viernes, 4 de mayo de 2018

Una recomendación cada viernes: Gun Love de Jennifer Clement.




Durante los últimos meses, los atentados armados en EEUU se han multiplicado de manera exponencial y también, la discusión pública sobre esa polémica segunda Enmienda en la constitución estadounidense que consagra, para bien o para mal, el hecho de poseer — con todo el sentido inquietante que pueda tener la palabra — un arma. No obstante, más allá del debate la idea es mucho más preocupante: se trata de una cultura que asume la violencia como necesaria y que además, analiza desde cierta distancia inquieta y dura, la percepción sobre la agresión y los métodos de defensa. Para bien o para mal, Norteamérica se ha convertido en el símbolo de la controversia sobre la violencia controlada pero sobre todo, el análisis de la defensa como parte de los atributos, deberes y derechos del ciudadano común. ¿Hasta que punto la noción sobre las armas como elemento de la cultura crea una concepción de la violencia por completo distinta?

La escritora Jennifer Clement se plantea la disyuntiva pero además, analiza a profundidad el hecho de la violencia y la percepción del arma como derecho adquirido en su novela “Gun Love”, una acertada combinación entre el horror que construye y elabora la violencia como parte de un estrato de la sociedad y también, como una forma de respuesta a las disyuntivas que la ley no puede resolver por sí sola. O esa parece ser la cuestión central de un libro, que analiza con minucioso cuidado el hecho de la agresión ciudadana — y el derecho a la defensa — como una expresión elemental de lo que puede ser una idea social a la periferia. Hay algo dramático y lóbrego, en la profusión de armas de fuego que llenan la novela: desde el primer capítulo, la capacidad para matar parece estar en todas partes, de manera simbólica o directa. Un gran número de armas que se definen con eficiencia clínica y que parecen además, definir la idea de la identidad como parte de algo más profundo, elemental y duro de comprender sobre la cultura norteamericana. Por supuesto, la frecuencia con que la autora describe, incluye y analiza la percepción de las armas como parte de la concepción del norteamericano sobre su seguridad personal, crea una percepción notoriamente cruda sobre como se asume el miedo y la autodefensa en un país donde la libertad pasa por una línea obvia de dolor. Sin embargo, Clement no sólo describe al país en guerra silenciosa, invisible y cruenta, sino también a las fuerzas que se oponen a la subcultura de la violencia de manera clara. Entre ambas cosas, el libro parece ser una noción espléndida sobre la búsqueda de un sentido claro de la supervivencia — de las ideas, de las percepciones colectivas sobre el yo locus o el como nos se mira la sociedad norteamericana — y algo más inquietante: la desesperanza de un país enloquecido por la disyuntiva de las armas. Entre todas estas cosas, la idea del bien y del mal se condiciona a la desesperanza de una humanidad melancólica que se abre paso en una noción más amplia sobre los emblemas morales de un país que se cuestiona a sí mismo: ¿Quienes somos como parte de una concepción de la violencia que atraviesa viejas heridas? parecen preguntarse los personajes y Clement no ofrece un respuesta fácil a la disyuntiva.

Por supuesto, Clement se toma el atrevimiento de retratar una norteamérica oscura, dura y desconcertante, muy alejada del cliché añejo del American Way Life. Los personajes de Clement revolotean anodinos, sin perspectivas de futuro, enfrentándose a una concepción sobre la prosperidad que bordea una vulgaridad casi grotesca. La Florida que describe la escritora, carece de refinamiento, belleza y cultura. O al menos, parece ser una especie de dolorosa versión de un país desprovisto de sus principales máscaras y sobre todo, el brillo glorioso de una historia reciente que le encumbra como símbolo de bonanza y equilibrio democrático. El país que Clement describe, es una combinación de un sincretismo rural moralista entremezclado con una aspiración a lo contemporáneo que no llega a cristalizar. El resultado es una colección de escenas y personajes perdidos, que conducen de un lado a otro por autopistas ultramodernas, con unos cuantos centavos en el bolsillos y aterrorizados por la futilidad de su existencia anodina. Uno de los ejemplos más llamativos de esa dicotomía, es Margot France, personaje que parece aglutinar no sólo la búsqueda de Clement de la Norteamérica más allá de la utopía sino además, una tristeza social difícil de describir. Se trata una mujer joven que vive en un automóvil descompuesto con su hija de 14 años, Pearl. Aterrorizada por el peligro de las calles solitarias a medianoche y durante el día, atormentada por la sensación que va de un lado a otro, tratando de lidiar con un tipo de realidad que le supera y le consume. No obstante, Margot vive el mismo tipo de existencia dolorosa, devastada por la desesperanza y a la vez cierta opulencia ficticia que no deja de ser trágica: Embarazada durante la adolescencia, huyó de la opulenta casa de su familia materna y ahora, rehén de sus propia desgracia, parece vivir en medio de los escombros de una riqueza artificial: Lleva a un lado a otro piezas de una carísima vajilla que robó al huir — mellada, rota e incompleta — y revive su secreto talento en el piano mientras Rachmaninov en la local Iglesia. Como si de una metáfora de los antiguos brillos y certezas de un país en decadencia, Margot parece encarnar un tipo de pobreza lenta, desigual y dolorosa, que acaece en mitad de la angustia existencial que asimila su nombre y condición. Más allá de eso, hay una nostalgia rota que no sólo muestra a Margot como símbolo sino que además, expresa la belleza y el dolor de la violencia callejera — esa que debe sufrir desde los confines del automóvil detenido en ninguna parte — de una manera por completo nueva.

Pero Clement juega con esta imagen rota y levemente utópica de la pobreza y la transforma en algo más temible cuando Eli Redmond se enamora de Margot. Redmond es la visión más evidente sobre la norteamérica obsesionada con los límites de la violencia y a sí lo demuestra de inmediato. Hay algo extrañamente visceral, duro e inquietante en la forma en que Clement describe a este hombre obsesionado con las armas, pero también, trágicamente enamorado de una mujer que le teme. Hay una intensidad angustiosa, periférica en la descripción de Clement sobre este romance desesperado, trágico y venenoso. Y por supuesto, la violencia está en todas partes. Reconvertida en escenas sutiles en que las armas cuelgan en la pared, arrojadas de cualquier forma en la parte trasera de automóviles destartalados, entre las manos de los personajes. Las armas de pronto un protagonismo evidente, tenebroso. Y es entonces, cuando Clement lleva a un nuevo nivel la noción sobre la agresividad sugerida: la masculinidad se convierte en un elemento tóxico dentro de un ambiente claustrofóbico. En medio de un trayecto en apariencia interminable por la norteamérica de Trump — el racismo latente aparece en todas partes, se sustenta en un diálogo interno sin principio ni fin, que parece enlazar una versión de la realidad lóbrega y tóxica. Mientras Margot avanza por autopistas y carreteras solitarias, con su hija a cuestas, con el temor y el amor convertido en una especie de pasajero invisible, las consignas racistas, la insistencia de la percepción de la violencia como evidente y necesaria, se hace cada vez más cercana. Como si de un terrorífico cuento de hadas se tratara, Clement logra convertir su novela en un recorrido histórico y emocional que sorprende por su sensibilidad.

El estilo sobrio, lento y meditado de Clement dota al libro de una tristeza implícita que hace parecer la narración una balada exquisita de Nick Cave e incluso — en sus momentos más oscuros — una de Johnny Cash. Lo asombroso es que la escritora logra contar una historia complicada a través de un testigo improbable — Pearl, que mira el mundo Margot desde cierta distancia inocente, frugal, pero a la vez dolorosa — que dota a la experiencia de una sinceridad brutal. Con algunos momentos poéticos, hay una belleza inclemente que inquieta por su durísima mirada hacia el poder de comprender la violencia como inevitable y es justo en esa disyuntiva que la novela alcanza su punto más alto: “Camino directamente hacia arma de tiro como si estuviera caminando hacia un rociador de agua en un caliente Día de Florida en julio” narra Pearl, en uno de los momentos más espeluznantes de la novela. Con la sobriedad de Cormac McCarthy — esa descripción helada y puntual de la violencia que termina convertida en algo más elaborado y siniestro — el libro es una mezcla de horrores y pequeñas maravillas conmovedoras que desconcierta por su capacidad para conmover hasta las lágrimas y desconcertar hasta el miedo. Una rara combinación que sin duda, es el mayor logro de esta historia en apariencia simple y sobria, pero que se sostiene sobre la capacidad del dolor y el terror en medio de lo cotidiano. Una grieta triste en medio de un escenario desolado.

0 comentarios:

Publicar un comentario