domingo, 26 de abril de 2015

La sonrisa secreta de las estrellas y otras historias de brujería.





Mi tía E. tenía quizás el jardín más bonito del mundo. Y también el más pequeño. Un jardin diminuto en la terraza de su habitación que parecía brotar directamente de las paredes de la casa, fresco, fuerte y exuberante. A mi me gustaba mirarlo, mientras ella dedicaba horas y muchísimo esfuerzo a mantenerlo. Cortando una hojita por allá, un tallito por acá. Una especie de mundo misterioso que de vez en cuando, me parecía intrigante.

Con todo, no entendía muy bien por qué mi tia dedicaba tanto tiempo y esfuerzo a su pequeño Jardín, si la casa tenía otro - uno de verdad, solía pensar con cierta ingratitud - extendiéndose más abajo. Uno con hierba mal cortada, árboles enormes y lozanos, el olor de la montaña. Un jardín que tenía su propio temperamento - uno muy antipático, además - que parecía envolver la casa en un abrazo cálido. En comparación, el suyo, lleno de plantas ornamentales y especias diminutas, era una especie de fragmento perdido. Un trocito a la deriva de algo más grande y sustancioso.

- Cada bruja tiene su propio jardín y lo cuida en consecuencia - me explico en una ocasión - es un pequeño fragmento de su historia, de su manera de ver el mundo. De cómo asume su propia percepción sobre la vida.

¿Un jardin? me pregunté a mis descreídos doce años. Se suponía que para entonces, debía haber desarrollado un respeto más que reverencial por la naturaleza y sus lecciones,  pero la verdad era que idea al completo seguía resultandome confusa. No entendía muy bien, por qué debía plantar albahaca si la podía comprar en el mercado de la esquina. O por qué debía estar atento a los mensajes del viento - que jamás había entendido, la verdad - si existían los teléfonos y las computadoras. A mi abuela, mi incredulidad le parecía graciosa. Pero mi tia E. era otro cantar: para ella mi escasísimo interés por la herbología, el antiguo conocimiento que ella dominaba tan bien, era poco menos que ofensivo. Y siempre asumía mis preguntas como una muestra que no había comprendido bien la verdadera importancia de observar a través de la naturaleza, nuestro propio espíritu.

- La naturaleza es un ciclo constante, es una idea que se crea y se construye, que se afirma y se eleva por encima de todo lo que consideramos necesario - continuó. Con una paciencia infinita continuó podando las pequeñas ramitas del Romero. Una a una, con un pequeño piquete de tijera, limpió el tallo de suciedad y pequeños trozos de hojas secas - Cualquier cosa en la que creas y confies, debe enfrentarse al paso del tiempo. El jardin, te lo enseña.

Continué en silencio. Le extendí las tijeras de podar cuando me lo pidió, después la pequeña regadera. Por último, las tiritas de tela para anudar en los trozos de ramas rotas. Intenté mirar las cosas como ella las veía, comprenderlas a esa distancia proverbial suya. No lo logré. Suspiré confusa, cuando ella se dejó caer en su silla favorita, aún  llevando el delantal y los guantes de jardineria.

- No es que crea que es poco importante o algo así, pero en serio ¿Es necesario creer que todas las lecciones provienen de la naturaleza? - le pregunté. Intenté ser delicada, parecer paciente pero supongo que no lo logré. Hasta a mi me sonó grosera y un poco petulante mi pregunta - quiero decir...¿Por qué no asumir que el mundo es lo que es? ¿Que la gente es la gente y ya? No somos lecciones ambulantes, no tiene sentido. No al menos, como la brujería insiste.

Tia E. no dijo nada, se limitó a mirarme en silencio, con una paciencia tan antigua que parecía rebasar sus jovenes cincuenta y pocos años. Era aún una mujer ágil y de cabello castaño, con un bonito rostro regordete con unas cuantas arrugas casi imperceptibles. Me pregunté de donde venía esa rara sabiduría suya, esa idea del mundo que parecía tan arraigada y antigua como un pensamiento heredado de un origen desconocido. Seguro que no era debido a las plantas, pensé con cierta crueldad. Me arrepentí de inmediato de tener ese pensamiento.

- Todo está relacionado entre sí, hija - me dijo entonces - cada cosa que haces, cada cosa que esperas, que aspiras, que deseas, en la que necesitas creer y confiar...todo está relacionado en el mundo. Tiene un valor, un peso y un significado. Un gran ciclo interminable, del que formas parte. Del que eres un hilo. Eso lo aprenderás en su momento.

Sacudí la cabeza y me mordí los labios para no decirle lo que pensaba. Para no explicarle que a mi, el mundo me parecía un lugar deshilachado y destartalado. Que siempre ocurrían cosas terribles o muy hermosas sin relación entre sí, sin que nada lo provocara. Que se construía en medio del caos, que de hecho, era el caos y la triste visión de lo que somos y a la vez, no somos. Nada en absoluto, pensé con un sobresalto. O incluso, sólo nuestras ideas. Nuestra inocencia.

- Si tu lo dices.
- Lo comprenderás cuando debas hacerlo.
- Eso suena a las palabras del Oráculo - bromeé. Ella no sonrío y me alegré de no haber dicho nada  más - ¿Por qué crees que ocurrirá así?

Tia sonrió. Una de sus sonrisas amables pero también levemente misteriosas.

- Tengo la impresión que así será.

No dije nada, balanceandome en la silla de un lado a otro, incómoda. Incluso a mi, esa idea me sonó un poco estrafalaria. Pero también, por algún motivo, una pequeña sentencia que no entendí muy bien.

Mucho después, pensaría sino habría sido, exactamente eso.


***

Cuando la mamá de Flor me obsequió la camiseta verde, me sorprendí. Después de todo, yo no era su favorita entre las amigas de Flor y de hecho, siempre tuve la impresión que le irritaba un poco mi predilección por la pregunta indiscriminada y por el debate insistente. Pero ese día, me extendió la camiseta con una de sus raras sonrisas torcidas.

- Creo que te la mereces.

La miré asombrada y tomé la camiseta con un gesto lento y casi precavido. Era una prenda muy bonita: de un centelleante verde manzana y con una sola frase escrita: "Somos mucho más".  No tenía idea a qué se refería, pero de inmediato, mi imaginación salvaje creó enormes multitudes de hombres en batalla, gritando con una bandera verde la frase.

- ¿Que me la merezco? ¿Por qué?

Ella parpadeó como si le sorprendiera que yo no tuviera la menor idea de por qué me la obsequiaba. Se inclinó para dedicarme una mirada un poco irritada. Ahora si se parecía un poco más a ella, pensé sobresaltada y apretando la camiseta contra pecho.

- Me refiero a que lo hiciste fue una bella obra de cariño y respeto.
- No tengo la menor idea sobre qué habla.

Ahora si que no entendía nada. La mamá de Flor siempre me había parecido una señora distante, fría y formal. Y que me dijera aquellas cosas, la transformaba en otra persona. En alguien que no sabía como comprender y que claro está, no reconocía de ninguna parte. Me pregunté si estaba sufriendo unas de sus migrañas. O incluso, si continuaba trastornada por...Sacudí la cabeza. Era muy poco caritativo que siguiera pensando en la muerte del hermano de Flor cada vez que su mamá tenía un comportamiento extraño. Eso había ocurrido hacia mucho tiempo ya, hacia casi dos años. Muchas cosas habían ocurrido desde entonces. La Señora había dejado de llorar y de vez en cuando sonreía. Y también se irritaba, claro, pensé. Como en ese preciso momento.

- Lo que hiciste por doña Chachita, a eso me refiero, niña. Fue un gesto tan bonito que vi esa camisa y pensé que te la merecías. Porque los buenos somos más.

La miré con los ojos muy abiertos. Ahora sí que recordaba sobre qué me hablaba. Me quedé un poco aturullada y avergonzada, con la camisa aún apretada contra el pecho, recordando la pequeña escena que había vivido hacia un par de meses justo frente a la casa de la familia de Flor.

Doña Chachita era una anciana que vivía sola dos calles al fondo de la casa de mi amiga. Era atolondrada, frágil, gruñona y siempre parecía andar perdiendo sus cosas mientras caminaba por la calle de un lugar a otro con paso bamboleante. Como el resto de los niños de mi edad, yo le tenía un poco de miedo. Me inquietaban sus gritos destemplados, sus regaños a destiempo y sobre todo, su mirada un poco desenfocada, como si le costara recordar donde estaba o incluso, quien era. Por eso que cuando me llamó ese día a señas desde la puerta de su casa, me acerqué con cierto aire martir, convencida que la anciana me gritaría, me insultaria, haria una locura. O quizás todo a la vez, pensé con cierto sobresalto.

Pero no hizo nada de eso. Se le veía pálida y cansada, con los labios apretados y un poco despellejados. Con voz muy bajita, me pidió si podía llamar a su hijo para que "viniera corriendo" a buscarla. Se veía un poco más desorientada que de costumbre, con  el cabello desgreñado y llevando bata de dormir. Así que en lugar de continuar hacia la casa de Flor, entré en la vieja casa de Doña Chachita e hice lo que me pedía. Llamé por teléfono a su hijo al número de teléfono que me indicó y esperé con ella, preparándole un poco de té tibio que no me salió muy bien, hasta que el hombre de traje llegó. Después seguí caminando hacia la casa de Flor, que estaba muy ofendida porque estaba llegando muy tarde a nuestras sacrosantas tarde de café y películas de animalitos. Tan preocupada estaba de disculparme por el retraso, que olvidé contarlo lo que había ocurrido con Doña Chachita.

Así que no sabía como se había enterado su mamá de todo aquello, a menos que la propia Doña Chachita se lo hubiese contado. Pero tampoco era así: cuando se lo pregunté a la mamá de Flor, ella se limitó a permanecer en silencio, un poco incómoda. Balanceó el peso del cuerpo de un pie a otro y después, me pidió me sentara con ella en la mesa de la cocina. La obedecí, curiosa y comenzando a asustarme. No entendía nada de lo que estaba pasando.

- No, me lo contó su enfermera - me respondió entonces, luego de servirme una taza de su rico café con leche. Me tomé un sorbo apresuradamente, casi quemándome de mala manera los labios.
- Pero allí sólo estaba Doña Chachita - le dije - y su hijo. No había nadie...

La madre de Flor sacudió la cabeza y me hizo un gesto de paciencia. Traté de obedecerle, con la taza aferrada entre los dedos y la camisa extendida sobre las rodillas.

- Creo que ocurrieron muchas cosas a la vez - me dijo - y todo comenzó porque tu ayudaste a Chachita.

Resultó que en realidad Doña Chachita, nunca había querido tener una enfermera...hasta el día en que la había ayudado.  La anciana estaba empecinada en vivir sola, a pesar de su salud y la edad, hasta el día en que había perdido sus medicamentos y se había sentido muy enferma y desvalida. Había sido un día que la había aterrorizado muchísimo: más tarde le confesaría a su hijo que no recordaba otra cosa que la idea que podía morir, sola en medio de sus queridos muebles y sus ventanas con cortinas de encaje. Luego, yo había llegado, una figura borrosa que recordaba a ratos. El sabor del té y la frase: "Los buenos somos más".  El hijo se había preocupado, claro está. Le había insistido que ahora sí y a pesar de sus remilgos, debían encontrar a alguien que le ayudara en casa. O, sentenció el hijo con toda esa impasibilidad del adulto, tendría que ir a vivir a su casa, con su esposa y nietos. Doña Chachita había aceptado la idea de la enfermera sin más, no muy feliz con la idea de abandonar su querido hogar.

- ¿Y la enfermera? ¿Como llegó a la historia? - pregunté sin entender. La mamá de Flor sonrío.

Más tarde, cuando el hijo de Doña Chachita decidió contratar a alguien, no sabía bien por donde comenzar. Y fue entonces que la mamá de Flor, había sugerido a una buena amiga suya, que por mucho tiempo había buscado un empleo justo como ese: cerca de donde vivía, en una casa plácida y sobre todo, donde pudiera desempeñar el oficio que más amaba, el de enfermera. Así que en una sucesión de pequeños traspiés de lo cotidiano, de esas casualidades impensables, la amiga de la Señora Flor había conseguido un trabajo, Doña Chachita alguien que la cuidara con mimo e incluso el hijo de Doña Chachita, la manera de tener a su madre cómoda y segura en la casa que tanto amaba.

- ¿Lo ves? Todo por un acto de gentileza - la mamá de Flor sonrío - el tuyo.

No me lo creí demasiado. O mejor dicho, me costó entender como un acto mínimo como hacer una llamada y preparar un poco de té, había beneficiado a varias personas distintas. La mamá de Flor suspiró, tomando un sorbo de su café con leche. Su expresión era triste, un poco ajada. Como tantas otras veces en el pasado desde que había sufrido el dolor irremediable de la muerte de su hijo mayor.

- Creo que no somos conscientes de lo mucho que podemos hacer con pequeñas cosas - murmuró entonces - de lo mucho que puede cambiar algo sólo si hacemos algo pequeño. Nos olvidamos que hay cosas enormes que comienzan por algo tan pequeño como una semilla. Y de allí viene un árbol hermoso. Asi sucede cada día.

Me quedé con la taza a medio camino de los labios, con la extrañísima sensación que en alguna parte de mi mente, podía escuchar la voz de tia E., susurrando por lo bajo. Fue un momento cristalino, frágil, tan emocionante que sentí duraba muchas horas, como si una serie de pequeñas piezas e ideas encajaran de manera casi perfecta en medio del silencio que vino después. El pensamiento se alargó, me envolvió, me acunó. Y fue hermoso, por su simplicidad, por su poder, por su belleza. Pero sobre todo, por su capacidad para regalarme un tipo de conocimiento simple pero profundo que yo no había comprendido hasta entonces, que no había creído que existía, hasta ese momento.

Dejé la taza sobre la mesa con un barullo de loza y torpeza. Me levanté de un salto, con los ojos muy abiertos y asombrados. La mamá de Flor me miró desconcertada.

- ¿Y ahora que pasa? - me pregunté.

Sacudí la cabeza. No sabía como explicarle las cientos de imágenes que me llenaban mi mente en ese momento. La sonrisa desdentada de Doña Chachita, su mirada triste. El jardin diminuto de tía. El olor exquisito del viento de Montaña que bajaba desde la curva verde del Ávila. Esa sensación abrumadora y definitiva de entender una idea que hasta entonces se me había resistido. Recordé haberle dicho a Doña Chachita "Los buenos somos más", cuando me agradeció la taza de té. Había escuchado la frase días antes, en un libro. Sin pensar que tendría sentido más adelante, sin creer...me pasé la camisa verde chillón por la cabeza.

- ¡Me tengo que ir a mi casa!
- Yo te llevo.
- ¡Yo me voy!

Mi casa quedaba a unas seis cuadras de la casa de la mamá de Flor y mi abuela, siempre le había preocupado la atravesara sola. Y por consiguiente a mi también: me preocupaba que podría encontrar, los peligros que podría tropezarme. Pero ese día no pensé en nada de eso: corrí como un vendaval, sin aliento, a toda la velocidad de mis piernas flacas. Saltando sobre bolsas de basura, las raíces de los árboles que sobresalían del cemento, tropezando con la multitud de transeúntes que me miraban desconcertados. Corrí y corrí, feliz como nunca. Desconcertada como jamás lo había estado. Porque había entendido un pequeño secreto. Porque entre tantos, había logrado comprender uno.

- ¡SOMOS UNO!

Mi tia me sobresaltó al escucharme gritar. Me miró cuando me acerqué jadeante, medio inclinada por el flato, casi sin respiración. Ella espero de pie en la cocina, asombrada y desconcertada, mirándome avanzar a pasos trabajosos hacia ella.

- Somos uno tía. Todo lo que hacemos...tiene... - tomé una bocanada de aire - tiene relación.

Tia me miró con atención. ¿Me entendía? ¿Sabía de qué estaba hablando? Me pregunté si estaba haciendo el ridículo. Sí...

Entonces sonrío.

- Como en el jardin, donde cada planta y cada trozo de tierra tiene su importancia - dijo entonces. Como si la conversación entre ambas no hubiese terminado, como si fuera parte de una gran idea que nos incluía a ambas - como cada pequeña cosa que sucede en la naturaleza.
- Todos somos parte de una misma cosa.

La abracé. No sé por qué lo hice, pero ella me abrazó con el mismo entusiasmo y cariño. Como si el pequeño secreto que acababa de descubrir formara parte de algo tan profundo y luminoso que nos uniera para siempre, que creara un lazo entre ambas e incluso, más allá. Sentí esa sensación de portento que te deja a cambio descubrir un gran secreto y me pregunté cuantos esperaban por mí, cuantas otras cosas descubriría a medida que transitara por la vida. La mera idea me entusiasmó, me consoló de mis pequeños dolores de niña. Me obsequio una pequeña esperanza.

- Como el árbol que crece - murmuró mi tia acunandome contra su pecho - como la rama que se alza hacia el cielo infinito.

Una palabras en todas. Una aspiración de bondad en medio del caos cotidiano y existencial.

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