sábado, 2 de abril de 2011

La noche de las luciernagas



Tengo un recuerdo imperecedero de mi infancia: una vez, en uno de los numerosos viajes que solíamos hacer a Higuerote, en donde mi familia construyó una pequeña casa de playa, vi un enjambre de luciernagas flotar en medio de la maleza. Jamás había visto algo semejante ni volví a verlo: una docena de pequeños chispazos de luz verdiamarillenta parpadeando entre las hojas y exquisitas de un arbusto tropical. Permanecí en pie, muy asombrada, sin saber que era exactamente lo que veía - tendría unos diez años, incluso menos - y cuando finalmente me movi y toqué las ramas con las manos abiertas, el grupo se dispersó, siempre palpitando en la oscuridad, un instante tan mágico como fascinante que me desbordó por entero. Una hora después, cuando volví a la casa, no supe como contarle lo que habia ocurrido a los adultos: los miré largo rato y senti un instante de irrealidad, de suprema soledad. Por supuesto, no pensé en terminos tan complicados, pero instintivamente supe que no me comprenderían. Y guardé aquel recuerdo como un fragmento de una historia imposible, extraordinaria, desconcertante. Al crecer, la imagen adquirió el lustre de algo que soñé, onírico, radiante en su pureza movediza. Detenido en el tiempo.


Miguel sonreía siempre con cierta picardia. Era alto, encorvado, adorable. Llevaba el cabello largo, alborotado y sus grandes ojos café siempre estaban llenos de una ligera sensación de asombro, que me parecía casi tan infantil como inexplicable. Era un buen oyente, un hombre que tenia la extraña cualidad de sonreir y escuchar atentamente, de paladear las palabras de su interlocutor con ese entusiasmo de quienes desean descubrir preguntas y respuestas en el mundo. Tal vez por ese motivo, le conté esa anecdota de mi infancia, tan lejana, que a la distancia parece obra de mi imaginación. Había sido un día largo: durante casi toda la noche, había intentado reparar mi vieja computadora, que sufrió uno de sus habituales colapsos. Y desde luego, Miguel estuvo allí: con su paciente humanidad y esa risa lenta, nada escandalosa que tenía una cualidad sedante. Eran casi las tres de la mañana y ambos estabamos agotados, un poco aburridos, de aguardar que la computadora funcionara finalmente. De manera que sin venir a cuento, le hablé de esa extraña escena: la niña flacucha y pálida, con los brazos en alto, mirando un enjambre de luciernagas brillar alrededor de sus muñecas. Cuando me callé, me sentí un poco avergonzada. Incluso para mi, esa historia carecia de interés ya, como si componerla en palabras le hubiese robado la ternura y quizá la exquisita sensación de tierno esplendor que siempre habia tenido.

Recuerdo que Miguel dejó una pieza de la computadora, se secó la frente y me miró atentamente. Era un hombre de naturaleza amable, sin duda, pero en aquel momento me pareció beatifico. Sacudió la cabeza y soltó una pequeña carcajada.

- Agla, hay que creer en los milagros, porque existen. Pequeños o grandes, son reales - dijo. Lo escuché y senti que mi pequeña historia no estaba perdida del todo, que habia recuperado su lustre y su belleza. Y mientras Miguel y yo seguíamos riendo por las peripecias de la computadora malhadada, sentí esa sensación de redescubrir la pequeña magia de los recuerdos, en esa esperanza irracional de la pura fe.


Ayer Miguel abandonó el presente para siempre. Voló al mundo de las Luciernagas, los sueños, el tiempo remoto, la juventud perfecta. Morir no es concepto sencillo: es duro, crudo, inapelable, inquietante. Pero aun así, aunque aun no asimile bien que sucedió y que me lleve esfuerzo pensar que Miguel ahora solo existirá en la memoria de quienes lo quisimos, pienso que en lugar de mi mente habitará junto a esa noche interminable donde descubrí la maravilla de los pequeños prodigios y que él me lo recordó.

Adios mi querido Miguel, vuela alto a donde perteneces.


2 comentarios:

CYphoto's dijo...

Gracias por tus palabras, encontraste la esencia de mi hermano, un tipo con una agradable virtud, la paciencia, con una vocacion de servicio a sus clientes que se convertian en amistad. Siempre con una sonrisa y buen humor, incansable trabajador y excelente hijo, que adoraba a mi hijo por sobre todas la cosas. Lo voy a extrañar mucho...

Miss B dijo...

Un besote mi bello Carlos :(

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