martes, 7 de abril de 2015

Nadie Es Kenia, ni mucho menos Venezuela.




Hace unos días, comenté vía Twitter sobre mi sorpresa por la poca relevancia que la atención mundial prestaba al violento asesinato de 147 estudiantes en Kenya. Además, añadí que me inquietaba que mientras lo ocurrido con el tristemente célebre Andrea Lubitz (copiloto y responsable de la muerte de la muerte de 150 pasajeros de un vuelo francés) continuaba siendo analizado con obsesiva atención por el ojo público, el atroz asesinato de un considerable grupo de estudiantes durante una agresión terrorista, parecía ser minimizado e incluso invisibilizado por la gran mayoría de agencias noticiosas del mundo. Una idea que sin duda parece mostrar un rostro preocupante sobre la manera como asumimos los hechos de violencia en el mundo y más allá, la forma como el mundo virtual reflexiona sobre el presente inmediato de lo noticioso.

De inmediato recibí todo tipo de comentarios que mostraban preocupación por el mismo tema, pero otros tantos que trataban de justificar el silencio informativo sobre lo ocurrido en Kenya. Varios insistieron en el hecho que la tragedia de German Wings era tan grave como la ocurrida en el país africano y hubo quien explicó, que a pesar que habían transcurrido casi dos semanas sobre el hecho, aún había mucho que analizar sobre el comportamiento del Copiloto y su trágica decisión de estrellar el avión que pilotaba contra los Alpes franceses. No obstante, uno de los comentarios pareció resumir una especie de discreta visión sobre el tema que parecía definir la postura: “Es que la tragedia del avión no tiene parangón” comentó alguien. La simple frase parece explicar con mayor claridad que cualquier otra, la postura — y percepción — del mundo occidental sobre ambos hechos y sobre todo, la forma como comprendemos los sucesos violentos alrededor del mundo. Sobre todo, la manera como disgregamos su importancia y relevancia dentro del panorama mundial.

La idea no me resulta novedosa. Durante las protestas que sacudieron a Venezuela durante los primeros años del año 2014, la frase “Que el mundo lo sepa” se repitió con muchísima frecuencia. La mayoría de las veces, acompañando a fotografías, artículos, tweets sobre el conflicto. Poco a poco, el conflicto interno pareció escalar el anonimato de la atención Mundial: el hashtag #SOSVenezuela comenzó a leerse en las principales redes sociales y sobre todo, a mostrar, a esa manera difusa y un poco confusa, lo que estaba ocurriendo con las multitudinarias manisfestaciones callejeras que recorrieron el país. Incluso, la espontánea campaña llamó la atención de algunas celebridades y personalidades públicas y durante la Entrega del Oscar, el actor Jared Leto envió un mensaje a los Venezolanos, aún sosteniendo su estatuilla dorada como mejor actor de reparto: “A todos los soñadores en el mundo que nos están mirando esta noche, en lugares como Ucrania, Venezuela, quiero decirles que estamos aquí mientras ustedes luchan por lograr sus sueños, por vivir lo imposible” dijo en medio del emotivo discurso. Una ola de renovada solidaridad hacia el país y los manifestantes callejeros recorrió las redes sociales.

Unas cuantas semanas más tarde, la visibilidad de lo que continuaba ocurriendo en las calles Venezolanas desapareció bajo el habitual aluvión de noticias y acontecimientos alrededor del Globo. Lo hizo con la misma lentitud y progresiva erosión que otros hechos de la misma naturaleza. Una superposición interminable de circunstancias sangrientas que el mundo parece asimilar con bastante facilidad. De la misma manera que el secuestro de 300 niñas Nigerianas por el grupo Boko Haram, los asesinatos en masa durante el conflicto Sirio, los ataques cada vez más despiadados del grupo terrorista ISIS, el relativamente pequeño conflicto Venezolano pareció erosionarse, volverse una estadística más dentro del número siempre creciente de conflictos violentos que recorren la geografía mundial. La atención mundial parece ser demasiado corta — imprecisa, fugaz — para mantenerse por mucho tiempo sobre una misma circunstancia. Mucho más, cuando esa atención parece sostenerse sobre el incesante flujo de información que construye una matriz de opinión tan limitada como inmediata. Una compleja y cada vez más sesgada percepción sobre la interminable sucesión de hechos que ocurren a diario.

La situación Venezolana por supuesto no mejoró y el conflicto, tampoco se hizo menos cruento antes o después de obtener la atención mundial. De hecho, una vez que el mundo pareció ignorar lo que continuaba ocurriendo fronteras adentro de nuestro país, pareció que la noticia se volvía difusa, poco importante. Un debate ideológico entre dos extremos ideológicos enfrentadas entre sí. Lo cual, por supuesto, no es un concepto nuevo para Venezuela pero que sí, logró sorprender al considerable número de ciudadanos que consideraban de enorme importancia el “reconocimiento” internacional de nuestro conflicto. Un año después, las condiciones políticas, sociales y económicas han empeorado. La supuesta presión internacional que se esperaba recibir como parte de la resolución del conflicto, continúa siendo no sólo insuficiente, cuando no, inexistente.

Pienso en todo lo anterior mientras leo los detalles de la tragedia Keniana: la milicia Islamista somalí de Al Shabab asesinó a 147 estudiantes en la Universidad de Garissa. No se trató sólo de un ataque terrorista: los estudiantes fueron ajusticiados y en algunos casos, obligados a llamar a familiares para anunciarles sobre su muerte, como contó una superviviente a los medios de comunicación de su país. En suma, se trató de un ataque despiadado, de una crueldad inaudita y sobre todo, que dejó claro que la actuación de grupos violentos en el continente africano es cada vez más devastadora y directa.

No obstante, cuando reviso los titulares de los principales periódicos del mundo y sobre todo, la interminable conversación virtual vía Redes Sociales, encuentro que la repercusión de noticia sobre la tragedia Keniana, es mínima, en comparación con otras informaciones que forman parte del paisaje noticioso internacional. Al contrario, la noticia parece engrosar esa interminable colección de confusas tragedias sin nombre ni rostro al fondo de la memoria colectiva. Una y otra vez el suceso se califica de “ataque” — un término que puede significar cualquier cosa — y el número de estudiantes fallecidos se redondea. Algunas notas hablan de un menor número de víctimas de las oficiales, en otro no se menciona. Al final, la muerte de los estudiantes Kenianos parece no ser tan relevante y mucho menos importante dentro de esa visión mundial de la actualidad.

Lo cual resulta, cuando menos desalentador. Hace unos meses, el mundo entero levantó su puño enfurecido en defensa de la Libertad de expresión, cuando 16 periodistas franceses fueron masacrados por un ataque de terrorista. Durante semanas enteras, el Mundo fue de hecho Charlie Hebdo y se cuestionó no sólo sobre el poder de las comunicaciones sino sobre la necesidad de combatir la violencia ideológica y religiosa que intenta restringir los derechos individuales y Universales. La muerte de los dieciséis periodistas, además, logró solidarizar a la opinión mundial sobre la noción del extremismo y sus consecuencias. Corrieron rios de tinta sobre opiniones que exaltaban la labor de Charlie Hebdo y también, sobre la necesidad de combatir el silencio de la violencia con información, conocimiento y libertad de expresión. En más de una ocasión, se habló que los fallecidos durante el atentado francés, era “martires” del derecho al libre pensamiento y un simbolo de la reivindicación de la independencia intelectual.

Pero esa misma opinión Mundial, ignora a Kenya. Lo hace, aunque las 147 victimas de la violencia, fueron estudiantes en un país donde la educación Universitaria es de díficil acceso. Lo hacen, a pesar de que el ajusticiamiento se debió al extremismo religioso — de la misma manera que con Charlie Hebdo — y que los estudiantes, formaban parte de una avanzadilla de la juventud Keniana dispuesta a enfrentarse a la pobreza por medio de la educación. Y es que mientras se debate con enorme interés el contenido de la segunda caja negra del Avión de GermanWings, se desconoce la identidad de la mayoría de las victimas Kenianas, se ignora el impacto de las muertes en el país. Las muestras de solidaridad son contadas e insuficientes y lo que es aún más preocupantes, parecen definir esa opinión sobre lo ocurrido: es una tragedia lamentable — nadie lo duda — pero no nos interesa.

Mi interlocutor en Twitter lo dejó claro: para buena parte de los usuarios de las redes sociales, lo ocurrido con el Avión de GermanWings y la actuación de Andrea Lubitz “No tiene parangón”. Durante las últimas semanas, la prensa del mundo siguió con obsesivo interés cada una de las actuaciones del oficial aeronaútico Andrea Lubitz antes de tomar la trágica decisión que llevó a la muerte a 150 pasajeros. No obstante, ningún medio informativo mundial parece tener el mismo interés en las identidades e historias de las victimas anonimas de la Universidad de Kenya o los sucesos que rodearon un crimen atroz de consecuencias imprevisibles para el país. Porque para nuestra cultura, la inmediatez y la proximidad parecen ser requisitos imprescindibles para la condena de la violencia y lo que es aún más preocupante, para la interpretación de la agresión ideológica como una idea comprensible y que pueda provocar un inmediato rechazo cultural.

Comentaba la periodista Jacoba Urist de The Atlantic que luego de los atentados del Once de septiembre, el periódico The New York Times publicó más de 2500 obituarios para los fallecidos por los atentados, como una manera de recordar las consecuencias devastadoras de la violencia terroristas. Otro tanto lo hizo el periódico El País de España, con las víctimas del Once de Marzo. No obstante, los 147 estudiantes Kenianos parecen reducidos al silencio o aún peor, a ese anonimato circunstancial que los convierte en “otro hecho” de violencia entre tantos otros. Una idea inquietante si se toma en cuenta que tanto lo ocurrido con las tragedias históricas del 11 de Septiembre y el 11 de Marzo, las ejecuciones llevadas a cabo por EI, los asesinatos en la Redacción de Charlie Hebdo como la matanza de estudiantes de Garissa tienen el mismo objetivo: demostrar el poder de fuego del extremismo religioso e ideológico. Un planteamiento que atenta no sólo contra quienes sufren un tipo de violencia inimaginable, sino además, quienes asumen la idea de la libertad de las ideas como propia.

¿Se trata de la calidad de la información? ¿De la manera como la actualidad y sus consecuencias se perciben a través de la rapidez inaudita de la información virtual? Varios rotativos alrededor del mundo han insistido en que incluso en Kenya, la información sobre la tragedia es difusa y confusa. La situación provocó de hecho la creación del hashtag #147notjustanumber, que intenta recopilar la identidad de las víctimas de la tragedia, en un país donde la censura oficial y la autocensura hace complicado la difusión de información confiable. A través de la información suministrada por los familiares, un considerable número de voluntarios está intentando demostrar que la tragedia Keniana es algo más que un número estadístico, una cifra que engloba una cruento hecho de violencia que se minimiza. La iniciativa incluye nombres, fotografías y testimonios que intentan brindar una dimensión humana a una cifra de víctimas apabullante de un conflicto que a la distancia, nos resulta incomprensible.

¿La iniciativa es suficiente? ¿Hace más revelante el hecho real de la muerte de 147 jovenes estudiantes a manos de un grupo terrorista armado que intensifica la violencia religiosa e ideológica? Probablemente no. No se trata sólo del hecho que por si misma, la repercusión de la tragedia Keniana tenga dificultades para rebasar los límites de la noticia local, sino que tampoco logra ser percibida en su verdadera envergadura. Y mientras lo ocurrido con Charlie Hebdo se considera un síntoma de un tipo de violencia imprevisible, la muerte de los estudiantes Kenianos no parece asumirse bajo la misma óptica. El debate sobre la gravedad de acciones armadas de factores ideológicos en armas, continúa siendo una idea que sólo se percibe desde la proximidad del suceso. Desde la percepción concreta de lo que podemos comprender de información y cuanto nos interesa. Lo que podría explicar por qué Andrea Lubitz se ha convertido en una figura casi caricaturesca en medio de cientos de especulaciones sobre su personalidad y actuaciones, mientras que el grupo terrorista que masacró a los estudiantes Kenianos, continúa formando parte de esa brumosa idea sobre el terrorismo islámico más allá de nuestra percepción sobre lo occidental.

La periodista Leila Nachawati, cofundadora de Syria Untold, parece resumir el panorama en una perspectiva desalentadora. La profesional, veterana en la cobertura de varios conflictos armados alrededor del mundo, insiste en que se presta menos atención a los conflictos conocidos y sobre todo, los previsibles, aunque sus consecuencias sean tan trágicas como lo ocurrido en Garissa. Para Nachawati, la percepción occidental es la de un gran tumulto de conflictos de variable importancia que pueden hacer poco clara la noción sobre su importancia. “Una visión que se perpetúa y en la que no hay intención de ahondar” explica la periodista, quien además, pondera sobre el hecho que los conflictos violentos y sus consecuencias, se analizan desde la perspectiva de los intereses geoestratégicos de los países occidentales y no, desde la percepción de su importancia concreta como hecho individual. Por tanto, las situaciones de violencia y los repetidos ataques terroristas en Nigeria o en Kenia, son percibidos como situaciones inevitables, que se entremezclan en conflictos de mayor peso mundial o al contrario, tienen a desaparecer en una percepción del enfrentamiento donde desaparecen debido a su carácter local.

Pienso en las palabras de Nachawati mientras rememoro los tensos y complicados primeros meses del año 2014 en mi país. La pretensión que cada manifestación, protesta, la represión Gubernamental y el número de víctimas pudiera convertirse en algo más que una serie de noticias aisladas en un mundo hiperinformado y obsesionado con el presente inmediato de la información virtual. Y me desconcierta esa inocencia que aún tenemos sobre la manera como se reflexiona y se analiza la violencia en el mundo. De la forma como la influencia y la importancia esencial que puede o no tener un país del mapa internacional puede influir sobre la percepción de la circunstancias que atrevisa. Sus imprevisibles e interminables implicaciones. Tal vez todo se trate a como lo acotó Owen Jones en en The Guardian “Nos olvidamos de guerras complejas en países sin peso estratégico”. El pequeño racismo de lo cultural.

Para leer:

* 147 no es sólo un número: el intento de recordar a las víctimas de Kenia

1 comentarios:

2006_tiburon dijo...

Nadie es Kenia porque Kenia no tiene peso específico en el panorama mundial. Nadie es Kenia porque en África estas masacres se han vuelto algo cotidiano. Recordemos que nadie fue Ruanda, nadie es Sudán y todo el mundo fue Kuwait. Lamentable, pero cierto.

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