martes, 24 de noviembre de 2015

Manual de la ciudadana preocupada: Algunas reflexiones sobre la violencia política en Venezuela



Hace poco, el presidente de mi país, Nicolas Maduro, amenazó con “echarse a la calle” de perder las elecciones legislativas que se realizarán dentro de dos semanas. Lo hizo frente a un nutrido grupo de seguidores a través de una transmisión oficial conjunta de radio y televisión, que es de obligatoria difusión por los medios de comunicación públicos y privados venezolanos. Añadió “que no dudaría en tomar las armas” en caso de necesitarlo y que “el peor error que podía cometer la oposición era ganar las elecciones”. Para el Presidente Maduro, el hecho que un triunfo electoral signifique que la mayoría de los electores le adversan no parece especialmente importante o mucho menos, contundente. Desde el punto de vista Presidencial y de los intereses que representa, la voluntad popular sólo debe ser respetada cuando le favorezca.

La primera vez que voté lo hice contra Chávez. Recordaba con muchísima claridad la asonada militar que había protagonizado y la segunda que había apoyado y le temía. No puedo decir que el miedo sea una razón intelectual para oponerme a una opción política pero fue en la única que pude pensar al momento de expresar mi opinión electoral. Le temía tanto como para sospechar de sus intenciones, para que me produjera una definitiva y amarga suspicacia su discurso enfurecido, sus promesas insistentes de “freír las cabezas” de sus contendientes y contrincantes. Temía a Chávez por las mismas razones que suelen temer a los animales salvajes: lo imprevisible y violento en medio de la confusión.

Porque Chávez se convirtió en el líder carismático que sería después justamente gracias a la confusión de un país adolescente y arrítmico como Venezuela. Lo hizo, en medio de la violencia pero también, echando mano a los recursos a su disposición. De pie, con la nariz rota, llevando el Uniforme Militar Venezolano, no sólo asumió simbólicamente el coste y la responsabilidad de un golpe militar fallido, sino que se erigió como el rostro visible de las posibles consecuencias. Y en la combinación de ambas cosas, encontró la manera de adjudicarse un lugar en la historia política del país. De construir quizás una nueva encarnación del tradicional hombre fuerte Venezolano. Una de las tantas que el país suele aclamar cada cierto período de tiempo, como en un ciclo social inevitable para sanar y volver a abrir nuestras heridas culturales.

Porque Venezuela es un país inocente, que además, tiene una memoria cortísima sobre su propia circunstancia y una capacidad de justificación ilimitada con respecto a sus errores. Desde Juan Vicente Gómez, primer dictador del siglo XX y que se llamó así mismo “una necesidad” hasta Hugo Chávez que insistió a quien quisiera escucharlo que la “Venezuela necesita una mano dura que la ordene”, el gentilicio venezolano parece obsesionado con la imposición y el autoritarismo. Como un mal necesario pero aún peor, como una presencia insistente en la línea general de la cronología social que protagoniza. Porque en Venezuela siempre habrá la aspiración del puño de hierro, de la imposición del poder. De la figura autoritaria que presione y asuma la noción del juego político como un arma de guerra. Precisamente lo que Chávez hizo y también le permitió preservarse en el poder.

Cuando Chávez anunció su candidatura presidencial, no sorprendió a nadie. Aunque sí, provocó cierta incredulidad y preocupación. Después de todo, por casi dos años, Chávez había recorrido el país y los estudios de los Canales de televisión, anunciando sus intenciones de “enrumbar el país” y apelando a un cierto tipo de conciencia social que sería el preludio del enfrentamiento de clases que auparía después en pleno ejercicio de gobierno. También, mostró los primeros indicios de lo que sería después su talante político: se presentó como una figura combativa, contra cultura. Un hombre que venía a asumir la figura del caudillo en el nuevo imaginario venezolano. Pero por entonces, Chavez sólo era un fenómeno singular, el sobreviviente de un golpe contemporáneo en una Venezuela incrédula. Un hombre delgado y cetrino vestido en liqui liqui blanco que se presentaba en las Universidades del país para estrechar manos y captar adeptos entre los estudiantes que ya le admiraban. Pero también, era un hombre que sabía bien que la brecha que los Golpes de Estado habían abierto era insalvable y que además, podía ser utilizado de manera política. Que podía provocar la refundanción de un país que aspiraba al cambio — así, en general, sin proyectos ni dirección — y que lo reclamaba en un malestar orgánico sin rostro visible.

Por supuesto, yo no sabía nada de esas cosas. No tenía conocimientos políticos sólidos, tampoco tenía una idea concreta del contexto que rodeaba a Chavez y mucho menos, que podía significar que un hombre que asumía la violencia como un medio legítimo de lucha alcanzara el poder. Sabía poco también de las desigualdades sociales en Venezuela, de los vicios de la endeble democracia que durante cuarenta años había intentado perfeccionarse. Pero si sabía que, siendo una niña, había aprendido a reconocer el sonido de las balas debido a la intentona militar que Chávez había protagonizado. Que había visto una tanqueta militar junto a la puerta de mi escuela debido a su intento de enfrentarse al poder arma en mano, que había despertado en dos ocasiones en mitad de la noche para escuchar llamados de terror y violencia por radio y televisión. Y eso era suficiente no sólo para temer al hombre que intentaba suavizar su discurso agresivo con una hipocresía que me resultaba espeluznante sino también, a esa Venezuela posible que le apoyaba y parecía dispuesta a llevarlo en el poder.

— Perdiste tu voto —me dijo un conocido un poco después. Faltaban horas para conocer los resultados electorales pero ya las calles estaban llenas de partidarios eufóricos que celebraban el triunfo de Chávez. Hombres y mujeres vestidos de rojo que se golpeaban el puño cerrado como señal de la victoria en urna—, no hay posibilidad que pueda ganar nadie más. — Voto a conciencia —le expliqué, descorazonada— y lo hago por quien creo debo hacerlo. — Lo sé. Pero Chávez es otra cosa. No es el voto. Es el apoyo. Y lo tiene todo.

Por supuesto, tenía razón: Chavez triunfó en las urnas electorales con una contundencia que sorprendió a propios y extraños. Encumbrado en una ola de popularidad sin precedentes, se convirtió en una especie de símbolo del triunfo de la izquierda romántica del continente. No sólo había logrado volverse el hombre fuerte de Venezuela sin recurrir a las armas sino que además, lo había hecho apostando a la democracia que había intentado destruir. Un fenómeno inédito que cambió para siempre el rostro político latinoamericano. En su primeras palabras como presidente, rodeado de partidarios y abrazando a un guardia Nacional muy joven que custodiaba los alrededor del comando de campaña, se proclamó “líder del pueblo” y aseguró “que sería un presidente distinto”.

Venezuela apostó a Chavez con la misma ingenuidad con que otros tantos países y sociedades, han brindado confianza absoluta a líderes y voceros nacidos gracias a la violencia. Con Chávez, además, el fenómeno alcanzó límites inéditos: No sólo alcanzó el poder político sino el absoluto control del Estado. Logró el apoyo para impulsar un cambio legal que le beneficiara y además, elaboró un proyecto personal basado en la popularidad pero sobre todo, en su carisma personal. En el hecho político que su personalidad —y encarnación del hombre fuerte venezolano— sustentaba todo el proceso que confeccionó a base de cientos de experiencias políticas incompletas. Chávez, el presidente, avanzó sobre el ideario que Chávez el militar y animal mediático por excelencia, construyó a su medida.

Pero el apoyo popular, incluso el abrumador que obtuvo, no fue suficiente. Dos años después de triunfar en sus primeras elecciones, no dudo en declarar que “No es posible contra la burguesía esta hacer una revolución pacífica y desarmada. Nuestra revolución es pacífica, pero también es armada”. Una amenaza clara e inédita en el ámbito político del país, pero que dejaba claro que Chávez, el militar, no tenía reparo alguno en asumir la violencia como un camino válido para avanzar en su proyecto personal. No sólo se trató de una declaración de intenciones —para entonces, ya había dejado claro que su estilo personal estaría basado en el ataque frontal a la disidencia— sino de demostrar los limites del poder obtenido. Del hecho que la violencia podía ser justificable y sobre todo, viable para la defensa de la llamada “revolución bolivariana”.

—No sólo se trata del hecho que la violencia sea una herramienta válida y lo admita sino que esté dispuesto a hacerlo —comentó uno de mis profesores, chileno por nacimiento, venezolano por adopción y sobreviviente de la dictadura de Pinochet—, se habla muchísimo del terrorismo de Estado pero pocas veces se comprende en sus alcances. Chávez lo ejerce con la convicción que puede hacerlo.
Tenía razón. Con el transcurrir del tiempo Chávez no sólo incrementó la violencia de su discurso sino que además, creó un hábito de agresión que se extendió a todos sus ministros y seguidores. De pronto, el chavismo asumió el hecho de la segregación, la discriminación y la violencia no sólo como parte de la dinámica de lo que asumía como mensaje político, sino una parte integral. Y de hecho, lo perpetuó convirtiendo a su gobierno en un modelo eminentemente militar sino también, en una poder que está por encima —y de hecho aplasta— el resto de las atribuciones del Estado. Como hombre fuerte y líder carismático, Chávez encontró en sus orígenes violentos los cimientos elementales para sostener un proyecto cada vez menos ideológico y mucho más personal.

—La cosa cosa con Chavez es que le gustó lo electoral —me dijo mi profesor luego de las elecciones electorales del 2006, donde Chavez fue reelegido con un 62 % de los votos válidos— le gustó ese baño de masas, ese reconocimiento. No es que lo necesitara: la Revolución Chavista no está planteada para respetar ni tampoco para asumir la oposición. Lo que forma parte del proyecto general se hará, le guste a quien le guste y a quien no, también. Pero Chávez prefiere que sea con respaldo popular, sentirte demócrata, aunque no lo sea ni le importe serlo.

Pensé en esa conversación con frecuencia, a medida que el Chavismo convocaba a elecciones e invariablemente, triunfaba en ellas. Una seguidilla de victorias apoyadas en el ventajismo del poder, en el abuso de los recursos del Estado, en la presión social, el fanatismo y la capacidad para capitalizar el resentimiento como parte del discurso político. Para el Chavez y el chavismo, la violencia siempre fue necesaria. La identificación de lo agresivo, lo destructor con el elemento político. Chávez sobre todo, supo codificar esa noción del venezolano sobre el arma política, como parte de una serie de ideas estructuradas que le permitieron asumir el rol de padre, hombre que castiga, la mano que aplasta a los opresores inmediatos. Chávez, más que un presidente, fue un reflejo de la violencia venezolana, de la noción sobre el rencor social adquirido luego de años de marginación. Una percepción real y directa con respecto al hecho social convertido en arma del poder.

Para el Chavismo —y el chavista— la violencia es aceptable. Se justifica, no sólo a través del argumento tradicional de la “revolución pacífica pero armada”, sino de la amenaza constante, de la concepción del poder como un elemento en disputa y no un servicio social y administrativo. Para el Chavista promedio, la violencia tiene una relación directa con el hecho del poder: por ese motivo acepta que tenga un origen en las armas, que justifique el golpe de Estado que propició su entrada en la historia como parte de una “necesidad histórica” y que continúe asumiendo la agresión como parte de la estructura de poder. Lo ideológico, el pensamiento utópico que aparentemente sostiene al chavismo, no es otra cosa que una excusa teórica para el personalismo, para la idea básica del país que se asume así mismo como parte de una idea que sólo se sostiene en la exclusión.

Dentro de dos semanas volveré a votar. Y volveré a hacerlo contra Chávez. Resulta desconcertante que a pesar de los dos años transcurridos de su muerte, aún sea Chávez —y lo que representa— en contra de quien votaré. De ese legado que hace que el Presidente en funciones me amenace como ciudadana, que se sienta en la potestad de usar la violencia para disuadir mi derecho a una transformación política por vías pacifica. Que Maduro, ungido por el mero hecho de resultar útil en un momento histórico, se aferre al poder a través de la agresión de la misma manera en que Chávez lo hizo. Y que continué haciéndolo porque en Venezuela la violencia es un elemento de presión social inevitable.

Tuve miedo la primera vez que voté. Lo tengo ahora. Pero lo haré por esa necesidad de asumir el hecho democrático como posible, por enfrentarme —otra vez— a la noción del poder como un arma que me apunta. De la hipótesis del Estado paralelo que propone el escritor Nelson Rivera y que parece resumir al país actual: Un modelo de país que permite gobernar desconociendo los poderes elegidos y donde el voto es sólo una muestra nominal y poco importante del poder civil.

Resulta extraño pensar en el voto como una manera de demostrar el miedo. Pero es una manera de asumir también, que lo hago porque creo posible un país distinto. Entre ambas cosas, persiste la idea de país posible, de la esperanza persistente de un sistema político representativo que pueda escapar de la violencia. O así lo espero, al menos.
C’est la vie.

0 comentarios:

Publicar un comentario