domingo, 31 de marzo de 2013

De la belleza a la realidad: ¿Quién eres frente al espejo?






Cuando era niña, quería ser como Anouk Aimée. En realidad quería ser como Susan Sontag, pero todavía, con diez años, no tenía una idea muy clara que era lo que hacia que aquella mujer extraordinaria, me resultara tan cautivadora. Había leído unas cuantas cosas suyas, no entendí ninguna, pero la tenía clara: quería saber usar las palabras como ella lo hacía. ¿Y en que consistía eso? Pues no lo sabía. Tendría que pasar algunos años para que comprendiera que Susan Sontag tenía la capacidad de crear mundos y pensamientos a través del lenguaje.

Pero con Anouk Aimée la cosa era más sencilla: quería ser tan bella como ella. A los diez años, era una niña flacucha, pecosa, dientona y con mucho cabello que lo más que deseaba era parecerse a esa mujer de belleza tan reposada, con sus grandes ojos tranquilos, su rostro exquisito y esa expresión de comprender el mundo de una manera que no podía ni empezar a entender como era. La miraba en sus películas - que no entendía - y me asombraba la sonrisa de aquella mujer, su belleza clásica, casi misteriosa. Por aquel tiempo, estaban de moda las rubias tetonas - siguen estandolo, claro - y me aterraba un poco comprender, ya desde tan niña, que jamás sería como esas beldades rubias y radiantes, con sus sonrisas perfectas y sus ojos azules. De manera que Aimée para mi, era perfecta. Se parecía a la idea de mi misma que podía construir en el futuro.

Tal vez, crecer en el país de las "mujeres más bella" - o al menos, bajo ese mito - contribuyó a que desde muy pequeña, fuera muy consciente de mi imagen. Siempre me sentí un poco inadecuada, con mi cuerpo delgaducho y sin curvas - y más adelante, con unos cuantos kilos de más - o con mi cabello rizado, desordenado e incontrolable, que jamás obedeció por las buenas, la moda de las largas melenas sedosas. Era muy incomodo, esa sensación de no pertenecer, de no encontrar ningún rostro con el cual identificarme. Y la cosa se puso peor al crecer: En plena adolescencia irregular, con la piel grasosa, granitos de ocasión y ese asombro del cuerpo que cambia sin atenerse a otra cosa que a su impulso natural, me sumí en la soledad del distinto, en la confusión de quién no comprende su propia identidad física  Mis autorretratos de esa época no tienen rostro. Resulta curioso que todas las fotografías, muestran la figura borrosa de una muchacha delgaducha que parece desaparecer entre las sombras, que apenas puede distinguirse entre objetos y su propia necesidad de esconderse. Y es esa imagen, oculta y temerosa  la que mejor define esa sensación de aislamiento corporal de la adolescencia que viví, que me sumió en una tristeza muy joven. Y quizás, bastante ingenua.

No olvidaba a Aimée, por supuesto. Continuaba deseando ser como ella, pero nunca lo decía en voz alta. Ahora sí, proclamaba a los cuatro vientos que deseaba ser como Susan Sontag, con sus palabras duras y precisas, preciosas. Amaba que una mujer pudiera escribir de una manera tan brillante, con una inteligencia tan exquisita. Pero, la niña secreta que aún era yo, la que intentaba domar la melena rizada y se impacientaba porque los pantalones y vestidos de moda nunca le quedaban demasiado bien, continuaba mirando las fotografías de la bella Aimée con añoranza. ¿Sería así algo una vez? Me preguntaba casi con inocencia. ¿Y como era así? Probablemente ni yo sabía la respuesta entonces, confusa y ofuscada, atormentada por esa fealdad diminuta. Lo que sí sabía, era que deseaba sonreír como ella, sentirme en la perfecta libertad de mirar mi cuerpo sin vergüenza y comprender mi rostro como parte de una idea profundamente personal.

Fue por esa época dura, que descubrí una vieja tradición mágica que me cautivó. Obsesionada por comprender ( me ) más allá de esa inseguridad fastidiosa que parecía seguirme a todas partes, comencé a buscar un medio de expresar esa sensación de dolor de manera concreta. Lo busqué en la fotografía, y me decepcionó no encontrarlo. Lo busqué en los libros, pero las historias de doncellas medievales atrapadas en el fuego del amor no me dijeron gran cosa. Y de pronto, la respuesta pareció surgir de esas viejas costumbres que parecen estar siempre allí, sin que nadie las note hasta que se necesitan. Lo encontré en el libro de las sombras de mi abuela: Existe una vieja costumbre dentro de varias tradiciones paganas, llamada el "manto expiatorio", que consiste en detallar - quizás contar -  mediante imágenes  escritos y toda una variedad de objetos prendidos y cosidos a un pedazos de tela, el concepto que tenemos sobre nuestra vida y la perspectiva que tenemos acerca de nuestras experiencias más personales. Es una manera de mostrar - para asimilar, para construir, para brindarles un lugar en el mundo - las vivencias más importantes, las ideas más significativas que en conjunto representan nuestra identidad. Me fascinó la idea. Me la imaginé como una especie de enorme declaración de intenciones, una revisión a las claras y de la manera más evidente posible, de lo que hemos vivido y más importante aún, de quién somos. Según lo que escribió mi abuela, a veces bastan sólo uno o dos días para confeccionar esta idea concreta de nuestros pensamientos más privados, otras veces se necesitan varios meses. Pero resulta extraordinario detallar nuestra vida emocional e intelectual a través de una idea tan material. Tan nuestra.

De la misma manera que los lakotas pintaban imágenes en pellejos de animales para señalar los acontecimientos invernales. y al igual que los Nahualt, los mayas y los egipcios tenían sus códices en los que anotaban los grandes acontecimientos de la tribu, las guerras y las victorias, las mujeres de mi religión tenemos nuestros mantos de batalla: el triunfo de nuestro valor personal sobre la superficialidad de un esquema de valor dioclesiano.


De manera que me dediqué a confeccionar mi manto de expiación. Al principio, pareció sencillo, solo se trataba de coser en un trozo de tela, pequeños trozos de mis fotografías, las páginas favoritas de mis libros, quizá, algún recuerdo digno de formar parte de ese gran anecdotario con el que intentaba mirarme con mayor profundidad. Pero pronto descubrí que no lo era: Los dedos me temblaban cuando comencé a dar puntadas a mis fotografías, esas, las mudas, las de la mujer que se cubría el rostro con las manos, la que aparecía de espaldas, las que solo fotografiaba sus manos y pies. Fue doloroso y lloré de angustia, coser sobre la tela mi soledad, mi confusión, la sensación de miedo que en ocasiones me hacia sentir el pensamiento de no pertenecer a ningún lado. Varias veces lo deshice, puntada por puntada, porque simplemente consideré que no tenía aun un concepto claro sobre mi vida y sobre lo que deseaba hacer con ella. Lo abandoné una y otra vez, enfurecida, preguntándome porque tenía que mostrar el dolor para que fuera bien visible - y hasta vergonzoso -, que me impulsaba a llevar adelante aquel proceso sin otro sentido que el de mirarme de una manera dura, casi hostil  Pero siempre continuaba. Otra vez. Angustiada, con los labios apretados, cosiendo sobre la tela las lágrimas, las sonrisas escondidas, las pequeñas lecciones, las ideas enredarse unas con otras. Y algo ocurrió, en mitad de todos aquellos meses - que luego fueron años - de coser y descoser: Las fotografías en blanco y negro, mudas y pesarosas, se convirtieron en paisajes de color, en mi rostro abierto y franco. En paisajes coloridos de mi cuerpo y el mundo.  Las palabras "esperanza", "Fuerza", "sonrisas" "creación" zigzaguean entre las imágenes casi infantiles. Las hojas de los libros, cada vez más ricas en palabras. Todas hermosas. Después, fueron las mías. Y siempre las fotografías:  Rostros, siempre los rostros. El mio, el de cada persona que formó y forma parte de mi vida. Edificios brillando bajo la lluvia radiante de Caracas, esta ciudad niña que es mía en contraste con su montaña paciencia.. Y las palabras, siempre palabras,  contando  puntadas tras puntada, el renacimiento, el sentimiento, el deseo, el temor y la incertidumbre, la fuerza de mi espíritu, la esperanza en mi mente, la posibilidad entre mis dedos.

No me parezco a Anouk Aimée. Tampoco escribo como Susan Sontag. No he terminado mi manto de expiación, luego de catorce años de sonreír y llorar sobre su tela. Pero aún así, el milagro está hecho: Sonrio, por supuesto, mientras con gran torpeza, continuo cosiendo una fotografía a la tela de arpillera que sostiene mi manto de expiación. No sé que pensaré en el futuro, de esta manera de reseñar mi vidas. Lo que yo he aprendido hasta hoy, es que mi vida es el reflejo de toda esa luz y esa oscuridad que forma parte de mi manera de comprender el mundo, que se crea asi misma a diario. Y es esa conciencia - de crear, construir, amar, soñar - lo que hace que cada experiencia que vivo, que vivo y de la que aprendo, sea de inestimable valor.

Una pequeña puntada en este gran manto de ideas que imagino para mi vida. Una forma de imaginar mi propia incertidumbre y valor.

C'est la vie.

1 comentarios:

Gaby dijo...

Hermosa historia, todas de alguna forma tuvimos nuestros propios fantasmas al crecer en el país de las mujeres bellas.
Hace unos años comprendi que la belleza real viene de adentro y de como nos alimentamos de las cosas que nos llenan, lo exterior es tan efímero, aprendí a ver siempre el alma de las personas a través de lo que transmiten sus ojos y sonrisa. Por eso cuando me veo en el espejo, me reviso internamente y si veo que algo me esta quitando el brillo y me opaca la mirada y la sonrisa, trabajo en dejarlo atrás.
Me encanta como escribes!!

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