lunes, 14 de mayo de 2018

Crónicas de la nerd entusiasta: Todos los motivos por los que deberías ver la nueva adaptación “Fahrenheit 451” de HBO de Ramin Bahrani.




En ocasiones, la Ciencia Ficción suele mirar el futuro con cierta desconfianza, como si las promesas de la tecnología y la filosofía en inevitable evolución, no fueran del todo ciertas. O peor aún, se trataran de pequeños fragmentos de una idea mucho más amplia y enrevesada que carece de sentido real, cuando se analiza como todo en conjunto. Es probable que por eso, la nueva versión de “Fahrenheit 451” de HBO dirigida y escrita por Ramin Bahrani, comienza dejando claro que la historia es un acuerdo engañoso, una percepción dual y poco concreta entre el ciudadano que asume lo que la sociedad narra y los secretos que guarda. Un pensamiento sin duda inquietante, que el guión analiza con rapidez desde una primera vista de un mundo sometido a una mentira resplandeciente y rígida. Poco a poco, el argumento introduce al espectador en la engañosa ciénaga de una versión oficial violenta y restrictiva. Un tipo de prejuicio convertido en ley y comprensión de la realidad. Lo falso como excusa para el progreso, lo que deseamos creer y lo que resulta aún más preocupante, lo que necesitamos comprender como el mundo que nos rodea.

Ramin Bahrani crea nexos inmediatos con un mundo donde lo ficticio tiene mucho más valor que la verdad (y es mucho más importante y definitivamente influyente) y el nuestro. Y lo hace a través de esa ligera noción sobre la pérdida de la objetividad y la percepción de lo verosímil que la película sostiene como principal línea de su argumento. Para bien o para mal, la distopía que se anuncia desde las primeras escenas tiene algo de predicción, de anuncio. Y es lo que el guión muestra como un reflejo pertinente de la trama como conjunto: ¿Que es cierto y que no lo es? ¿Cuantos estamos dispuestos a sacrificar para comprender el tiempo que se construye como una versión del bien y el mal ético sepultado bajo capas de mentiras oficiales más o menos creíbles? El “Farenheit 451” para una generación cínica analiza sin cortapisas los alcances de la post verdad — esa noción sobre la comunicación convertida en un arma de manipulación — y lo hace con una sutileza que asombra.

Basada en la novela distópica de Ray Bradbury escrita 1953, la película conserva el aire doloroso y violento sobre la búsqueda de lo creíble a través de la literatura y el arte, prohibidos como medios de libertad en medio de un futuro aplastado por una noción aciaga del control y el peso del poder como una idea mucho más compleja que las relaciones de dominio. “Es mucho más fácil ser feliz que ser libre” anuncia la nueva adaptación y lo hace desde un pesimismo aciago que pende sobre la obra de una sociedad que entregó sin demasiada resistencia su percepción sobre sí misma a cabo de una felicidad artificial. Con la misma potencia de la novela y quizás un interés más que inquietante sobre los principios y límites de la libertad personal, la película se hace preguntas inquietantes sobre el hedonismo, el fervor por la personalidad y el egoísmo moderno, ideas que parecen entrecruzarse entre sí para sostener una sociedad en que el placer sustituye el cuestionamiento. ¿Es suficiente el hedonismo como una forma de expresión de fe, aciaga y marchita, en medio de una sociedad hipertecnificada que se asegura de aplastar cualquier rastro de identidad? El film pondera de manera inteligente, cruel y sofisticada sobre la pérdida de la individualidad en favor de un tipo de satisfacción hueca cercana a un narcisismo utópico. ¿Quienes somos cuando la percepción de quienes somos está supeditada al poder como centro de toda versión de la verdad, la credibilidad y lo verosímil? ¿A qué aspiramos cuando todo cuestionamiento y resistencia debe enfrentarse a un placer incompleto y artificial basada en una celebración sensorial carente de valor? De la misma manera que el libro, la película se enfrenta a la percepción de la libertad personal y lo hace a través de la literatura y las artes, desde el centro mismo de la idea que la libertad reside en lo creativo. Con una puesta de escena impecable y una concepción asombrosamente efectiva sobre lo creacionista y lo expresivo como una forma de independencia inalcanzable, la noción sobre la verdad y lo que se oculta, se transforma en una lucha de enormes consecuencias morales en medio de una sociedad rota por su propia superficialidad.

Claro está, la sombra de François Truffaut sigue siendo muy evidente y los elementos más reconocibles de su adaptación del 66, siguen formando parte de un imaginario central que también sostiene la versión de Ramin Bahrani. Esa sociedad secreta de hombres — libro, que crean una memoria clandestina bajo la historia oficial impuesta desde la ignorancia, continúa siendo uno de los elementos más extraordinarios y sobre todo, esenciales dentro de la narración de una historia basada en la libertad a través de la independencia intelectual que se asume como inalcanzable y casi utópica. Con su juego de espejos en medio de una distopía analfabeta basada en el placer en que los libros son ilegales, Bradbury envió una crítica directa a cierta versión de la cultura del consumo y de la percepción de la identidad basada en la necesidad de la autocomplacencia. Creando inevitables paralelismos con la sociedad contemporánea y sobre todo, elaborando una intrigante hipótesis sobre la posibilidad del miedo. Una ruptura de lo que define a lo intelectual como parte de una idea más profunda y extraordinaria.

Tanto en el libro como en sus sucesivas adaptaciones, resulta inquietante que los Bomberos — institución que en la mayoría de los países del mundo es considerada símbolo de respetabilidad e integridad moral — sean los encargados de aplicar la durísima ley que condena a la literatura como delito moral inclasificable. Convertidos en soldados de asalto, son los bomberos quienes destruyen y atacan a cualquiera que posea un libro o cualquier muestra de arte y lo hacen con la serena eficiencia de un deber asumido sin cuestionamiento alguno. Por supuesto, las escenas de quema y destrucción, son apenas metáforas de lo que esconden realmente el comportamiento subordinado de población: Durante años, toda la ciudadanía consumió drogas prescritas y todo tipo de tecnología que sustituyen el pensamiento crítico por algo más simple y manejable. De hecho, la puesta en escena que Ramin Bahrani imaginó para el argumento es fastuosa y rutilante, un gran escenario vacío que parece contener a duras penas una indiferencia sin sentido, cada vez más elemental y cercana a cierta ingenuidad infantil de connotaciones peligrosas. Tanto en el libro como en las películas, la noción sobre el heroísmo se manifiesta en el desacatado de la norma — esa quema de libro inmisericorde y despiadada — y sobre todo, en esa percepción de la sociedad sofocada por propaganda estatal y la destrucción de la identidad como un todo colectivo destinado a la derrota.

Ramin Bahrani, un cineasta que parece obsesionado con ciertas ideas sobre la dominación y el tiempo creativo — sus créditos incluyen Man Push Cart (2005), Chop Shop (2007) y At Any Price (2103) — , crea un Estado paranoide, autoritario, tendencias anti intelectuales obsesionado con el control y que sostiene la versión del mundo que crea y difunde, como una expresión de individualidad rota, construida a base depresión y violencia. A diferencia de la adaptación de Truffaut, la televisión se convierte en una presencia escalofriante e invasora, un gran ojo observador que se extiende en todas las regiones privadas para arrebatar la intimidad y convertirla en bien común. Bahrani crea una película tenebrosa, sombría, llena de símbolos por momentos complicados de codificar, más relacionada con la Ciencia Ficción elegante, sofisticada y distante de Gattaca (Andrew Niccol — 1997) y Ex Machina (Alex Garland — 2015) que el caos en escalada que suele relacionarse con el enfrentamiento por el control moral e intelectual, que sugiere la obra de Bradbury. Como otros tantos productos de la Ciencia Ficción de la Era Trump, la versión de HBO también anuda los elementos de un futuro basado en la popularidad y la cultura pop para analizar las ramificaciones del poder como un mal mayor basado en la confusión del tiempo como estructura del colectivo y la perspectiva de la administración de la ley como prebenda de oscuros intereses. Entre una cosa y otra, “Fahrenheit 451” es también una proclama evidente sobre los derechos difusos, la versión de la ruptura de la sociedad bajo el peso de un punto de vista inquietante y sobre todo, una batalla por las ideas que subsisten a pesar del totalitarismo de la tontería, bajo el cual se esconde algo más siniestro.

Tal vez se deba, a que Bahrani comenzó a trabajar sobre la novela y su adaptación durante el 2016, en plena batalla electoral EEUU y pudo asimilar los grandes rasgos de una lucha descarnada contra la verdad y la noción sobre lo verídico. Con Michael B. Jordan como el héroe Montag y Michael Shannon como el Capitán Beatty, la película toma tintes de debate silencioso sobre una expresión inquietante sobre una facción de la sociedad estadounidense, reconvertida en espectadores y víctimas de la realidad confusa y reconvertida en algo más absurdo. Bahrani dota al film de un aire atemporal, duro y frío, a diferencia de la versión de François Truffaut del ’66, que elaboraba un sensibilidad muy refinada y autoral que se echa de menos en la obra de HBO, mucho más fastuosa pero con menos personalidad. No obstante Bahrani logra crear un mensaje duro y crudo sobre las implicaciones de la información, del tiempo y la percepción del individuo que trasciende al brillo de sus escenarios hiper tecnificados y de enorme belleza técnica. Parte de la puesta en escena de Bahrani mezcla la brutalidad con una limpieza visual que resulta escalofriante en su eficiencia: Los soldados derriban puertas, golpean a ciudadanos en la calle y destrozan objetos “peligrosos” resguardados como tesoros por quienes aún se atreven a conservarlos. Pero lo temible es el evidente placer que les produce a este grupo de élite el hecho de dominar, abusar y humillar, como si la ignorancia fuera una forma de poder reconvertido en un arma de intereses inexplicables por su abstracción remota. Es entonces cuando la película alcanza su mayor belleza y dureza. La rebelión diminuta, apenas evidente, comienza a abrirse espacio en medio del violento autoritarismo y en medio de los titulares de periódicos producidos por algoritmos, hay una versión de la realidad que se muestra como inminente. Quizás un anuncio, una predicción, una versión de la realidad tan cercana a la nuestra que resulta escalofriante. Quizás el mayor triunfo de la película.

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