lunes, 17 de junio de 2013

Entre delirios y dilemas: La culpa es de la Barbie.





Me miro en el espejo. Me observo con esa atención critica muy femenina:  Tengo - de nuevo - unos cuantos kilos de más que se traducen como una pequeña pancita y algunos gorditos alrededor de la cintura. No soy tetona - nunca lo he sido - y mis curvas son un poco disparejas.  El cabello negro, grueso, alborotado y abundante, me cae sobre los hombros. Nunca tuve una melena lisa, manejable, como de publicidad de Champu. Pero me encuentro bella, en mis defectos y la topografia irregular de mi cuerpo. Sonrío mientras lo pienso. Me siento sana, plena, fuerte. Quizá con esa sincero aprecio por mi identidad, por las lineas conocidas de mi cara, esas regiones irregulares de mi identidad. En otra época de mi vida, ese pensamiento me habría producido miedo, una profunda angustia. Pasé muchos años enfrentándome a mi misma, cuestionando mi reflejo, intentando encontrar algo en él que no tuviera que criticar. Fueron tiempos duros, una larga discusión a solas con mi propio concepto sobre mi feminidad.


Decía Susan Sontag. que "No está mal ser bella. Lo que esta mal la obligación de serlo". Esa frase me obsesionó por años. Pasé toda mi adolescencia sintiéndome muy inadecuada, muy extraña, poco agraciada.  Estudiaba en un colegio solo de niñas y desde muy pequeña asumí dos ideas: La belleza tenía unas medidas, colores y formas determinadas. Y yo no las tenía. Era muy delgadita, con cabello abundante y rizado, pálida y pecosa. Ningún peinado de moda me lucia bien y mi cutis pálido no parecía agradarle a ninguno de los chillones maquillajes de esa adolescencia radiante de principio de la década de los noventa. Me sentía constantemente incómoda, extrañamente aislada en mi singularidad. Lo peor era que no comprendía bien que sucedía conmigo. ¿Por qué la belleza - o no tenerla, en todo caso -  me importaba tanto? ¿Que exactamente lo que me hacia sentir tan pequeña, herida al mirarme en el espejo?

Eran tiempos complicados: la adolescencia por lo general lo es, pero además crecía en un país adicto al brillo y a la lentejuela, a las curvas abundantes, a la mirada masculina. Rodeada de muchachas de mi edad que no podían ser más distintas a mi misma ¿por qué no podía comprenderlas?. Una sensación agria, porque realmente quería hacerlo, deseaba pertenecer. ¿Y quién no? pienso ahora, a la distancia, cuando pienso en esos años dificiles y angustiosos, en esa sensación perenne de intentar encajar en el entramado de las cosas que deben ser, sin lograrlo.  Me miraba en mis fotografías con una profunda ansiedad: los ojos negros, el cabello oscuro y alborotado, la boca grande y sin forma. ¿Quién era? Me preguntaba mirando la muchacha del espejo. La que no era rubia ni tenía el cabello liso, la que no llevaba maquillaje, ni tenía un abundante y juvenil escote. ¿Quién era? La respuesta era complicada, quizás porque no existía. Había algo agotador en ese cuestionamiento constante, en esa inquietud de mirarte al espejo buscando lo que no tienes. ¿Por qué quería ser distinta? ¿Por qué necesitaba serlo?

Terminé el bachillerato muy jovencita: tenía apenas quince cuando comencé en la Universidad. Seguía siendo bajita, flaquita, greñuda y pálida. A veces me miro en la fotografía con mis compañeras de promoción: todas ellas llevando maquillaje, el cabello teñido, siendo pequeñas mujeres que sonríen porque sabe que lo son. A su lado, con la melena alborotada domada y un sencillo vestido negro, me veo más aniñada que nunca. Más angustiada por no llevar zapatos de tacón alto, las uñas esmaltadas y esa belleza de mujer experimentada. A lo sumo, llevo un disfraz de nínfula torpe: con los ojos muy maquillados de negro, mi aspecto es el de alguien muy incómodo, muy fuera de lugar. Exactamente como me sentía.

Por supuesto, que en la Universidad, las cosas cambiaron radicalmente. Con la libertad recién descubierta encontré que mi necesidad de pertenecer se transformó en otra cosa: la necesidad de comprenderme. Era muy joven aún para disfrutar a plenitud del Campus, de esa sensación de redescubrimiento que te brinda la independencia intelectual, pero si comencé a tener otra perspectivas de las cosas. Una aceptación de mi propia identidad que nunca había conocido. Tal vez se debía al simple hecho de estar rodeada de desconocidos, pero mi aspecto físico dejó de preocuparme. O mejor dicho, me miré de otra manera. Recuerdo ese alivio que experimenté cuando a nadie pareció importarle si mi cabello era rizado o liso, o si era muy delgada o comenzaba a ganar kilos. La presión era académica y aunque subsistía la estética, yo podía decidir si la aceptaba o no. O mejor dicho, dejé de aceptarla y me dediqué a cuestionarla. Un buen cambio, sin duda. Una manera de asumir mi identidad desde otra perspectiva: la propia.

Porque se trata de eso ¿verdad? Mirarte a través del Cristal ajeno. De allí nace esa extraña sensación de no comprender el mundo, de no mirarlo de manera clara. No lo miras desde tus ojos, tus conclusiones. Intentas amoldarte a otras. Esa idea me hace recordar cuando era niña y no me interesaba jugar con la célebre protagonista de la infancia femenina: La muñeca Barbie. Tenía una buena colección - por extraño que parezca, mi madre es fanática de su pequeño mundo rosado - pero en lo particular, nunca supe muy bien que hacer con la muñeca. Me asustaba un poco, de hecho, la sonrisa congelada, el cuerpo articulado y desnudo, lo mudo que resultaba. De manera que prefería jugar desarmando y armando relojes, escribiendo en la vieja maquina escribir de mi abuela cuentos de terror que solo leía yo y tomando fotografías borrosas con mi vieja cámara Kodak. Y Barbie continuaba allí, vestida y bien peinada, representando esas cosas que nunca entendí muy bien pero que parecía todo el mundo sí. Los vestidos llamativos, el cabello en melena rubia de nylon cayendole sobre los hombros diminutos. ¿Y si no eres así? Me pregunté más de una vez. ¿Y si no eres la niña que viste de rosa? ¿Si no eres la Rubia del guadarropa opulento? ¿Si no entiendes a las muñecas simplemente? Recordé esa sensación de confusión muchas veces en el colegio de monjas bigotonas donde me eduqué: ¿Que pasa si no quiero llevar el cabello liso? ¿Que pasa si no deseo sonreir?

Me hice adulta debatiendome con esas ideas. Siempre regresan. Es inevitable no cuestionarte, una y otra vez, sobre tu aspecto fisico e incluso, sobre tu visión de la estética cuando el mundo lo hace constantemente. Mi respuesta fue fotografiarme, muchas veces. Y fotografiar. Pero en todo caso, lo mejor que hice fue comenzar a luchar contra el miedo. Porque es miedo, así de simple. Hay un miedo terrible a ese no ser, a ese no poder reconocerte en ningún lado. Quizás por ese motivo mi amor por las grandes escritoras, el poder de la mente de otras mujeres que como yo, comenzaron a preguntarse que le debían al mundo para mirarse en un espejo deformado de expectativas. Crecí luchando contra ese dolor diminuto de lidiar con tus propios prejuicios sobre la belleza y más allá, con esa necesidad de comprenderme a través de ellos. Crecí, mirándome madurar frente al lente de una cámara y enfrentándome a mi miedo a diario, intentando vencerlo pero a la vez, siempre un poco asombrada de su poder. Y cuando finalmente me convertí en adulta, gané la batalla o mejor dicho: supe la había ganado. Nunca advertí cuando. Pero la mujer que ama las ideas, la mujer que se construye cada día, la mujer que se considera hermosa por derecho propio venció a la asustada, a la que se inquietaba por la imperfección de la piel, la que lamentó no entender nunca el mundo rosa y de encajes de la Barbie. La niña que amó las palabras antes que al labial, y la mujer en que me convertí después.

Mi reflejo en el espejo sonríe. Y siento ese placer enorme, misterioso del poder de las ideas, de esa rebeldía del que ama lo que es, más allá de lo que cree necesita ser. Me pregunto entonces, mirándome sin reservas, con amabilidad y con enorme satisfacción, si la niña que fui, esperaba ser la mujer que soy. La sonrisa se hace más amplia, radiante. Porque creo que la respuesta es sí.

C'est la vie.

3 comentarios:

Rancilyo dijo...

Por un lado, la Barbie ha ido mutando como idea de mujer sexy, fuerte, segura, que es capaz de tener casi cualquier profesión. Por otro, posible símbolo de la dominación, que pasa de largo al famoso techo de cristal y que vende la idea de "rubia tetona inteligente = mujer = feliz".
Aunque no la veo nociva. Si llego a tener una hija quizás le regale una, tratando siempre de poner las cosas en su sitio: es una muñeca, no es un reflejo de nada ni nadie. No es una heroína o un mito, es solo un juguete para matar el rato.
Yo disfrutaba quitándole las cabezas a las de mi hermana, por cierto. Crueldad infantil jajajaja.

Unknown dijo...

Tengo una teoría. Nuestra sociedad sobrevalua la belleza estereotipada en la mujer, les abre las puertas desde muy jóvenes a las niñas bonitas y con esto, les evita la necesidad de cultivarse; creando un ejercito de cabezas vacías con hermosos cabellos y senos generosos.Me gusta la belleza estereotipada en la mujer, como a cualquier hombre de hoy; pero no he tenido oportunidad de conocer a alguna que no sea vacía, tonta y frívola. Las niñas crecen pensando que un par de senos generosos y un trasero firme las hará felices sin detenerse a pensar que el hombre (o lo que obtengan con su belleza) que atraen de esta manera sólo lo mantendrán mientras tenga los senos firmes y el culo duro.
En conclusión, tanto hombres como mujeres hacemos culto a la belleza. Pero mientras muchas mujeres piensan que la belleza las define, que es una parte indivisible de ellas; los hombres la disfrutamos mientras esta a la mano (como un muy bello jarrón chino) que luego dejamos de lado si el contenido no es de nuestro agrado, o usamos el jarrón como adorno hasta encontramos uno más bonito.

pantarhei dijo...

Me asombra ver solo comentarios masculinos.
Por mi parte me siento agradablemente identificada con este post, ame en secretos los carritos a control remoto. En navidad siempre pedía mecanicamente la barbie de moda pero nunca me intereso ni siento que me haya marcado eso como un estereotipo de belleza porque no pasaba por mi cabeza llegar a ser una mujer. Asumía que sería siempre una niña, el trauma vino despues cuando empece a crecer y dije oh no!. Hoy en día me dejo llevar por lo que me hace sentir comoda, me maquillo poco y uso ropa comoda que no llega a ser menos femenina, llegue eso si a ser fan del esmalte de uñas pero nada mas... Prefiero cultivar mi inteligencia y me ha dado resultado hasta ahora, seduce ;)

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