miércoles, 4 de noviembre de 2015

Todos los rostros de la emigración Venezolana: Las puertas cerradas de un país sin esperanzas.






Hace unos semanas, un buen amigo me preguntó si pensaba emigrar. Cuando, a donde, en que trabajaría. Una conversación común entre los venezolanos de mi edad — aunque últimamente creo que eso ya no importa tanto — que sostienes en cualquier lugar y momento aunque no desees hacerlo. Cuando le respondí que aún mis planes al respecto no eran del todo claros, me miró escandalizado.

— ¿Cómo? pero es indispensable ya lo tengas — me dijo. Lo miré con cierto cansancio. 
— No es tan fácil una decisión semejante. Cuando lo haga, espero no tener que lamentar no haber pensado con anterioridad en alguna opción que me haga más sencilla la experiencia— le respondí. Se encogió de hombros, con un gesto impaciente que por alguna razón me pareció irritante. 
— No me importa si cometo errores en el trayecto. A la menor oportunidad que tenga huyo de aquí.
Lo hará de hecho. Tal y como me lo dijo, lo único que necesita es el boleto de avión y logró adquirirlo, a un precio exorbitante por supuesto, hace unos pocos días. Cuando me lo cuenta, sonríe con ganas. Llevaba meses sin verlo tan animado.
— Para dentro de dos meses. Venderé lo que pueda, apostillaré el título Universitario si tengo oportunidad y adiós — me dice. Como me quedo callada, me dedica una rápida mirada sorprendida — ¿Qué te molesta? ¡Es lo que todo el mundo está haciendo!

En realidad, no podría decir lo me inquieta de toda su historia. Tal vez se trate que la he escuchado demasiadas veces, que se repite con tanta frecuencia que comienzo a pensar que cualquier opción de permanecer en Venezuela carece de sentido. Un pensamiento angustioso pero sobre todo insistente que parece provenir de tantos lugares distintos que acabas comprendiendo que en la Venezuela que conocías, el país que asumias como parte de tu futuro y tu historias, dejó de existir. Se transformó en otra cosa. Te convirtió en extranjero dentro de tus fronteras.

No es un tema sencillo o al menos, para mi no lo es. Durante los últimos tres años, he despedido a la mayoría de mis parientes, amigos y conocidos. Al principio, la oleada migratoria causó desconcierto. Incluso desconfianza. Luego sorprendió, por su insistencia, número y sobre todo, esa noción de perdida — un desorden mínimo — que parece definir al hábito Venezolana. Y finalmente asusta. Porque comprendes que buena parte de quienes conoces, están abandonando el país a la carrera, aterrorizados, afligidos, abrumados. Perseguidos por un desigual instinto de supervivencia que al principio, no entiendes bien. Porque en Venezuela no se emigra, se huye. Una especie de tránsito apresurado y abrupto imposible de explicar — en sus implicaciones y consecuencias — a quien no lo ha sufrido.

— Me preocupa que hemos llegado a un límite de desesperación que evita nos preocupe que ocurrirá después — le contesto. Siento un nudo amargo en la garganta. Un llanto invisible que contengo como puedo — que la emigración ya no sea un proyecto, sino una tabla de salvación inmediata.
— Te preocupe o no, es lo que está pasando — me dice y de pronto, la sonrisa entusiasta que le iluminaba la expresión desaparece — no me imagino quedarme en Venezuela mucho más. No me imagino soportar esto más tiempo.

“Esto” es, por supuesto, la interminable colección de dolores y tragedias cotidianas que han convertido a Venezuela en un paisaje a pedazos, sumido en la devastación de una guerra que aún no ha ocurrido. Por casi quince años, el país transita una crisis económica, política y social cada vez más profunda y dura, sin que exista el más mínimo indicio de mejoría. No es fácil asumir que el lugar donde vives perdió el norte y se transformó en una circunstancia inevitable. Que el futuro no es otra cosa que incertidumbre. Que no hay una oportunidad cierta de progreso, bienestar e incluso, algo tan sencillo como un tipo de tranquilidad doméstica muy específica. Venezuela es un campo de batalla ideológico, en medio de una debacle económica de proporciones imprevisibles. Pero sobre todo, un experimento cultural fallido. Una estafa histórica monumental.

Pero ninguna de esas ideas e interpretaciones sobre el país, puede explicar a cabalidad el clima de crispación y angustia constante que atraviesa el Venezolano promedio. El que abandonó la lucha en las calles, el que se resignó al hecho que muy probablemente, la Venezuela que conoció — esa democracia perfectible, corrupta y burocrática pero esencialmente funcional — ya no es factible e incluso posible. De manera que la única opción es la puerta abierta hacia un fenómeno de todas las épocas, pero que en nuestro país toma vicios de verdadero fenómeno poblacional. Y es que emigrar a la Venezolana es una combinación de miedo y algo más esencial y duro de comprender: una ruptura personal y emocional con la idea de país. Un duelo del gentilicio que se sobrelleva con torpeza y la mayoría de las veces con un desarraigo que se analiza aún de manera muy superficial.

No hay cifras reales sobre la emigración en Venezuela. Para el gobierno Chavista, de hecho, la emigración “no existe” a nivel estadístico e ignora el problema lo mejor que puede, esgrimiendo la habitual excusa ideológica. Hector Rodriguez, ex Ministro del Poder Popular para la Educación de Venezuela y actual candidato a la Asamblea Nacional, llegó a insistir de manera pública que la emigración venezolana es una “exageración de los medios de comunicación”. E hizo hincapié en el hecho simple que quienes lo hacen no son representativos del paisaje nacional. Una actitud que se imita a nivel general en todos los ámbitos gubernamentales.

No obstante, la lenta erosión de la estructura social Venezolana es cada vez más evidente. La emigración de los últimos años se ha convertido en una Diáspora incesante que sumió al país en una debacle sutil de la que poco se habla: mientras buena de los profesionales del país emigra, no existe una generación de relevo que la sustituya. Mucho menos, un planteamiento coherente por parte de los órganos del poder de cómo afrontar la crisis que conlleva la expoliación de nuestro recurso humano y sus posibilidades. Y es que como diría uno de mis profesores Universitarios, que ha dedicado buena parte de su tiempo durante la última década a investigar el fenómeno de emigración que padecemos, la ausencia del Venezolano — el bien y recurso más preciado dentro de la aspiración a futuro de cualquier nación — destroza las posibilidades de un proyecto país viable.

— No sólo están abandonado el país los profesionales, que fue la primera oleada y la más representativa. Universitarios con dos o tres postgrados, doctorados, especialistas en ramos muy concretos. Ahora, también perdemos el posible relevo: el muchacho Universitario. El estudiante aventajado . El posible especialista — me explica, mientras me muestra los gráficos que ha elaborado durante los últimos meses. La línea estadística se alza, en curva, hacia cifras inéditos de abandono de puestos de trabajo en el país — en una década, no habrá médicos, ingenieros, arquitectos. La mayoría habrá tomado la decisión de irse del país incluso antes de ponderar opciones intermedias. La emigración se volvió parte de una opción cultural consistente.

La idea me aterroriza por cierta. Hace unas semanas, un estudio de la Universidad Católica Andrés Bello, y un informe del sociólogo venezolano Tomás Páez, señalaban que la emigración se transforma lentamente en algo más que un plan alternativo. Para 2013, se contabilizó que más de 800.000 y 1.500.000 venezolanos viven en el exterior y que al menos, el doble de esa cifra tenía planes consistentes en abandonar el país en el término de seis o siete años. Muy probablemente, en menos tiempo.

“Aunque no hay datos oficiales sobre esto, nosotros hemos encontrado con entrevistas, cuestionarios e informes migratorios internacionales que casi el 90% salió en los últimos 15 años, con un repunte en los últimos cuatro años y otro repunte en los últimos meses”, explica Páez, a una entrevista a BBC Mundo sobre el tema. “Dos tercios de quienes se fueron, están casados y tienen hijos. Y de las casi 30 millones de personas que están en Venezuela, un 10% dice realizar trámites actualmente para emigrar, de acuerdo a Datanálisis, una encuestadora con base en Caracas.” Puede parecer poco e incluso escasamente representativo con respecto al grueso de la población, pero cuando se analiza el impacto concreto de esta progresivo auge de la idea de emigrar, el problema se plantea como inmediato. Después de todo, como indica Paez, el tema comienza a dejar de ser una visión propia de las clases pudientes de un país donde la clase media agoniza. “Ahora que ya hay un estilo de primera generación de venezolanos que está en el exterior, la decisión migratoria ha empezado a bajar de estrato social” explicó hace poco a BBC MUNDO, Luis Vicente León, presidente de Datanálisis. Una idea que parece describir el país que sobrevive a un transición que poca gente comprende a cabalidad.

Porque la emigración se convirtió en un hecho de todos los días, una idea subyacente en todo intención e interpretación del país. Se mezcla con la zozobra, con la percepción del exilio necesario e incluso, la conclusión evidente que Venezuela simplemente cercenó cualquier otra posibilidad al ciudadano común. Pienso en esa idea, mientras ayudo a una de mis amigas más queridas a sopesar opciones para lo que llama “el gran escape”. Cuando lo dice, intenta sonreír con esa jocosidad inaudita del gentilicio. Pero no lo logra. Hay algo árido y potencialmente dolorosa en toda la situación.

— No puedo quedarme. Me aterroriza la mera idea de lo que vendrá en unos meses más. Esto no lo cambia una elección ni tampoco cualquier plan a futuro sobre lo que podría ocurrir si se gana un curul en la Asamblea — me explica, mostrándome el fajo de papeles impresos con todas las posibles opciones que recopila para decidir sus pasos inmediatos — ¿Como te puedes plantear quedarte en un país donde sobrevives apenas? ¿Cómo puedes no comprender que simplemente Venezuela se acabó?

Es una frase durísima que me provoca un inmediato dolor emocional. Pero no puedo rebatirla, ni tampoco intento hacerlo. Lo he pensado — y quizás con las mismas palabras — durante el último año, cada vez que la crisis económica y política parece acercarse y restringirme cada vez más. Un cepo invisible que me paraliza, que me deja con mínimas opciones reales para justificar el hecho que aún continúo considerando a Venezuela mi hogar, parte de mi futuro. Lo pienso, en la sensación de frustración y derrota que me llena mientras me formo en fila para comprar comida. Mientras aguardo, junto con una multitud de rostros silenciosos, para adquirir productos de ínfima calidad a un precio exorbitante. Aterrorizada al caminar por calles y avenidas, preguntándome si hay una bala con mi nombre. Y es que la sensación de riesgo, de vulnerabilidad, de peligro y amenaza, te acompaña en todas partes. A toda hora, en todas direcciones. No hay un momento donde puedas escapar del lento desplome del país, de sus implicaciones. Una circunstancia abrumadora que termina no sólo aplastando cualquier aspiración, sino incluso, la esperanza misma que podría sobrevivir al temor. En Venezuela, emigras incluso antes de subirte al avión.

Mi amiga me explica que está dispuesta a “hacer lo que sea” para sobrevivir en cualquier país. Me habla que puede trabajar lavando pisos “mientras se estabiliza y ahorra” y que sólo necesita un lugar donde dormir. Hace años, tuvimos una conversación parecida y me aseguró, que sólo emigraría del país si podía construir un plan coherente que le permitiera disfrutar de una cierto bienestar. “No se trata de irse, sino de irse bien”, me dijo. Lo recuerdo tan claro que las palabras resultan dolorosas ahora, mientras la veo caminar de un lado a otro de su habitación, crispada y desorientada.

— Lo que necesito es a donde llegar — continúa — un lugar donde dormir mientras veo que hago. Lo demás, lo puedo aguantar.
Mi amiga es arquitecto. Hasta hace seis meses, trabajaba en una lujosa oficina de Caracas, con un salario considerable y todo tipo de beneficios. De pronto, la oficina se desplomó, en medio de cientos de problemas económicos y cerró. Una de las tantas víctimas de un país sin alicientes para la industria, el comercio y el área privada. Una de las tantas puertas cerradas en un territorio arrasado por una crisis cada vez más destructora.

— ¿No te da miedo…irte de esta manera? ¿Tan a la deriva? — me atrevo a preguntarle. Ella detiene su incesante vaivén de un lado a otro de la habitación y me dedica una durísima mirada. — ¿No te da miedo quedarte aquí y que te maten? ¿O morirte de hambre? ¿O que llegue el día que no puedas comprar comida? ¿O que llegue el día que no haya nada que comprar? ¿Eso no te da miedo?

Aprieto las manos. Hace unas semanas, habría respondido que estamos siendo víctimas del pánico. Que tomar decisiones en medio del terror de la incertidumbre es en ocasiones, tan peligroso como la circunstancia que la provoca. Pero entonces, comenzaron a ocurrir una multitud de tragedias cotidianas: Uno de mis vecinos fue secuestrado por catorce horas. Fue torturado hasta casi la muerte y ahora se recupera en una clínica privada. Una de las amigas de mi madre, casi muere por falta de atención médica: En los hospitales que visitó durante una crisis coronaria, no encontró equipos, insumos o personal especializado que pudiera atenderla. Un antiguo cliente, casi fue asesinado durante un asalto al transporte público que utilizaba. De pronto, todos los rostros se confunden, todas las circunstancias crean algo más. La crisis dejó de ser periférica, una idea manejable, incluso soportable. El peligro está allí, al acecho. Acercándose a esa falsa idea de normalidad que durante tanto tiempo intenté sostener. No hay manera de evadir una crisis cada vez más violenta, duradera y punzante. No hay forma quizás de luchar contra ella.

— Tengo miedo de tomar una decisión que sólo empeore lo que estoy viviendo — le respondo. Pero es una frase vacía, sin mayor sustancia. En realidad ¿Soy consciente del país que sufro? ¿Del hecho que con toda probabilidad el Gobierno de turno no contemple la posibilidad de enmendar la situación que provocó? ¿Que me encuentro no sólo atrapada en una situación insostenible sino que empeorará con rapidez?

Se me llenan los ojos de lágrimas. Tengo tanto miedo que no sé cómo expresarlo. Una sensación de desolación insoportable, angustiosa y seca me recorre. ¿Cuando ocurrió esto? ¿Cuando el país en que vivo se convirtió en una amenaza? ¿En mi principal enemigo? ¿Cuando admití que no puedo continuar luchando y desafiando esa brecha que me separa del desastre? ¿Como explicarme a mi misma este sufrimiento ciego y sordo que me atormenta a donde vaya?

En Facebook, alguien protesta por el “nacionalismo” Venezuela. Un larguísimo texto lleno de rencor y angustia, que me sorprende comprender tan bien. El autor acaba de ser asaltado — quizás por enésima vez — y se queja de la insistencia de celebrar la belleza del país como una disculpa a sus incontables dolores. Habla del horror de las calles violentas, de la ira de esa nebulosa idea de nación sustentada en la idealización. Y de pronto, siento la misma cólera, esa sensación que me sofoca y que parece una mezcla de desazón y decepción. De una frustración interminable que parece hacerse más insoportable cada día. Soy un ciudadano sin país, que vive el desarraigo incluso antes de abandonar el lugar donde nació.

Más tarde, en otra publicación, un video muestra a un hombre que canta a todo pulmón la célebre “alma Llanera” mientras su avión aterriza en el Aeropuerto Simón Bolivar. Lo hace con cierta inocencia, con una sinceridad que resulta abrumadora. Pero también hay algo artificial en su alegría, en ese nacionalismo confuso que no puedo entender muy bien. Y me irrita y me lastima esa sensación de ya no comprender ese entusiasmo, esa vinculo real y profundo con el país que nací. Mientras miro el video y escucho al hombre cantar a Capella la canción que quizás identifica más clara un sentimiento nacional muy específico, siento un profundo dolor que me lleva esfuerzos admitir. Esa perdida de una idea de quien soy y a donde me dirijo. De una parte de mi identidad.

Sentada en mi habitación, comienzo a mirar el paisaje de mi vida con una sensación extrañamente árida. Los objetos que forman parte de mi historia. Y de pronto, estoy decidiendo — sin notarlo y sin proponermelo — las cosas que querría llevar conmigo en mi huida. Lamentando las que tendré que abandonar. Las que dejarán de formar parte de mi mundo personal. Y el sufrimiento silencioso de los últimos días se hace más duro, insoportable, paralizante. De pronto, entiendo que en algún punto perdí las esperanzas, dejé de creer, comencé a mirar en otra dirección a mi futuro en Venezuela. Y sé que no hay vuelta atrás. Que no habrá rectificación ni consuelo. Que no habrá posibilidad que encontrar otra vez una idea que me una a mi país, que me devuelva el deseo de construir algo a medida en la tierra que me vio nacer. Que día dura es esa, me digo. Que herida tan profunda provoca.

***
Mi amigo me abraza con fuerza al despedirse. De pronto, pienso que es la última vez que lo veré en años. Quizás para siempre. Y lo abrazo también, temblando, con las lágrimas escociendo al fondo de los ojos cerrados. Pero cuando nos separamos, sonreímos. Un gesto débil y frágil sin ninguna alegría.

— Ya sabes que tienes casa a donde llegar. 
— Ya lo sé. 
— Piensalo. 
— Lo hago.

Lo veo alejarse. Me quedo a solas en el medio de la explanada multicolor que se ha hecho tristemente célebre. A mi alrededor, una multitud de viajeros avanza con su vida en dos maletas y el rostro triste. Hay un ambiente de definitivo duelo, en las miradas rápidas, en el caminar nervioso. Sacudo la cabeza. El dolor está otra vez allí, sofocandome.

Entonces, veo a una chica de mi edad que se detiene junto a montón de maletas que vigila una mujer mayor. Se queda de pie, rígida y de pronto comienza a llorar. Con los dientes apretados, balanceándose de un lado a otro, el brazo bajo el pecho como si soportara un sufrimiento incalculable. Se desploma sobre el grupo de maletas y esconde la cabeza en ellas. Incluso a la distancia, sigo escuchándola llorar.

Cuando abandono el aeropuerto casi a la carrera, también lloro. Y pienso que nadie entiende el país que llevamos a cuestas, el que nos aplasta. Mucho menos, el que abandonamos. Este trayecto árido a ninguna parte. Este fragmento sin nombre de dolor. Una herencia del desastre. Un padecimiento sin nombre y quizás carente de valor. Un duelo interminable.

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