jueves, 12 de noviembre de 2015

Zozobra a puertas cerradas: La censura en Venezuela.



Hace unas semanas, una mujer fue asesinada a cuatro cuadras del lugar donde vivo. Lo supe, al tropezarme con la multitud de vecinos que corrían de un lado a otro de la calle, aterrorizados y preocupados. Uno de ellos se detuvo a explicarme lo que había ocurrido.

— Al parecer la asaltaron al bajar del automóvil — me contó — le dispararon y el tipo corrió calle arriba.
Sacudió la cabeza y se unió de nuevo al grupo que caminaba hacia la esquina donde puede distinguirse una sábana blanca que cubre la inequívoca forma de un cuerpo tendido sobre el concreto. Lo miré todo sin saber que hacer o que pensar. Me abrumó la crudeza de la situación, pero sobre todo, la sensación de normalidad en medio del desastre que al parecer se ha hecho tan habitual en Venezuela. Hay un elemento profundamente inquietante esa resignación, en las miradas curiosas pero no sorprendidas de quienes miraban el cadáver. De quienes apenas reparan en el cuerpo cubierto por la sábana blanca. ¿Qué ocurre cuando un país sufre una grieta semejante en la psiquis colectiva?

Continué pensando sobre eso, cuando unas horas después, busqué afanosamente cualquier información sobre lo ocurrido en algún medio de comunicación social de mi país. No la encontré: En las Redes Sociales de periódicos y televisoras del país, sólo leo noticias de farándula, trivialidades más o menos actuales, menciones a situaciones y circunstancias de otros países. Algunos incluyen entrevistas y declaraciones a personajes de la escena pública y los más osados, lanzan críticas veladas a través de los titulares de la información que difunden. Pero nadie reseña lo que ocurre en un país con la tasa de homicidios más alta del continente. Nadie reflexiona sobre los índices de violencia. Incluso, el tema económico parece soslayarse en una prudencia que se parece tanto a la censura que terminó confundiendo ambas cosas con mucha frecuencia.

No es fácil comprender las implicaciones de ese silencio consensuado con respecto a la información que padece el país, uno de los tantos síntomas de un clima de terror y represión que el Gobierno en funciones utiliza como forma de control. No sólo se trata del hecho que durante dieciséis años de llamada “Revolución” chavista, el poder restringuió, limitó y acalló la disidencia en Medios de Comunicación, sino que creó un sistema de presión indirecta tan efectivo como el castigo legal. La mayoría de las televisoras, periódicos y revistas sobrevivientes a la purga legal y punitiva contra la prensa libre, asumieron que el riesgo de la censura como necesario y actúan en consecuencia. De manera que el silencio general proviene ya no de la presión del poder, sino de algo mucho más peligroso: El temor hacia la represalia. Esa tácita aceptación que el riesgo de difundir información veraz es mucho más preocupante que cualquier consideración ética sobre la necesidad de información veraz.

— No es tan simple como un debate ético — me dice P., sociólogo e investigador, que por años ha investigado el fenómeno de la represión intelectual en Venezuela — Lo que está bien o lo que está mal al difundir la noticia. O incluso, lo que es moralmente correcto. Se trata de un asunto sobre el riesgo que corres y las repercusiones inmediatas. El gobierno necesita temas informar. Lo demás, es simplemente la inmediata consecuencia.

Desde su llegada al poder, Hugo Chávez mantuvo una relación dura, tensa y la mayoría de las veces violenta, con la prensa independiente y privada. Acostumbrado a la obediencia jerárquica de su origen castrense, para Chávez las críticas de los medios de Comunicación a su gestión resultaron intolerables y sobre todo, una muestra de oposición moral inadmisible a su concepción del poder. Porque Chavez, obsesionado no sólo con su origen electoral y sostenido por una ola de popularidad creciente, de inmediato comprendió que la prensa crítica era quizás el peligro más directo al que debía enfrentarse. Y sobre todo, el enemigo invisible al que debería erosionar para asegurarse la llamada — y necesaria para su proyecto personalista — hegemonía del poder.

Desde el ataque judicial, cierre de medios de comunicación, ataques personales a periodistas y dueños de Medios, la ofensiva gubernamental parece dirigida directamente no sólo a enfrentar la posibilidad de la crítica contra el gobierno, sino también la documentación histórica sobre lo que ocurre en nuestro país. Una idea inquietante si se analiza desde la perspectiva que por casi veinte años, la información ha sido debatida, distorsionada y finalmente transformada en un arma de ataque ideológico. Propaganda discriminatoria, basada en la difamación y en el peor de los casos, directamente agresiva, ha convertido la difusión de la información en Venezuela en un terreno minado. Y más allá de eso, en una percepción de la información como potencialmente peligrosa.

De hecho, los ataques de Chávez a la prensa libre, comenzaron incluso antes de llegar a Miraflores. Polémico, contestatario y sobre todo, encarnando la tradicional Figura del hombre fuerte Venezolano, Chávez asumió la percepción de la libertad de prensa como un valor Capitalista y corrompido años antes de comenzar su carrera electoral. En Marzo de 1994 y a unas cuentas semanas de haber sido indultado por Rafael Caldera, Chávez convocó una Rueda de Prensa en el Teatro Teresa Carreño, con toda la intención de relanzar su imagen de caudillo nacido de la lucha social que comenzaba a perfilar como una vaga promesa electoral. En medio del desordenado discurso — en el que intentó resumir lo que sería después el origen de la llamada Revolución Boliviariana — Chávez dedicó una buena parte de su discurso a vilipendiar el valor del periodismo libre. Lo hizo con tanto encono que cuando uno de los corresponsales internacionales presentes le preguntó sobre el origen violento de su propuesta y su clara contradicción a su lucha presidencial, llamó al periodista “ignorante”, “Analfabeto”, para culminar la arenga tildandolo de “agente de la CIA”. La incómoda circunstancia terminó cuando todos los corresponsables abandonaron la sala, dejando a Chavez en compañía de un grupo de simpatizantes.

— Para Chávez, el discurso de la confrontación siempre fue redituable — me dice P., mientras conversamos sobre la anterior anécdota — Venezuela está obsesionada con la imagen y el concepto de “la mano dura” y el “hombre fuerte”. Chávez no sólo lo encarnó, sino que además, se ocupó de brindar un matiz ideológico. Capitalizó esa percepción del “hombre con carácter” y eso incluía atacar a la prensa, hasta entonces símbolo del poder independiente.

La relaciones conflictivas de Chávez con la prensa se extendieron a toda su administración. Con el transcurrir del tiempo, el gobierno Chavista adoptó el viejo hábito Cubano de reprender, desmentir y amonestar de manera pública a los periodistas nacionales e internacionales por sus opiniones, noticias y sobre todo, su difusión del acontecer noticioso. Poco a poco y a medida que la popularidad de Chávez aumentaba a la vez que la polarización de la población Venezolana, la lucha contra la prensa se convirtió en un objetivo ideológico vinculado directamente con la lealtad hacia el líder y el proyecto político que representaba. Progresivamente, el gobierno aumentó su capacidad para controlar el contenido de lo que se difunde a través de los medios de radio, televisión y prensa de Venezuela. Amparado por el poder absoluto y la complicidad de los poderes públicos, Chávez sancionó leyes que amplió la intervención del Estado sobre la información y sobre todo, creó un clima de zozobra de la que la censura — y autocensura — es la menor de las consecuencias. No sólo transformó la estructura de comunicaciones y medios públicos en una maquinaria propagandística, sino que también, en una sólida red de contenido ideológico destinado a la llamada “batalla de pensamientos” que la Revolución Chavista considera imprescindible para el control de la información. Desde la prerrogativa de sancionar a quienes emitan declaraciones “que ofendan” a funcionarios públicos hasta la discrecionalidad al momento de suspender licencias y concesiones en el uso del radioeléctrico, Chávez convirtió la información en una amenaza constante a quien la emite.

Continúo buscando información sobre la mujer muerta. Reviso algunos TimeLine, Feed de canales y periódicos. Por último, sintonizo los canales de la televisión nacional. En uno de ellos, un grupo de mujeres debaten entre risas sobre la mejor manera de preparar un pastel de frutas. En otro, se muestran las bellezas naturales del país. En varios más, novelas y espectáculos. Y mientras avanzo de uno a otro, mientras me sorprendo de la espeluznante indiferencia que refleja ese silencio, pienso en la mujer muerta. Nunca supe su nombre o si era cierta la versión que había sido asesinada. Nunca lo sabré probablemente. Y me pregunto, sentada muy rígida frente al televisor, cuántas víctimas más habrá a lo largo y ancho del país. Cuantas más ocultas, disimuladas, invisibilizadas. El pensamiento me deja un sabor amarguisimo en la boca.
Solemos pensar que la censura sólo se trata de los grandes temas. De las monumentales disputas políticas a las que se enfrenta el país. De los escenarios cambiantes de la grave crisis económica. Pero ¿Qué ocurre con el otro sesgo? Con las historias mínimas.

— El Gobierno no puede permitirse la divulgación de la realidad de lo que vivimos — me dice P. cuando le explico lo anterior, aún abrumada por la idea — se trata de disimular o de reducirlo al panfleto ideológico. Piénsalo: Si tienes el poder ¿Para qué permitir el debate de lo que podría afectar el planteamiento político que sostiene?

Por casi una década, Chávez justificó su ataque a los medios de comunicación en la necesidad de “democratizar” la información en el país. Lo hizo, a pesar de la destrucción sistemática del pluralismo y de ampliar de manera desmesurada la cantidad de medios de comunicación en manos del Estado. Una y otra vez, Chávez utilizó el poder de un Estado complaciente para disminuir el impacto de la crítica al mínimo, para destruir el entramado que permite la divulgación de la información de manera veraz.

Y no obstante, el mayor peligro de la censura no es sólo la reducción de espacios para el libre debate y la información sin tintes políticos, sino el control definitivo de lo que se difunde. En una meticulosa estrategia que logró debilitar las bases del intercambio de información veraz y oportuna — que por otro lado, la constitución exige — Chávez y su gobierno convirtió a los medios de comunicación Venezolanos en cómplices aterrorizados de su destrucción progresiva.

El clima de zozobra legal y las posibles repercusiones, ha convertido al periodismo Venezolano en una noción basada en el temor, en la autocensura y lo que es aún peor, en la manipulación directa de la noticia en favor de un estamento ideológico. Una idea que resulta no sólo inquietante, cuando asumes su peso sino también, cuando analizas su costo a futuro. Lo que probablemente tendrá como inmediata consecuencia una comprensión de la información basada en el temor y la distorsión informativa.

Mientras los días transcurren, insisto sin demasiada convicción en buscar información sobre la mujer que murió. Reviso las mínimas crónicas diarias que incluyen algunos periódicos, las tímidas menciones sobre lo que ocurre más allá de la imagen quebradiza de normalidad que el gobierno impone por todos los medios posibles. Y por supuesto, sigo sin encontrar una sola línea, una única mención a la víctima anónima, a esa mujer que quizás fue asesinada en una calle cualquiera de la ciudad y a la que nadie parece importar su existencia.
Camino hacia la calle donde vi el cuerpo la primera vez. Se trata de una esquina concurrida, que conduce a una bulliciosa salida vehicular hacia la autopista cercana. No hay nada allí, aparte de un bote de basura a rebosar y unas cuentas plantas que crecen con dificultad a través del concreto. Recuerdo la imagen — la sábana mal colocada, la silueta del cuerpo debajo de ella, la multitud silenciosa que observa — y me parece irreal. Como que no ocurrió. Y para buena parte de la ciudad — la mayor parte de ella — en realidad eso fue justamente lo que sucedió. Un rostro que a nadie le importa, una historia que a nadie le interesa escuchar. Y comienzo a preguntarme si en realidad, esa es la intención final del gobierno. Si esa es su manera de construir la realidad a partir de la comprensión engañosa de la realidad. La idea me produce escalofríos y también un terrible malestar.
— En 1984, George Orwell teorizó de manera brillante sobre el tema — me dice P. con cierto cansancio — una sociedad aplastada bajo los medios de información, capacitación y difusión de la historia. Una visión irreal basada la necesidades del poder y en lo que pueda beneficiarse. Somos un país sin voz, sin pasado y con el futuro sometido a la idealización de un liderazgo caótico.

Un pensamiento abrumador. El mismo que me inquieta mientras reviso los periódicos de mi país y encuentro que la principal noticia sobre Venezuela fuera de nuestras fronteras — la detención de dos familiares de la primera Dama de la República, por tráfico de estupefacientes — desaparece de las primeras páginas y titulares. Que ningún medio radioeléctrico ni tampoco impreso se atrevió a titular la verdadera gravedad de lo que el suceso puede significar. Que el vacío de la información es una noticia en si mismo. Como un enorme eco de la violencia que sufrimos a diario, de un proyecto que pretende aplastar nuestra identidad social y cultural.

Cruzo de nuevo por la calle donde vi el cadáver de la mujer. Ha transcurrido casi un mes y la imagen en mi mente comienza a ser menos impactante. De pronto, todo parece producto de mi imaginación. Como si el miedo, el dolor y la compasión que me inspiró el suceso fueran sólo pensamientos sin importancia. Y ese vacío, esa angustia leve y palpitante, lo que me asusta más. Esa resignación al silencio que quizás, es la última consecuencia de la represión.

C’est la vie.

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