domingo, 9 de mayo de 2010

El nacimiento del espíritu.


En la psicología Junguiana, el ego se suele describir como una pequeña isla de conciencia que flota en un mar de inconsciencia. Sin embargo, en el folclore, el ego se representa como una criatura voraz simbolizada a menudo por un ser humano o un animal torpe, vulnerable, violento y en ocasiones cruel, rodeado por unas fuerzas que lo desconciertan y a las que intenta dominar. A veces el ego consigue dominarlas de una manera extremadamente brutal y destructiva, pero al final, gracias a la ese diminuto heroísmo que la sabiduría popular encarna en un hombre o una mujer llena del coraje y desconcierto, suele perder su ímpetu en la lucha personal entre la voz de la razón y el mero instinto.

En ocasiones, también he imaginado que nuestra búsqueda espiritual construye pasillos y recovecos en medio de nuestra memoria consciente, abriendo y cerrando puertas misteriosas más allá de nuestra conciencia y nuestra comprensión de ella. En los comienzos de la vida de una persona, el ego siente curiosidad por el mundo del alma, pero se preocupa más a menudo por la satisfacción de sus propios apetitos. El ego, ese rostro secreto, esa identidad superflua y arqueotipica que otorga forma a nuestros temores y esperanzas, nace del principio en nosotros como potencial, y el mundo que nos rodea es que lo configura, desarrollada y llena de ideas, valores y deberes. De igual manera sucede con la necesidad de encontrar un sentido a nuestra inquietud más abstracta y personal. Recuerdo que siendo una niña, intenté justificar mi don mediúnico en todas las maneras posibles, a través de las convicciones quebradizas y fantasiosas de la infancia. Después, siendo una adolescente atormentada y recelosa, preferí quitarle toda importancia y sentido - un accidente biológico - y relegarlos a una habitación oscura de mi mente donde no pudiera crear en si mismo un rostro análogo a mi propia voluntad. No obstante, ahora en mi joven adultez, siento que deambulo en una idea solemne y especifica sobre mi misma, en una exigua comprensión de mis motivos, y aun así, una profunda aceptación de mis principios. Le confiero color, jugo y capacidad al instinto de reacción, la fuerza diametral de mi voluntad sobre el ego agrietado de moral y suplicas intelectuales. Insatisfecha, frágil, fortalecida, confusa, despota de mi voz y mi deseo, me recreo en esa suculenta sensación de pura transgresión, más allá de la norma y el valor, que da sentido a mis días y a mi pensamiento.

Un deseo en medio de las sombras, gritando mi nombre al mar.

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