lunes, 13 de abril de 2015

La eterna rebeldía de Eduardo Galeano.






Hace trece años, Venezuela despertó de golpe por segunda vez en menos de cuatro días. Luego de la aparente renuncia de Hugo Chavez Frías al poder como consecuencia de los sucesos del 11 de abril, la estabilidad del país parecía deslizarse en un equilibrio confuso que terminó por derrumbarse cuando un grupo de militares leales al Presidente, le restituyó al poder. Una cadena de acontecimientos abruptos que sacudieron la conciencia del Venezolano sobre sí mismo y la historia reciente de un país que desde entonces, padece la manipulación y la medias tintas de una Revolución que nunca se recuperó de todo del mazazo moral de un atentado al poder. De manera que el 13 de abril 2002 — y su trepidante sucesión de hechos — se convirtió en bandera de la izquierda histórica del continente y un símbolo del poder del Chavismo. De su supuesta estabilidad histórica. Más allá de eso, el trece de abril, abrió una brecha entre la comprensión del poder hegemónico de una revolución basada en las mayorías excluidas y en esa noción del enemigo inmediato, bajo el mismo gentilicio. Una idea que conserva hasta hoy.

Tal vez por ese motivo, resulte levemente simbólico que Eduardo Galeano, abanderado de la lucha humanista en el continente, muera hoy. Galeano, admirado por Chavez, abanderado de la ideologías revolucionarias, el izquierdista esencial de un continente ávido de heroísmo utópico. Galeano muere hoy y con su muerte, parece añadir significado a una fecha que el Chavismo toma por única, que sus aliados políticos celebran y que de hecho, metaforiza esa idea del colectivismo y la lucha del pueblo — esa percepción brumosa del ciudadano reconvertido en elemento anónimo que sostiene al poder — por un sistema político que aparentemente le represente. Para algún romántico de ocasión, la muerte de Galeano un trece de abril podría otorgar envergadura real a una fecha en entredicho en una historia política abierta a interpretación.

Pero no lo hace. O quizás sí, pero de una manera mucho más sutil y dura de asumir: porque el mismo Galeano que Chavez admiró, que elevó a las alturas de una ideología difusa en un continente huérfano, muere luego de admitir que no volvería a leer nuevamente el libro que le hizo ídolo. Que sutil ironía, sin duda. Porque no se trata de volver a escribirlo, sino leerlo. Como si Galeano se acusara así mismo, de avanzar a través de la palabra que se lee — se consume, se analiza, se re interpreta a conveniencia — bajo una nueva óptica mucho menos reaccionaria. Que de hecho “Caería desmayado”, insiste, para dejar bien claro que su legado literario dejó de tener el visto bueno de su autor hace un buen tiempo. Un juego de palabras que parece demostrar que para el padre de la interpretación de la Latinoamerica Víctima, explotada y destrozada bajo el yugo extranjero, la reflexión ya no resulta tan sencilla y mucho menos pertinente. Lo confiesa Galeano, luego de su texto fuera consumido con avidez por una generación obsesionada por las implicaciones de esa lucha ideológica pasada por armas y fuego, por represión y confusión belicista tan en boga en nuestro continente. Galeano, el mesías que al final, no quiso serlo. Galeano que enmienda la plana de una lección que no llegó a ser comprendida en realidad.

Porque Galeano, pareció asumir su peso histórico y comenzar a replantearse la cuestión no tan sencilla — ni mucho menos, clara — de las luchas tradicionales del continente, desde otro punto de vista. Toda una proeza de congruencia: en su obra más conocida, el autor analiza la historia de Latinoamerica desde la perspectiva de la explotación económica, la dominación política que ha sufrido el continente a través de las décadas y la colonización europea. Una y otra vez, Galeano reflexiona sobre esa noción del sufrimiento latinoamericano que heredará más adelante el discurso de los líderes carismáticos y hombres fuertes de un continente embelesado con su propio padecimiento. Galeano fundó — sin predecirlo, quizás — la idea del noble latinoamericano aplastado bajo el yugo ajeno, de esa diferencia que ataca y pondera, de esa explotación del inocente. Porque “Las venas abiertas de America Latina” no sólo es un análisis aparentemente meticuloso sobre el sufrimiento de la opresión, sino la victimización cultural. Un peligroso juego de conceptos que no sólo simplifica la idea de un largo proceso histórico inacabado sino que además, lo condena a repetirse.

Para Chavez, el libro y el propio escritor fue una revelación. Un manual de uso del conflicto de la revancha, del dolor histórico, de la idea de la izquierda como elemento sustancial de una redención cultural basada en el enfrentamiento. Lo cito cada vez que tuvo la oportunidad, lo analizó como elemento esencial de esa tradicional visión de la izquierda latinoamericana que apuesta a la revancha en lugar de la ponderación. Pero además, lo uso como símbolo evidente de su pensamiento político, como si lo escrito por Galeano, más allá de una opinión literaria, fuera un teorema inobjetable sobre latinoamerica. La crudeza de una percepción cultural resumida en sus heridas mal cicatrizadas. Chavez, que asumió el liderazgo de las Americas, que con la chequera de petrodolares bien visible influyó y determinó los pasos de una visión izquierda ansiosa de guía y sustancia, celebró que Galeano pudiera justificar la idea de una Revolución sustentada en la venganza, en la victima propiciatoria. Para Chavez, Galeano no sólo fue un sustento intelectual, sino una puerta abierta a ese histrionismo hemisférico que necesita sustentar el verbo explosivo y el melodrama ideológico como pilar fundamental del enfrentamiento.

Sin duda, por ese motivo, Chavez — el actor, la criatura esencialmente mediática — extendió a un recién elegido Barack Obama, una copia del Libro durante el primer encuentro entre ambos. Eso, luego que Chavez repitiera la retórica antiimperialista que tan bien aprendió de Castro y que tan redituable resulta en un planteamiento ideológico de extremos insustanciales. Con toda la pompa de que asume su papel protagónico en medio de un escenario histórico frágil, Chavez obsequió a Obama “las Venas abiertas de America Latina” pero en realidad, se limitó a declarar con el gesto que Galeano y su planteamiento era el punto de partida hacia esa insistente percepción del continente niño, roto y limitado. El rebelde esencial contraviniendo al poder, marcando el recorrido de ese devocionario humanista tan endeble. Y el célebre libro como bandera visible de un ideal siempre en construcción. El martir de los principios.

Cuatro décadas después, Galeano se reinventó. Lo hizo, a los setenta y tres años, después de batallar quizás contra el monstruo ideológico que construyó, contra esa retórica de la furia que tanto alimentó los puños alzados y las luchas quebradizas. Lo hizo con elegancia, a pesar de su virulencia, con ese sentido del humor tan suyo que siempre estuvo a medio camino entre el cinismo y algo más turbio. “Para mí, esa prosa de la izquierda tradicional es aburridísima. Mi físico no aguantaría. Sería ingresado al hospital”, aseguró Galeano en una rueda de prensa recogida por Agencia Brasil y el blog Socialista Morena. Y luego sonrío, con esa placidez del héroe que no lo es tanto, que destruye su propio mito con una concienzuda conciencia de lo que vendrá. Galeano, que luchó y se enfrentó a buena parte de una historia latinoamericana signada por el desastre, ahora convencido de su falibilidad.

Chavez ya había muerto para entonces. Y la revolución que creó a su medida comenzaba su lento trayecto hacia el desastre. El nuevo socialismo del continente daba bandazos de un lado a otro del extremo — de la pobreza que dignifica y la riqueza que constriñe — y ya nada parecía tan claro. Mucho menos, evidente en medio de ese discurso sobre el mártir de la Tierra aplastado bajo el yugo del poderoso. Entonces Galeano, desengañado quizás, abrumado por el peso del discurso inútil, a la frontera entre lo que se teoriza y esa realidad que se enfrenta. Galeano, con ese olfato del escritor que profundiza y que analiza, admitió su error. O probablemente, algo más abstracto: esa caducidad de la proclama. Del rostro ideológico en medio de la desazón.

Y es que quizás, para el escritor, la tierra prometida dejó de serlo. Y el tradicional dolor del continente niño, ya no tuvo mucho sentido en la aridez que vino después. “En todo el mundo, experiencias de partidos políticos de izquierda en el poder a veces fueron correctas, a veces no, y en muchas ocasiones fueron demolidas porque estaban correctas, lo que dio margen a golpes de Estado, dictaduras militares y periodos prolongados de terror, con sacrificios y crímenes horrorosos cometidos en nombre de la paz social y del progreso”, dijo Galeano, con sus buenas seis décadas a cuestas, con el aprendizaje de la incredulidad “En otras ocasiones, la izquierda ha cometido errores muy graves”, sentenció. Toda una proclama de intenciones, toda una admisión de culpa. O puede que algo menos evidente pero tan verosímil con una simple madurez intelectual.

Muere entonces Galeano — luego de destruir su mito — un trece de abril. El mismo día en que se cimienta el mito de una izquierda endeble, que se tambalea de un lado a otro en su propia complacencia y autojustificación. Muere Galeano pero no antes de matar su propia obra, de desdecirse. De volver sobre sus pasos y admitir los errores de la juventud — tenía apenas 31 años cuando su obra más famosa fue publicada — y quizás encontrar cierta paz en la rebeldía de contrariar — de nuevo — el poder. De enfrentarse a lo establecido y lo evidente. Muere Galeano y con él quizás, ese inocencia inclemente del latinoamericano martir. Una etapa que acabó incluso antes del propio escritor, como se encargó de puntualizar y que quizás, fue su mejor obra.

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