de leer pornografía. En otras palabras, el sexo explicito (sea en palabras o imágenes) complace el morbo, pero la promesa de romance y quizás hasta de un burguesa conclusión con un anillo de compromiso en el dedo la completaba moralmente. Todo cubierto entonces, con respecto al sexo por el sexo, la mujer lectora, conservadora y tímida, sonreía desde sus sábanas.

Pero para Snitow no todo se limita a pensar en la pornografía femenina como una reinterpretación del morbo y una satisfacción del erotismo, rodeado de una serie de elementos propios de lo que llama la visión femenina, sino que profundiza y asume que en la pornografía para mujeres el sexo cumple otro rol además del evidente: satisface esa necesidad de inmersión total de los sentidos. Así que la pornografía para mujeres no sólo conquista esa visión de la mujer sobre el sexo, llena de matices, sino que además consuela esa culpa histórica de una cultura misoginia que asume que la gratificación inmediata femenina no existe (o no debería existir). El argumento da para todo: Snitow insiste en mirar a la mujer como una gran observadora de su sexualidad, una espectadora y la constructora del mensaje erótico. Y es allí donde la pornografía para mujeres brinda un nuevo concepto: se admira así misma como un descubrimiento en una dura región social donde todo parecía estar dicho.

El planteamiento remueve ideas novedosas sobre esta nueva mujer sexual: adopta a pleno derecho la subversión de la pornografía masculina. Pero, además, asume la destrucción de los limites históricos de lo que puede ser sexual o no para la mujer y de cuanto se considera erótico o no. Todo esto ocurre finalizando la década de los setenta, cuando el despertar sexual del planeta está en su apogeo, el feminismo replantea el juego de roles y la mujer se hace preguntas sobre sí misma. Es en ese momento cuando la pornografía para hombres recorre su propio camino para dejar de ser una mera curiosidad cultural y lanzarse de lleno al triunfo comercial.

Playboy, fundada en 1953 por un jovencísimo Hugh Hefner, daba el salto de ser una publicación a un ícono comercial. La reaccionaria Hustler, el producto de un campesino astuto como Larry Flint, sacudía las bases de lo que hasta entonces se asumía como aceptable y creaba algo nuevo. Ya no hablamos de panfletos de mala calidad con fotografías de mujeres desnudas: hablamos de lujosas publicaciones en papel glasé y a todo color como el eje de mucha otra mercancía. Es la reinvención de la pornografía como negocio y, al mismo tiempo, como una mezcla entre lo que se vende y lo que se asume como un nuevo lenguaje. La pornografía ya no se esconde ni tiene miedo: los estanquillos del mundo se llenan de ediciones lujosas del sexo y la fotografía sexual, que parecía formar parte de un género vergonzoso dentro de un arte menor, deja de esconderse de la mirada popular y redimensiona su estética propia. Y reinventó su modelo de negocio.

Actualmente, los ingresos de la industria del placer convertido en entretenimiento suman más de 14 mil millones de dólares anuales sólo en Estados Unidos. “Los vídeos porno generan más dinero que los ingresos combinados de las franquicias de fútbol profesional, béisbol y baloncesto” indica las investigaciones de Family Safe Media. Respetables firmas empresariales, como las cadenas hoteleras Marriott, Hyatt, Sheraton y Hilton, o los distribuidores de televisión por cable Time Warner, Comcast o News Corp, obtienen un considerable porcentaje de ganancia en la distribución. A manos limpias y bien disimulado, el mundo corporativo estadounidense también disfruta de su cuota de gemidos y sexo comercial. Las productoras de cine porno producen anualmente 13.000 mil títulos catalogados para adultos que no entran en el circuito de cine comercial, empleando a unas 12.000 personas en unas mil empresas. La sola cifra de producción en bruto supera treinta veces a Hollywood. A esa cifra descomunal hay que agregar los millones de dólares que generan posters, revistas, videocabinas, páginas web, descargas on-line y websites dedicados exclusivamente al porno puro y duro.

Para redondear estas extraordinarias ganancias, tengamos en cuenta que 20.000 millones proceden únicamente de los vídeos y unos 7.500 millones de la venta revistas. Pero hablamos de negocios iniciados en los años cincuenta, como el emporio Playboy, que fue el primero en diversificarse y hoy gana unos 5.000 millones a punta de teléfonos sexuales, 2.500 millones a través del pago por ver videos y otros 2.500 millones en Internet.

No fue sino hasta 1984 que la neoyorquina Candida Royalle fundó Femme Productions, su productora directamente intencionada en un universo erótico cuyo eje fuera deseo femenino. Aunque varios críticos sostienen que sus primeras películas estaban dirigidas más bien a parejas, el hecho de que varias de sus producciones fuesen recomendadas por consejeros matrimoniales y terapeutas, sumado al cuidado artístico y a renunciar a aspectos tradicionales de la pornografía como la relevancia de la eyaculación masculina, la posicionó rápidamente en un nuevo nicho de mercado. Royalle incluso formó parte del grupo que en 1989 firmó un Manifiesto del Porno Postmodernista y fue nombrada miembro de la Asociación Americana de Educadores Sexuales, Consejeros y Terapeutas. Así llegó el feminismo a el otro Hollywood, como es conocido el negocio del cine pornográfico en tierras estadounidenses.

Entonces aparece la nueva mujer que nace entre la ruptura de la feminista acérrima (que rechaza la sexualidad que la convierte en objeto) y la que se está descubriendo a sí misma está en la búsqueda de descubrir lo que puede aspirar (desear) en esa sexualidad moderna, elemental y dura que hasta entonces le había resultado esquiva. Comenzó a ver pornografía a escondidas, robando escenas y ojeando las revistas. Aunque le atraía, necesitaba más que lo genital en primer plano. Pero no sólo porque la sexualidad cruda niega la propia identidad cultural de la mujer (y tal vez en ocasiones la agrede), sino porque además no complace la necesidad esencial de la mujer sexual: la fantasía erótica sensorial.

Esa visión del sexo crudo, que complace a unos e incomoda a otras, parece sugerir que ambos se miran con mucha claridad a través de esa declaración de intenciones (vulgar, anónima y en ocasiones anodina) de la pornografía como producto de consumo, algo innegable que no se puede. Se dijo que el auge de la pornografía podía deberse al progresivo aislamiento sensorial del hombre en una sociedad de consumo efectista. Se debatió larga y amargamente sobre su conducta desensibilizadora en adolescentes que tenían su primer contacto sexual a través del sexo grosero y evidente de la pornografía. Pero también se habló de la liberación del tabú, del sexo como fenómeno accesible y como vehículo de expresión.

Pero lo sensorial ya se había explorado en otras regiones. Es referencia obligada el asombro mediático que causaron El último Tango en París (1972), de Bernardo Bertolucci y El Imperio de los Sentidos (1976), del director Nagisa Ōshimay, en una tradición que continúa en películas como Romance X (1999), de la directora Catherine Breillat: mostrar al gran público el sexo crudo,como fuente de ideas, como generalización de un concepto que pareció pertenecer exclusivamente a la periferia. Una propuesta que parecía combinar esa idea del sexo genital con la fantasía sensorial y optimista que interesaba a Snitow. Y así aparece un híbrido entre ambas cosas: la obra de Erika Lust y su visión de la industria.

Lust encontró la grieta entre las interpretaciones (el sexo que vende; el sexo que simboliza) y creó algo totalmente nuevo. Como mujer, se enfrentó al prejuicio de la industria porno y también a la mirada inquisidora de la nueva feminidad crítica y consciente de su sexualidad. Y de alguna manera triunfó en ambos extremos. La obra de Erika Lust en ocasiones produce desconfianza, cuando no franca animadversión. ¿Porno feminista? En un mundo acostumbrado a que el sexo pornográfico tiene una sola visión, su frontal reinterpretación de la idea causó polémica. ¿Que aporta Lust a este universo sin medidas tintas, donde la mujer y el hombre son objetos de la fantasía del que mira? Tal vez que comprendió que la percepción del hombre y la mujer con respecto a sus cuerpos y al sexo, como placer y como satisfacción, son distintos pero siempre coincidentes en la necesidad de verse allí. A la mujer le gusta el porno, pero incluido en la idea sensorial. El hombre admira el misterio y busca el sexo. Y entre ambas visiones, Lust encontró una pieza perdida: esa que hace femenino y erótico el porno, pero conservando esa genitalidad necesaria. Encontró lo erótico en lo evidente y lo reinventó.

Se ha dicho que el porno es inseparable del hombre sexual contemporáneo. Pero también que la fantasía erótica forma parte de la sexualidad femenina. Entre ambas cosas, desde el consumidor de porno puro y duro hasta la lectora de novelas Harlequin y las más recientes fanáticas de la trilogía erótica 50 sombras de Grey hay un elemento en común: la búsqueda de la satisfacción más allá del tabú y el poder que brinda el sexo como sonrisa vertical.

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