jueves, 31 de mayo de 2018

La fotografía como testigo silencioso: La poderosa temeridad de Robert Capa.






El mito insiste que la noche antes de ocurrir la invasión a Normandía, todos los soldados recibieron la extremaunción. Un gesto triste y levemente tétrico que les hizo comprender a todo que la ejecución de la maniobra era algo más que un movimiento táctico y militar. Se dice también que se trató de un momento inquietante, lleno de enorme belleza, con el Capellán levantando las manos temblorosas y recitando las fórmulas sacras en voz muy baja. Se dice también que Robert Capa fotografió en secreto toda la ceremonia, aunque después, las fotografías se perdieron en un error inexplicable de laboratorio que arrebató a la historia un testimonio temible sobre el dolor de la guerra.

Por décadas, la fotografía fue considerada un arte menor, una especie de accidente de laboratorio que no revestía mayor interés que cierto aire experimental al que nadie le otorgaba verdadero valor artístico. Tuvo que transcurrir más de medio siglo desde su invención — o mejor dicho, su nacimiento como expresión creativa — para que la imagen instantánea pudiera demostrar todas sus posibilidades y además, demostrar el poder de su capacidad para reflejar la historia. Más allá de eso, su cualidad de registro exacto, invaluable sobre la memoria colectiva.

Para Robert Capa fotografiar tenía una directa relación con esa percepción de la fotografía como objeto histórico o en todo caso, su capacidad para serlo. El fotógrafo estaba convencido que la fotografía era no sólo una expresión del presente, sino de la idea dual de la realidad como un objeto de valor. Tal vez por eso insisto en más de una ocasión que era un “hombre sin miedo” y que esa temeridad suya, era parte de su trabajo fotográfico. “Ningún temor supera el deber de mostrar” llegó a decir, obsesionado con el documento fotográfico. El impulso le llevó a recorrer escenarios que muy pocos fotógrafos de su época se atrevieron a documentar y a brindarle una mirada personal a algo mucho más complejo, que el simple documento. No obstante, su visión sobre el temor y la fragilidad humana, también fueron partes de su lenguaje visual. Una mirada profunda y en ocasiones, devastadora no sólo sobre el hecho de la violencia sino también, del dolor que avanza en las imágenes como un discurso subyacente. Capa, tal vez sin proponérselo o quizás casi por accidente, documentó la guerra como un hecho humano, más que cualquier otra cosa.

Tal vez por ese motivo, se encontraba en Omaha Beach el 6 de Junio de 1944, un lugar en el que nadie quería estar. Capa no era soldado, tampoco tenía un arma. Sólo llevaba su cámara. Eso y la firme intención de captar el espíritu de una fecha que más tarde confesaría, intuyó era algo más que una maniobra militar a gran escala. Capa tenía un olfato privilegiado para reconocer el peligro, el riesgo y sobre todo, el peso histórico del trabajo que llevaba a cabo. Ya por entonces, era considerado uno de los mejores fotógrafos de guerra del mundo, pero las imágenes que captaría en Normandía, no sólo cambiarían para siempre la forma como la fotografía documental se comprende a sí misma, sino además, sentaría las bases de la percepción sobre el hecho fotográfico como elemento ineludible de la historia. A partir de las imágenes que Capa captó durante la operación Overlord, la imagen inmediata profundizó en su mirada sobre la historia — y como puede reflejarla — y la noción real sobre su posible trascendencia.

Capa era un hombre interesado en el suceso, más que la implicación emocional. Sus fotografías no son emotivas, mucho menos provocan una reflexión sensitiva. Pero aún así, tienen la suficiente contundencia para conmover. Las imágenes que captó durante el llamado “Día D” no son la excepción: son un escalofriante reflejo no sólo del movimiento militar y la colosal estrategia que los aliados llevaron a cabo, sino que son una reflexión — incluso involuntaria — sobre la violencia y la necesidad del poder de fuego en un momento crítico de la historia de la humanidad. A medio camino entre el manifiesto — el del observar lo que ocurre como parte de una historia que contar — y la percepción de su valor esencial, Capa logró expresar el desconcierto y la incertidumbre que todo enfrentamiento bélico lleva consigo. Pero además de eso, dotó a su trabajo de una peculiar percepción acerca del peso humano de la imagen. Capa no sólo fotografió a un escuadrón militar que avanzaba tierra adentro en el comienzo de una posible invasión: miró con atención a los hombres que llevaban sobre sus hombros la carga de la historia.

Se trataba de un momento histórico complicado: Para la primavera de 1944, la Segunda Guerra Mundial atraviesa uno de sus momentos más críticos. Los norteamericanos toman de manera progresiva el control del pacífico, gracias a maniobras como la toma de Iwo Jima, que marcó un nuevo curso de la historia en la región. Por otro lado, la coalición también triunfa en África, luego de vencer al Afrika Korps de Rommel. No obstante, la situación era bastante distinta en Europa continental, en su mayor parte aún bajo el control alemán. Así que, la decisión de atacar en un frente aliado al poder nazi era casi inevitable: Una maniobra que llevó meses construir y consolidar gracias a una larga serie de negociaciones a puerta cerradas, en ocasiones infructuosas. Por último, la inédita coalición de aliados tomaron la decisión de un ataque directo y en masa sobre las posiciones europeas de los alemanes para lograr abrir una brecha en sólida defensa militar.
La ofensiva militar se planeó para la mañana del cinco de junio, pero debido a problemas meteorológicos, se realizó al día siguiente. Capa se embarca con los soldados e incluso se cuenta, que insistió en vivir las mismas condiciones de la tropa durante el avance. Confesaría después que la experiencia le permitió comprender la profundidad del miedo pero sobre todo, la esperanza que la mayoría de los soldados tenían con respecto al ataque que se llevaría a cabo. El fotógrafo viaja a bordo del USS Samuel Chase, junto con la Compañía E del 16º Regimiento de la 1ª División de Infantería. Pasa la noche junto a los soldados como un miembro más del grupo. La mayoría no rebasan los veinticinco años de edad y no saben que les espera en las costas de Normandía. La compañía E será la primera oleada de la ofensiva y será la que mayores bajas tendrá en la batalla venidera. Capa no sólo tomó una decisión que supuso un riesgo personal en favor de la fotografía, sino que además asumió el poder de esa decisión sobre su trabajo fotográfico.

Omaha Beach resultó ser el lugar que más resistencia opuso a la invasión aliada. Las tropas alemanas, pertrechadas con armas de última generación para la época y una feroz conciencia de la defensa de un Estado militar, lucharon con un fervor patriótico que pudo haber marcado la diferencia, pero que encontró su reflejo en el frenético ataque de las fuerzas aliadas. Robert Capa se unió a la batalla como pudo, incluso a riesgo de su vida y contra el consejo de la mayoría de los soldados que le rodeaban. Sin protección alguna y llevando sólo sus dos Contax II, cargadas con película de 35 milímetros, Capa se esforzó por documentar lo que ocurría y lo hizo con un ojo privilegiado: corrió en medio de disparos, se arrojó en trincheras y vio morir a varios soldados, mientras levantaba la cámara entre las ráfagas de metralla y trataba de captar no sólo el conflicto sino el temor, la angustia y el heroísmo de los soldados que le rodeaban. En medio de una lluvia de balas y mientras a su alrededor morían casi veinticinco mil soldados, Capa no sólo demostró su compromiso con la necesidad de contar una historia a través de las imágenes sino una nueva manera de hacerlo, una percepción poderosa e infalible del horror que acumuló en apenas cinco rollos de negativos y que se convirtieron en el trabajo más importante de su vida.

Por extraño que parezca, Capa diría después que sus fotografías sobre el Desembarco a Normandía fueron la de menor calidad técnica, pero la de mayor relevancia histórica. La mayoría de las imágenes carecen de nitidez pero a su vez, captan con enorme y doloroso realismo una batalla que se distinguió por su violencia y sobre todo, por la percepción de inevitabilidad que la convirtió en un antes y un después en la historia de la humanidad. Capa la documentó no sólo como pudo sino de la mejor manera que supo: convirtiéndose en parte de la guerra, en parte de la historia y creando un documento histórico único que demostró la necesidad de la fotografía como un relato vivencial y real de la vicisitud humana.

No obstante, el testimonio visual de Capa tuvo además la particularidad de reflejar la manera como se asumía la fotografía por la época: en nuestros tiempos de inmediatez y absoluta accesibilidad, el trayecto que tuvo que atravesar el trabajo de Capa para ser divulgado parece inverosímil. Aún así, es parte del mito de lo ocurrido y la posterior trascendencia del documento histórico que se analizaría después como una de las pocas visiones realistas sobre la guerra en transcurso. Se trató de un camino plagado de obstáculos que comenzó en los laboratorios de la Revista Life (que había contratado a Capa para el trabajo) a Londres y terminó con un error básico que pudo destruir quizás el único testimonio visual de lo ocurrido en el día “D”. En el cuarto oscuro Dennis Banks, entonces ayudante de Laboratorio, cometió una serie de errores en el revelado que no sólo estuvieron a punto de destruir los negativos originales sino que además, transformaron el resultado final de las imágenes en algo por completo distinto a la intención inicial del fotógrafo. Hostigado por las exigencias del periódico, Banks cometió todo tipo de errores en el proceso de revelado, lo que deterioró el material y redujo los cinco rollos originales en apenas once fotografías, que en la actualidad son conocidas como ‘The Magnificent Eleven’.

La revista Life publicó el material y de pronto, la Guerra se transformó en un suceso cercano y doméstico que cada norteamericano pudo asumir y confrontar con una cercanía desconocida. Las fotografías de Capa, con toda su carga de profunda dureza pero sobre todo, una franqueza que reflejó la guerra como todo su poder destructivo, impactaron en el inconsciente colectivo como algo más poderoso que una imagen. Más de un vez, Capa confesó la sorpresa que le produjo no sólo la conmoción general que provocó sus imágenes sino el poder que tuvo su mirada sobre el conflicto, para lograr una nueva percepción de lo que la guerra puede ser. Descarnada, caótica, abrumadora por su crudeza y dolor, la guerra que Capa mostró fue algo más que una sucesión de imágenes caóticas. Fue una reflexión sobre el dolor y la condición humana bajo la pátina de un documento visual de profunda relevancia histórica.

Capa ya era toda una celebridad mundial cuando la Guerra acabó. Aún así, ya no era sólo un fotógrafo de guerra, sino que se le consideraba una mirada privilegiada sobre el poder del hombre para contar su propia historia. Capa demostró las implicaciones de la fotografía como documento conjuntivo de la historia contemporánea y su poder para sostener una comprensión elemental sobre la identidad moderna. Con toda seguridad, con sus imágenes levemente distorsionadas — que Capa atribuyó siempre a errores de laboratorio de la revista Life más que a su nerviosismo — captó el espíritu del dolor contemporáneo con mayor claridad que cualquier otro fotógrafo. Nunca pudo superarse a sí mismo y quizás, no lo intentó: la guerra, con todos sus dolores y horrores, creó un paradigma en la manera como se asume la naturaleza humana. Sus rigores y pequeñas pérdidas. Sus triunfos misteriosos pero sobre todo, esa obsesión por contemplar sus errores y grandes batallas morales. Con su distancia espiritual, su necesidad de mantener la objetividad y aún así, esa completa identificación con el desconcierto y la incertidumbre de la Guerra como símbolo, Capa logró asumir el peso de un concepto hasta entonces inédito y que a partir de su trabajo sería esencial para comprender el fotoperiodismo: el relato de la vivencia humana a través del hombre que la contempla como historia.

La última Guerra de Capa ocurrió diez años después de publicado el trabajo que le haría inmortal: perdió la vida al pisar una mina mientras acompañaba al ejército francés en una Misión de reconocimiento. Sería tópico e innecesario insistir en que Capa murió como vivió y no obstante, su muerte violenta y en medio de un campo de batalla, parece describir mejor que cualquier otra cosa su intención inquebrantable de mostrar el hecho humano en todas sus consecuencias. Convertido en leyenda, Capa insistió en reflejar en su trabajo la identidad del hombre como parte de su circunstancia. Recordarlo a través de sus fotografías. Asumir el peso de su historia compartida.

Sin duda, lo logró.

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